domingo, 21 de julio de 2024

Capítulo 47. Un nuevo comienzo

 


Han transcurrido dos semanas desde que mantuve mi última charla con José María. En este tiempo no se han producido grandes acontecimientos, salvando el hecho de que ahora son Markus Mogilevich y Ángel Salazar quienes dirigen mis negocios; el primero en Europa y el segundo en los Estados Unidos. He recuperado el control de todo, y probablemente un poco más.

Lo único que me preocupa en estos momentos es la ausencia de noticias de Simon. La cabeza de mi exabogado en una caja de cartón no es un detalle de los que él pase por alto. Lo conozco bien. Es impulsivo, orgulloso y desconfiado. Pero no es ningún estúpido. Si hubo estallido de rabia al abrir mi regalo, estoy convencido de que fue menor que el que ha debido sufrir a lo largo de estos días, cuando ha visto caer en mis manos todas las empresas de armas importantes, una tras otra. No está arruinado todavía, pero su poder ha decrecido sensiblemente, y lo más importante, es probable que esté perdiendo apoyos entre su propia gente. Esto va así, como creo haber dicho en otra ocasión. O estás arriba del todo, o prepárate a combatir.

No le quedan demasiadas opciones. Un golpe arriesgado podría devolverlo a la cima, en caso de tener éxito. Mi muerte es su salvación. Su única salvación. Como en el ajedrez. Ahora mismo soy yo quien domina el tablero, con mi Dama apuntando a su Rey desguarnecido. Él no cuenta más que con dos o tres peones, pero un simple peón puede hacer mucho daño, si sabes utilizarlo.

Ahora paso la mayor parte del tiempo de pie. Han instalado en mi despacho un sillón ergonómico, diseñado ex profeso para mí. Ni siquiera sé cuánto ha costado, una barbaridad, imagino. Sin embargo, apenas lo utilizo. Como si quisiera resarcirme de todos los años que he vivido postrado en silla de ruedas. Contemplo la ciudad desde la última planta de La Torre. Las hormigas con forma humana agitan la calle con su presencia, anónimas, frágiles, inútiles. Insectos que no saben que son insectos. Me cuesta mucho reconocer que pertenecemos a la misma especie.

Lo pasado, pasado está, es lo que dicen los cobardes. Hay sucesos del pasado que deben enmendarse para recuperar el orden y la justicia. Simon Rothko y toda su familia han de perecer.  

Reus se ha convertido en mi mano derecha. Desaparecido José María, es ella quien lleva ahora la gestión de mis negocios. Pasamos consulta todas las mañanas, a primera hora. Me pone al día sobre el estado de mis cuentas y, de vez en cuando, se permite darme algún consejo que yo escucho con magnánima displicencia. Y tenemos un nuevo empleado. El genio de la informática, Jokin, al que hemos instalado en el antiguo despacho de mi exabogado. Un tipo raro, ese Jokin. Se trata del clásico espécimen de inadaptado social, encerrado siempre entre las cuatro paredes de su casa. Presenta el aspecto de un bebé crecido, con su lechoso rostro ovalado y la cabeza pelada, salvo por los tres mechones rubios que sobreviven a duras penas en su cuero cabelludo. El tipo del que te alejarías inmediatamente si te lo encontraras por la calle. Si me lo hubiera cruzado en el colegio, probablemente se habría convertido de inmediato en el centro de mis burlas.

Y, sin embargo, cuando descansa su enorme trasero en el sillón viejo que ha hecho traer de su mierda de piso, y coloca sus gordezuelos dedos sobre el teclado de su ordenador, se convierte en un genio. Sin parangón. No sé cómo lo ha logrado, pero ahora dispongo de toda la información contenida en los discos duros del ordenador personal de Simon Rothko. Puedo espiar sus cuentas, los correos privados que envía a su gente, sus movimientos, idas y venidas, etc.

El viejo está desesperado, pero no hundido. Aún posee un sinfín de madrigueras a las que acudir, y reservas de dinero en paraísos fiscales de todo el mundo, quizá almacenado para tiempos de escasez, o de guerra. Esto va a ser laborioso y nada divertido, por lo menos al principio. Pero me reservo una última jugada que no se espera. El truco final del mago.

Se abre la puerta y entra Reus, cargada de libretas y papelotes. Es curioso como esta mujer se aferra a sus viejas herramientas de trabajo, pero he de reconocer que no le resta un ápice de eficiencia. Aunque le he comentado alguna vez la posibilidad de utilizar una tableta, ella siempre se ha negado, aduciendo que se siente más segura con papel y lápiz: “Ningún Jokin va a fisgonear en mis notas”, dice, lo cual es verdad, en cierta medida. Olvida que el papel se puede robar de la misma forma que los datos de un ordenador.

-¿Qué tal tus hijos? ¿Has sabido algo de ellos? –le pregunto, como siempre. Antes le incomodaba, pero creo que se va acostumbrando; incluso diría que ha llegado a agradarle.

-Bien, siempre pidiendo dinero, no saben hacer otra cosa. Marcos, el mayor, ha encontrado trabajo en un bar sirviendo copas. Parece ser que no tiene suficiente con los doscientos euros que le envío mensualmente…

-No está mal que aprendan lo que cuesta ganar el dinero. Pero Reus, ya sabes que si necesitas pasta no tienes más que pedirlo. Además, no te preocupes excesivamente por ellos. Puedo ocuparme de que consigan un buen trabajo en cuanto terminen sus estudios.

-Ya… el caso es que prefiero que sean ellos quienes se busquen su propio porvenir, si no le importa.

-Claro, claro… -digo, fingiendo desinterés. Evidentemente, en su momento haré lo que considere oportuno, pero ahora mismo prefiero que mi secretaria esté centrada-. Venga, vamos al trabajo. ¿Qué tienes hoy para mí?

-En realidad, nada –me dice con una sonrisa de oreja a oreja-. Todo marcha estupendamente. Solo necesito que me dé instrucciones respecto a un par de cosas.

-Pues siéntate, ponte cómoda. Hablemos.

Da comienzo un nuevo día de duro trabajo en la oficina.

Capítulo 46. Cuenta saldada

 



Una hora después, el rostro desencajado de mi exabogado resulta casi irreconocible. Hemos repetido la operación, al menos, una docena de veces. Me ha parecido escuchar un fuerte chasquido en su último descenso parecido al sonido de un tallo de bambú al quebrarse. Si se trata de la columna vertebral, como sospecho, Espronceda no volverá a caminar el resto de su vida que, por otro lado, no se prevé muy larga.

Durante el proceso, José María ha ido desgranando para nosotros el relato de su trato con Simon Rothko:

-Contactó conmigo hace cosa de seis meses, poco después de nuestra operación de compra de aquellas empresas de armas. Tú estabas muy ocupado con el tema de tus piernas, por aquel entonces… -me confiesa entre gemidos de dolor, después de haber probado las excelencias de mi silla alemana-. Me ofreció mucha pasta, Ángel, no te lo puedes imaginar…

Eso le cuesta un nuevo viaje con el respaldo de la silla, que culmina con un aullido que ya no parece ni siquiera humano. Nunca pensé que José María pudiese vociferar de esa manera. Creí que se iba a portar con más… “elegancia”. Por lo visto, el dolor extremo es capaz de doblegar los caracteres más arraigados.

-Sí que me lo puedo imaginar así que, por favor, ahórrame las excusas en ese sentido. Al grano. ¿Qué planes tiene Simon?

-¿Planes? ¿Qué planes van a ser, Ángel? Hacerse con el control de todo. Ya se ha convertido en alguien muy cercano a Vladimir Putin. Controla en parte a los mercenaros del grupo Wagner, a los que está suministrando armamento. Cuando ganen la guerra…

-No me lo estás diciendo todo, José María –le interrumpo, haciendo una nueva señal a Roberto para que accione el mecanismo. Esta vez repito la operación dos veces sin darle ocasión a hablar. Llegados a este punto, sus gritos se han vuelto estertorosos. En ambas ocasiones lo dejo suspendido unos minutos, con el propósito de incrementar la sensación dolorosa. Tiene que ser horrible, lo admito. Pero ya se sabe, para hacer una tortilla es necesario romper unos cuantos huevos.

-¿Cuándo planificasteis secuestrarme? ¿De quién fue la idea?

-Fue algo… -se detiene y expulsa una bocanada de sangre, seguida del resto del contenido de su estómago.

-Jefe –interviene Roberto, inquieto-. Si seguimos, podemos provocarle un shock o una parada cardíaca.

-Había… había otra persona. Era quien tomaba las decisiones aquí en España –balbucea.

¿Otra persona? Esto es algo que no me esperaba. Por un momento, vacilo, sin terminar de creérmelo. Pienso que está tratando de ganar tiempo, o quizá no sean más que los delirios provocados por el dolor.

-¿A quién te refieres?

No contesta. Mi abogado se ha desvanecido. Le cojo una muñeca y compruebo que aún tiene pulso, pero que es irregular y arrítmico. Me da la impresión de que está en las últimas.

-¿Cómo se llama esa persona? Si es que de verdad existe…

-… Ex… iste… -creo interpretar que sale de sus labios-. Y tú… co… co… noces.

Está sonriendo. A pesar de todo. Se ríe de mí, el muy cerdo, porque sabe que está a punto de morir.

En un acto impulsivo, acciono la palanca que hay junto al respaldo y mi abogado cae hacia atrás con todo su peso. Esta vez no hay grito, ni súplica. Solo un sordo gemido, parecido al de una rueda al desinflarse de golpe. No me hace falta tomarle el pulso esta vez para saber que ha muerto.

Me dirijo a Roberto, que contempla la escena con aspecto sereno.

-Bájalo de ahí. Córtale la cabeza y envíasela a Rothko en un bonito paquete de regalo. Creo que es hora de que se vaya enterando de que Ángel Salazar ha regresado.

Roberto asiente.

-¿Y el resto del cuerpo?

Sonrío.

-Avisa a esos dos imbéciles y que se pongan a cavar. Javier ya sabe dónde está la pala.

 

Capítulo 45. A solas con mi abogado

 


Pocas personas conocen la “silla alemana”. Sin embargo, es bastante popular en algunos regímenes, como el de Siria, no excesivamente escrupulosos con el tema de los derechos humanos.

Como su propio nombre indica, se trata de una especie de sillón metálico, preferentemente fijado al suelo para evitar accidentes. Su respaldo es móvil, y ahí está la verdadera gracia del asunto. El desgraciado ocupante es atado de pies y manos a la estructura de la silla antes de comenzar. A continuación, se deja caer el respaldo hacia atrás mientras, de cintura para abajo, el sujeto permanece inmóvil. La espina dorsal empieza a sentir presión; también el cuello y las extremidades. El dolor es inaguantable, según dicen; y del dolor, se pasa a la lesión o a la parálisis. Es fácil convertir a alguien en parapléjico con este ingenioso artilugio.

José María ocupa ahora mismo una versión modificada de la silla, que yo personalmente he diseñado. Le he añadido algunos detalles de mi propia factura, como un sinfín de salientes y prominencias en forma de botones metálicos y picudas ondulaciones que coinciden con las áreas más sensibles de su anatomía: nalgas, riñones, genitales… No, no se puede decir que mi silla sea un sitio que invite al descanso. Resulta incómoda, los primeros minutos. A partir de ahí, la incomodidad se convierte en molestia, y ésta, a su vez, en malestar. Al cabo de unas horas, el desgraciado que se halle sentado haría o diría cualquier cosa con tal de que le permitieran levantarse. Esa es la idea. Mi añadido a la silla alemana es un “plus” genial al utensilio original. Ojalá pudiera patentarlo.

-No puedes imaginarte la de ganas que tenía de volver a verte, querido amigo –le digo cuando termina de aullar.

Mi reloj marca las ocho y media de la tarde. El atardecer comienza a declinar, dando paso a las primeras sombras del ocaso. El corral en el que nos encontramos está cubierto por un techo de uralita, y las únicas ventanas que existen se encuentra totalmente cerradas por dentro. La única luz, por tanto, es la que proporciona una bombilla ennegrecida que cuelga de un cable desnudo. Cae de lleno sobre Espronceda de tal forma que ilumina perfectamente su rostro. Sin embargo, él solo puede verme a mí y a Roberto, ya que el resto de la estancia permanece en penumbra, al menos para él.

-Estás vivo… Qué alegría, Ángel, temí que… En fin, ya sabes…

-Sí, lo sé… -creo que sonrío, no estoy seguro. Me está resultando tan interesante la experiencia que espero que la cosa no se me vaya de las manos-. Pero ya ves, aquí estoy, vivito y coleando. Y no puedo decir que me haya resultado precisamente fácil. He pasado por un verdadero calvario para llegar aquí, amigo mío.

Hace el esfuerzo de sonreír.

-Perdona el grito de antes, pero es que por un momento he creído estar viendo un fantasma. ¿No podrías…? Ya sabes, soltarme.

-Luego, José María. Antes tengo que asegurarme de que no estás en tratos con el viejo Simon. Entiéndeme, no puedo correr riesgos –le digo en tono conciliador.

-¿Yo…? –Su frente se perla de sudor, y sus ojos giran asustados, contradiciendo el rictus en forma de sonrisa que trata de mantener en sus labios-. ¿Cómo puedes pensar eso… después de tantos años?

-Bueno, cuando alguien ha pasado por lo que yo he pasado, lo mejor que puede hacer es desconfiar de todo el mundo. Incluso de los amigos.

-¿Y esta silla…?

-Lo mejor de todo. Será la prueba de tu fidelidad. Así de sencillo.

-Vas a torturarme –dice mirando a Roberto.

Es el único que me acompaña ahora. Javier y Estefanía se han quedado fuera, para vigilar los accesos, o al menos eso es lo que les he dicho a ellos. En realidad, no quiero que presencien lo que está a punto de suceder.

-Llámalo como quieras –le respondo, haciendo una señal a mi chófer. Roberto se acerca a la silla y acciona una palanca situada en el respaldo. Al hacerlo se libera el travesaño que lo mantiene en su posición, y cae hacia atrás con fuerza.

José María lanza otro aullido, en esta ocasión de verdadero dolor. Nos espera una noche muy larga por delante. 

 

Capítulo 44. Una operación delicada

 


A las 17.30 de la tarde del último viernes de abril, José María Espronceda escucha dos tenues golpes en la puerta de su habitación. Antes de asomarse, se apodera de su pistola y se la coloca en la parte de atrás de su pantalón, sujeta por la cintura. Luego, destapa la mirilla, y se topa con la bovina mirada de Estefanía, uniformada con la vestimenta gris que emplean las camareras de piso del hotel Palace.

-Ya me han hecho la habitación –le informa.

-Lo sé, señor Espronceda. Disculpe las molestias, pero es que mañana toca inspección anual, ¿sabe? Me acabo de acordar que no repuse las toallas, ni revisé el estado de la alfombrilla del baño. Si usted me permitiese que lo hiciera ahora… será solo un segundo y para mí sería un favor inmenso –recita su retahíla cien veces ensayada. Incluso le añade un toque de realismo, dejando que un par de lágrimas resbalen por su mejilla.

Si José María se hubiera negado a dejarla entrar, tendríamos que haber pasado al plan B, mucho más expeditivo, pero por suerte hoy debe tener el día compasivo, porque, tras una breve vacilación, y después de comprobar que la kelly está sola en mitad del pasillo, mi abogado accede a abrir la puerta.

-De acuerdo, pase. No tarde demasiado, tengo trabajo que hacer.

-Será solo un segundo, mil gracias señor.

Estefanía entra en el cuarto de baño y finge examinar las toallas. Detrás de ella se encuentra José María, que no deja de observar sus movimientos.

-Como ve, no tengo alfombrilla. Acostumbro a usar una de esas mini toallas de baño que sirven para secarse los pies…

En ese instante, Estefanía se vuelve y le muestra un pequeño objeto, parecido al nebulizador que emplean los asmáticos.

-¿Qué es eso?

-Creo que es suyo, señor –dice la camarera de piso, antes de rociarle la cara.

Mi abogado pierde el conocimiento en cuestión de segundos. Acaba de recibir una dosis concentrada de óxido nitroso y tardará horas en despertar. Tiempo más que suficiente para que Roberto y Javier, debidamente uniformados como operarios de mantenimiento, accedan a la suite por mediación de la falsa camarera y se apoderen de él.

Cargan sobre los hombros una pesada alfombra enrollada que despliegan en el suelo en cuanto se cierra la puerta. El resto es relativamente sencillo, lo complicado será salir del hotel sin que nadie sospeche que la alfombra alberga en su interior otra cosa que no sea polvo.

-Pesaba lo suyo cuando la subimos, pero debería haber visto luego, cuando metimos dentro al tío este –me asegura Javier, que se siente pletórico por el éxito de la operación.

Les he premiado con media docena de “pollos” con perico, que ellos están utilizando para “hacerse un blanquito”, lo que significa que lo van a consumir mezclado con tabaco. Creo que aún les duran los efectos.

Ahora mismo nos encontramos, precisamente, en el lugar donde conocí a este drogadicto; la granja de puercos que una vez funcionó como uno de mis viveros de blanqueamiento de dinero. Está completamente desierta, como si llevase varios años desocupada. En el centro del corral, donde tuvo lugar la lucha de perros, ahora se encuentra una silla clavada en el suelo ocupada por el cuerpo semidesnudo de mi antiguo abogado.

En ese momento abre los ojos. Todavía afectado por el gas anestésico, los deja vagar por el recinto, que debe serle completamente extraño, hasta que repara en mí y en Roberto, que se ha cuadrado a mi lado, con las manos cruzadas por delante en actitud de espera.

Al principio, estoy seguro, no me reconoce. Mi cara excesivamente delgada, aún surcada de cicatrices, y mi cabeza rapada, no le dicen nada. Pero mis ojos sí. Y es entonces en el instante en que me reconoce, cuando abre la boca comienza a gritar.

Capítulo 43. Reunión de equipo

 


Los sábados celebramos reunión de equipo. El lugar elegido es un enclave neutro, bastante alejado de Madrid. El Botero, ubicado en el centro del casco viejo de Toledo, es un antiguo mesón conocido por Roberto, de sus tiempos de policía. El dueño, un tal Marcelo, imagen estereotípica de tabernero, le debe una muy gorda, según me confesó mi chófer. Nos recibe siempre personalmente en la puerta para conducirnos hasta un pequeño reservado situado al final del local, entre la pared y una gruesa columna que nos proporciona cierta privacidad. 

Somos un grupo heterogéneo: Javier, Estefanía (casi no parecen de barrio una vez vestidos con ropa normal), Roberto, Reus y yo mismo. No permanecemos allí mucho tiempo, por si acaso. Lo justo para intercambiar información. Hoy es Reus la estrella, la que nos trae las noticias más prometedoras. Al parecer, Ángel Salazar ya tiene toda su documentación en regla y está preparado para hacer acto de presencia en el mundo de los negocios.

-Necesitaré una foto reciente y sus huellas, señor… -aquí se interrumpe, recordando a tiempo que no debe nombrarme en público-. En cuanto me devuelva firmada la documentación que traigo, podré resucitarlo. Quizá sería conveniente que, de momento, fije su residencia en Estados Unidos. Si se diese a conocer aquí tendría que dar muchas explicaciones a causa de la manera en que… se marchó.

Se refiere a mi muerte. A mi primera muerte. Ángel Salazar fue asesinado hace diez años por un tipo llamado Ventura, antiguo enfermero de un centro de menores. No puedo presentarme en sociedad así como así, habiendo sido declarado oficialmente muerto.

-Buen trabajo, Reus. Tan eficiente como te recordaba. Y ahora, oídme todos. Tomaré posesión de la empresa a través de un testaferro y lo haré público el primero de mayo, Día de los Trabajadores, y por tanto, festivo. A partir de ese momento, dispondremos de cuarenta y ocho horas como mucho para recuperar el control de mis negocios, al menos de la mayor parte de ellos. Eso va a requerir la entrada en escena de un amigo mío llamado Markus Mogilevic –digo, centrando mis miradas sobre todo en Reus, la única del grupo que sabe que me estoy refiriendo a una de mis otras identidades-. Es un ruso, viejo amigo mío, al que nombré previsoramente cotitular de mis empresas en Europa. Se personará ante las instancias oficiales y hará valer sus derechos antes de que Simon Rothko pueda reaccionar. Si todo sale bien, él y yo dirigiremos muy pronto La Torre.

-¿Y qué va a pasar con el abogado? –pregunta Javier, que se ha encargado de seguirlo durante las últimas semanas.

-Precisamente ahí es donde entráis vosotros –le digo, señalando a Estefanía, que en ese momento se entretiene picoteando las aceitunas que nos acaba de traer Marcelo-. Por lo que sabemos, se aloja en el hotel Palace, donde ocupa una suite en la planta cinco. Creo que es una de las más lujosas, pero actualmente mi abogado puede permitirse estos lujos –añado mordaz-. Todas las mañanas abandona el hotel a las 8.30 y es recogido por una limusina. En ella viajan dos guardaespaldas, además del chófer. Los tres trabajan para Simon Rothko y debemos suponer que son bastante letales. No es posible acceder a él, una vez está en el interior de ese vehículo. A las 8.55, aproximadamente, llega a La Torre, donde es escoltado por los guardaespaldas…

-Dos armarios roperos armados hasta los dientes –suelta Javier.

-… que lo esperan en despachos anexos hasta que sale… Te agradecería que no volvieras a interrumpirme, ¿estamos?

-Sí, jefe.

-Continúo. Entre las 14.30 y las 15.00, Espronceda abandona el edificio y es recogido de nuevo por la limusina, que lo traslada de regreso al hotel, donde permanece hasta el día siguiente. Lo he estudiado todo y creo que el abogado no es vulnerable en La Torre, fuertemente vigilada, ni tampoco en el trayecto desde el hotel, salvo que quisiéramos volar el coche, lo cual no es una opción que contemple. Lo quiero vivo. Así que solo podemos acceder a él mientras se encuentre en su habitación. Y, como he dicho antes, ahí es donde entraréis vosotros en juego. Sobre todo, tú –digo, volviéndome hacia Estefanía.

Ella da un respingo y casi se atraganta con una aceituna. Comienza a toser tan fuerte que temo que llame la atención.

-Toma –le ofrezco un pañuelo-. Tranquila, no correrás ningún peligro (mentira). Por cierto, ¿has trabajado alguna vez de “Kelly”?

Todos se miran asombrados. Finalmente, la muchacha tartamudea:

-Una vez lo intenté, pero no quisieron contratarme.

-Bueno, en esta ocasión no te hará falta contrato. Y ahora, prestadme mucha atención…

Capítulo 42. Rodeado de estúpidos

 



Me despido de Reus más que satisfecho. Hoy mismo pondrá en marcha la maquinaria necesaria para restituirme al frente de mi empresa en América, lo que significa que en pocos días volveré a disponer de fondos. Es cierto que, hasta que no logre controlar La Torre, la mayor parte de mis recursos continuará en manos de mi abogado y, por tanto, de ese malnacido de Simon Rothko, pero por algo se empieza.

De momento, le he pedido que continúe en su puesto, a pesar del riesgo que corre. Por descontado, no le he dicho nada acerca de las intenciones de mi antiguo abogado. Si supiera que José María planea torturarla con el objetivo de sonsacarle mis credenciales, no me cabe duda de que se negaría a regresar al despacho, y la necesito dentro unos días más. Para evitar “accidentes”, Roberto no le quitará el ojo de encima.

Mi chófer me está esperando a un par de manzanas de la casa de Reus, a bordo de un desvencijado Seat. Hemos acordado que no utilizaremos la limusina hasta que las aguas vuelvan a su cauce. Es un vehículo que canta mucho en el barrio donde me oculto ahora mismo, y si llegara a oídos de mi abogado que Roberto frecuenta demasiado zonas poco recomendables podría sumar dos más dos.

-¿Qué tal ha ido la cosa?

-Muy bien. -Le explico cuál será su nuevo papel como guardaespaldas de mi secretaria-. Esa mujer es ahora muy valiosa para mí. Y también para José María. No me extrañaría que intentara cualquier acto desesperado si no logra esas claves pronto, ¿me comprendes?

-Claro. –Roberto nunca ha sido de los que dan su opinión. El perfecto perro guardián, presto siempre a acatar sin discusión las instrucciones de su dueño y señor. Supongo que hoy tiene la vena reflexiva porque me sorprende con un comentario fuera de lugar-: Perdone que me inmiscuya, jefe, pero no entiendo una cosa. ¿Por qué no quitamos al abogado de en medio, sin más? Ya sabe… -me dice, llevándose el dedo índice a la sien.

Hoy me siento optimista, e incluso diría que feliz. Por eso condesciendo en aclararle mis decisiones a Roberto. Además, está cumpliendo, es un buen activo. En ocasiones conviene hacer concesiones a los subordinados. Les da la sensación de que son partícipes de lo que ocurre y no meros instrumentos.

-José María ya es hombre muerto –le aseguro, en tono paciente, como un profesor explicando un nuevo concepto a un alumno algo obtuso-, pero no podemos matarlo todavía. Al fin y al cabo, no es más que un peón de Simon Rothko, el mafioso del que os hablé. Si me lo cargo sin más, como sugieres, sería lo mismo que proclamar a los cuatro vientos que estoy vivo. En pocas horas Madrid se habría llenado de hombres de Simon dispuestos a darme caza. Lo haremos, y muy pronto, pero cuando estemos en disposición de hacerle frente, ¿comprendes?

-Sí –responde, después de meditar un poco mi explicación-. Usted debe saber lo que hace, jefe.

-No te quepa la menor duda.

Acabamos de llegar a nuestro refugio, la pocilga que comparto con Javier y su mujer. Cuando abro la puerta, me los encuentro a los dos aplicados sobre la mesa, esnifando perico con un billete de diez euros enrollado a modo de canutillo.

-Hola, jefe –intenta saludarme el chico, antes de que un acceso de tos le obligue a expulsar por la nariz una espesa nube de polvo blanco.

-¿De dónde habéis sacado eso?

-¿La coca?

-No, joder, el billete de diez euros. Pues claro que la coca. ¿No me habías perjurado que estabas sin blanca?

Él y su mujer se dirigen una mirada de culpabilidad, mientras que Roberto parece irritado. De repente, caigo.

-Lo has robado en casa de Reus, ¿no es así?

Su silencio confirma mis sospechas. Si mi situación fuera otra, probablemente habría terminado con él en ese momento. Maldito drogadicto imbécil.

-Lo tenía en un cajón, un sobre repleto de dinero…

-Demasiada tentación para ti, ¿verdad?

Javier y su mujer se miran de nuevo, pero no contestan. En fin, nada se puede hacer ya.

-¿Cuánto había, si puede saberse? Y no me mientas o lo sabré.

-No mucho, jefe. Cinco mil.

-¿Y lo cogisteis todo?

-Sí, jefe –su mirada se dirige a Roberto, que mantiene el ceño fruncido. Luego añade-: Lo siento, jefe.

En fin, una nueva preocupación. No es buena señal que Reus guarde dinero en sobres. Suena demasiado a pago en negro, como el que podría efectuar mi abogado si quisiera comprar su voluntad. Tendré que preguntárselo a ella.

Capítulo 41. Es importante contar con una buena secretaria

 




El siguiente paso es obvio.

Reus regresa tarde a su casa. Tiene aspecto de cansada. Mi antigua secretaria parece haber envejecido años en unos pocos meses. Sin embargo, todavía recuerda bastante a ella misma: su mirada altiva de ojos pequeños, escrutadores, las cejas eternamente fruncidas, la frente estrecha, cubierta de tenaces arrugas que parecen cabalgar unas sobre otras. El espíritu sigue estando ahí, en ese cuerpo enjuto y menudo.

No, me digo a mí mismo cuando la veo entrar en el salón de su casa, ella no puede estar implicada en los tejemanejes de José María. Es demasiado inteligente y tiene demasiado que perder. En fin, supongo que pronto lo sabré.

-Hola, Reus, querida. He vuelto –le espeto en cuanto enciende la luz.

La estoy esperando cómodamente sentado en el sofá de tres plazas que tiene frente al televisor. Ella se queda congelada al verme; como si fuera la estatua de sal que contempla eternamente la destrucción de Sodoma. Puedo leer en su expresión la mayoría de los pensamientos que pasan por su cabeza en estos momentos. Soy un ladrón que ha entrado para llevarse el dinero que no tiene en su inexistente caja fuerte. Soy un sicario enviado por José María o el propio Rothko para torturarla, para sacarle lo que sabe.

Ciertamente, esta última idea bien podría hacerse realidad muy pronto.

-Soy yo, Reus. ¿No reconoces mi voz? Es cierto que he cambiado un poco –le digo, poniéndome en pie-. Como ves, la doctora Bloch cumplió lo prometido.

-¿Señor Kingsman…? –Balbucea-. Pero no puede ser… Usted…

-¿Estoy muerto? Sí, es verdad. Por segunda vez. –Miro a mi alrededor fingiendo extrañeza-. ¿Y tus hijos? No los hemos visto. Creía que tenías tres.

-Están en el extranjero, en un colegio interno. Oiga…

-Tranquila, no debes preocuparte por ellos –le aseguro en tono despreocupado-. A menos que hayas tenido algo que ver con lo que me sucedió.

Ella comienza a temblar. Tiene miedo, sí, lo veo en sus ojos, pero no de mí.

No de mí.

-Siéntate, Reus. Pareces cansada. Ponte cómoda.

Reus obedece mecánicamente. Se deja caer en una butaca y esconde la cara entre las manos. La escucho sollozar de forma patética, acordándose quizá de sus hijos, allá donde estén. Le permito desahogarse, ya que necesito que esté serena, y sé que las lágrimas suelen ayudar a las personas como ella.

Cuando empieza a aquietarse le levanto la barbilla y la obligo a mirarme a los ojos:

-Necesito que hablemos, Reus.

-Yo no he tenido nada que ver con lo que le pasó, se lo juro.

-Te creo. Hemos investigado tus cuentas y sigues siendo tan pobre como antes. Pero has estado aquí todo este tiempo, así que debes saber muchas cosas. Quiero que me lo cuentes todo. Luego, quizá, te pediré un favor.

Reus comienza a hablar. De repente ha vuelto a ser la secretaria eficiente que recuerdo. Da la impresión de estar leyendo un memorándum sobre cotizaciones bursátiles, en lugar de exponer el relato de una traición. A pesar de que la mayor parte de la información ya la había deducido no puedo evitar que me invada la cólera. Pero es una rabia fría, calculadora. Y es que, mientras la escucho, planeo mi venganza.

-José María, es decir, el señor Espronceda, regresó de Suiza a comienzos de enero, después de Reyes. Contó que la operación había sido un éxito y que usted había decidido quedarse en Lausana para iniciar la rehabilitación, pero que él había tenido que volver a España para hacerse cargo de los negocios. Me dijo que habían puesto en marcha una operación a gran escala para fusionar sus empresas con las de un magnate del armamento en vista de la escalada que se estaba produciendo en la frontera de Rusia con Ucrania.

-¿Y tú le creíste?

-No me pareció lógico. Usted controlaba el negocio de las armas en Europa y parte de Estados Unidos, ¿para qué iba a hacer eso? Además, no es su estilo. Pero usted no estaba y el señor Espronceda siempre ha sido de su confianza, así que en ese momento no lo puse en duda.

-Continúa.

-Nunca me contaba nada, pero pude observar movimientos extraños en sus cuentas, cambios de titularidad a nombre de personas desconocidas. Fue cuando comencé a sospechar que algo pasaba. Además, usted no daba señales de vida. Lo normal habría sido que se hubiera puesto en comunicación conmigo en algún momento, teniendo en cuenta las empresas que gestiono en su nombre en los Estados Unidos. Así que investigué a algunos de ellos, y… averigüé que eran simples testaferros.

-¿Le dijiste algo a él?

-Claro que no –me responde en tono de “¿por quién me toma?”-. Lo que hice fue enviar a mis hijos a Inglaterra, a un colegio privado.

-Bien hecho. Y ¿cuándo se supone que morí?

-En febrero, recién comenzada la guerra. José María entró en mi despacho una mañana con rostro de circunstancias y me comunicó que había sido asesinado en su residencia junto con su guardaespaldas.

-¿Por quién?

-Culpó a Simon Rothko.

-Muy hábil por parte de mi abogado –dije, sin poder evitar una sonrisa de admiración-. Y por muy poco no ha tenido razón. Supongo que te informó de mi asesinato el mismo en que Simon había planeado ejecutarme. Seguramente él creía que ya había muerto por entonces, lo que demuestra que mantenía con él u contacto permanente. Una cosa más, Reus, muy importante. ¿Tienes en tu poder aún las credenciales de la Salazar & Co?

En este punto brillan los ojos de mi secretaria, y esboza una sonrisa que casi, casi, podría calificar de maligna. Pronuncia en tono solemne, sin dejar de sonreír:

-Lo tengo todo, señor Kingsman. Todo.

Capítulo 40. Ángel Salazar debe regresar

 




Javier Pulido ha resultado más útil de lo que imaginaba. Cierto es que no suelo esperar mucho de nadie, pero este es uno de los casos en que me alegra haberme equivocado. Su única misión, de momento, consiste en vigilar los pasos de Reus, mi secretaria, a fin de averiguar si está asociada con José María en esto. Y debo reconocer que ha cumplido con creces.

Javier ha logrado colarse en su casa, mientras ella se encontraba en La Torre. Ha fotografiado algunos documentos que encontró en un cajón de su escritorio. Cuentas corrientes, informes de inversiones, escrituras… Todo ello relacionado con mis negocios. Nada anormal, ya que ese es su trabajo, salvo que no deberían estar allí, sino en algún archivo de su despacho. Por otra parte, sus cuentas están limpias, lo que podría significar que no ha recibido ningún pago sospechoso. Se ha ocupado de comprobarlo un amigo de Roberto, una especie de genio informático adolescente llamado Jokin al que una vez detuvo por traficar con pederastas a los que surtía de abundante material pornográfico.

-Es un friki y un antisocial, pero es bueno en lo suyo. Una vez hackeó los archivos confidenciales de un hospital de Madrid por pura diversión –me ha confiado Roberto.

Mi chófer, por su parte, se ha encargado de vigilar a José María. Le ha pinchado los teléfonos de su despacho y ha colocado un micrófono debajo de su mesa, aprovechando un descuido de la mujer de la limpieza. Dice que ha tenido que “embaucarla”, según sus propias palabras. No puedo imaginarme a Roberto tratando de seducir a una mujer; mi imaginación también tiene sus límites.

Ahora podemos escuchar todo lo que se dice en ese despacho, y los resultados no pueden ser más satisfactorios: dos días después de la incursión de Roberto confirmamos que Espronceda está en comunicación con la organización de Simon Rothko. Por desgracia, solo podemos escuchar su parte de conversación, ya que la llamada se realiza a su teléfono móvil. Es evidente que no iban a utilizar el arcaico modelo de Telefónica que todavía conserva sobre su mesa, como si de una reliquia se tratase:

“Hola” (saluda en ruso… ignoraba que dominara ese idioma. Por lo visto lleva planeando la operación más tiempo del que imaginaba).

“De momento, todo bien. Los activos se transfirieron ayer” … “No hay problema” … “No, todavía no lo he encontrado, pero tenía una secretaria que aún trabaja aquí, quizá ella sepa algo” … “Le preguntaré” … “Sí, hoy mismo”.

Cuando termina la llamada, Roberto y Javier me miran con aire interrogativo.

-Es obvio que está buscando mis credenciales para hacerse con la parte del negocio que tengo radicado en América. Pero pierde el tiempo, ni siquiera Reus tiene acceso a ellas. –No es totalmente cierto, aunque ella ignora todo lo relacionado con Salazar & Co, sí que tiene en su poder la llave para hacerme con el control. En concreto, una identidad. Mi verdadera identidad.

Solo Ángel Salazar Ugarte puede hacerlo, y eso significa que debe regresar.

Capítulo 39. Reorganizando el equipo

 



En pocos minutos les pongo en antecedentes, sin entrar en demasiados detalles. Les cuento lo de mi operación, lo del secuestro en el hospital y mi posterior huida de Ucrania en mitad de la guerra, la odisea que sufrí hasta llegar a España… todo lo importante, pero no pueden entenderlo. Tampoco es mi deseo que lo hagan, basta con que sepan lo que he vivido en los últimos meses, y adónde estoy dispuesto a llegar. Voy a necesitar su ayuda, si quiero tener alguna opción.

A mitad de mi soliloquio llega de la calle una mujer joven cargada de bolsas con productos de supermercado. Debe contar unos veinte años como mucho y, sin embargo, es notorio que hace tiempo que dejó atrás la frescura de la juventud. Tiene la piel estropeada por el abuso de maquillaje y los dientes amarillean a causa del tabaco y el alcohol. Deduzco que se trata de la chica con la que Javier me confesó que aspiraba casarse.

Al vernos, se queda en la puerta, indecisa. Dirige una mirada a su novio, pero este le hace una señal tranquilizadora para que se acerque.

-Te presento a Estefanía. Es de fiar.

Estefanía, que viste unos pantalones ajustados de color verde, tacones altos y camisa floreada abiertamente escotada, no dice nada. Solo me mira a mí, el intruso con aspecto de vagabundo que su marido ha sentado a la mesa.

-Creo recordar que me dijiste algo sobre una hija, ¿o me equivoco? –pregunto a Javier.

La mujeruca da un respingo y abre mucho los ojos, que ahora parecen querer salirse de sus órbitas.

-Sí, Andrea…

-¿Qué tienes tú qué decir de mi hija? –espeta Estefanía, dejando caer las bolsas al suelo. Se escucha un estrépito de cristales; algo ha debido romperse en su interior.

-Nada, realmente. Solo preguntaba por cortesía.

-Tranqui, nena –tercia el chico-. Ya te he dicho que es de fiar –me dirige una mirada apresurada en la que observo un tono de disculpa-. Le debo la vida a este hombre.

La mujer palidece. Su expresión refleja ahora sorpresa y cierta incredulidad que se borra al comprobar que Roberto asiente a las palabras de su marido.

-¿Tú también lo conoces? No me fío de este… -le pregunta a mi chófer, mientras señala a su marido con la cabeza.

-Sí. Es mi jefe, y también el de Javier. Y lo que te dice es cierto: le salvó la vida.

Entonces la mujer se ruboriza y agacha la cabeza.

-Perdone usted… pero es que… con esas pintas… Además, al escucharle preguntar por mi hija me ha dado un repelús.

-Se la llevaron los de asuntos sociales. Una zorra hija de puta empeñada en que no la cuidábamos como es debido. Y todo porque se me pasó matricularla en el cole –añade Javier, enfurruñado-. Si es muy pequeña, coño.

Adivino que hay algo más de lo que dice Javier, pero no necesito indagar más en ese asunto. He encontrado lo que buscaba.

-Ya veo. Está bien, escuchadme. Como ya sabéis, me encuentro en un aprieto. Necesito recuperar lo que me pertenece, pero no puedo presentarme sin más. Sospecho que no duraría mucho si el ruso descubriese que sigo vivo. Así que vais a ayudarme. No será mucho lo que precise de vosotros, solo un par de cosas, incluido el alojamiento. Quizá os cause algunas molestias durante unos días, y hasta es posible que llegue a ser peligroso, si llegase a saberse que estoy aquí antes de recuperar mi estatus. Pero os prometo una cosa: en cuanto vuelva a ocupar La Torre, me aseguraré de que os devuelvan a vuestra hija. Y jamás volverá a faltaros de nada.

Pasan varios segundos antes de que nadie abra la boca. Finalmente es el chico quien reacciona a mi petición:

-Por mi parte puede quedarse con nosotros el tiempo que necesite. Nunca olvidaré que sigo vivo gracias a usted. –Vuelve la cabeza hacia su mujer-. Solo tiene que decirnos lo que hay que hacer.

Roberto observa la escena, complacido. Estefanía, por su parte, parece resignada, aunque no me fío de ella.

Pero ¿qué puedo hacer? Es lo que tengo. Es lo que hay. Y no puedo negar que es mucho más de lo que esperaba encontrar. Así que solo toca pensar en mañana, y en el trabajo que queda por hacer.

Escucha, abogado. Escucha bien cómo redoblan las campanas, hijo de puta.

Capítulo 38. ¿Quién lo iba a decir?

 



Javier, el único superviviente de la granja de cerdos. Ahora me alegro de haberlo dejado con vida. No lo hice por ninguna razón en especial. Cuando imparto un correctivo entre mis hombres acostumbro a indultar a uno de ellos, normalmente al más imbécil. Es un mensaje. Viene a decir algo así como que soy yo el que decido quién vive y quién muere.

Por lo que me cuenta Roberto, en estos últimos meses se ha convertido en una especie de amigo suyo. Casi como un hijo, o un hermano pequeño. Al parecer, el chico me guarda un singular aprecio por la simple razón de no haber apretado el gatillo. Quizá en otros tiempos me habría inquietado esta amistad, pero no nos engañemos, en estos momentos no estoy en posición de escoger aliados. Si el chico es leal, el chico me sirve.

Aunque no me lo pide, le explico a Roberto la razón de que ahora pueda caminar. Después de un breve resumen, mi chófer asiente sin cuestionar nada. Ha regresado a su silencio imperturbable.

Poco antes de llegar, lo rompe con una pregunta. No llega a ser pregunta, en realidad. Solo una frase inacabada que deja en mis manos la decisión de responderla o no.

-Esos chicos… los de antes…

-Fui yo –le digo mostrándole mi pistola, un recuerdo de Ucrania-. Me despertaron en mitad de la noche. Odio que me despierten.

El chico vive en un arrabal de Madrid cercano a Vallecas. Es un barrio humilde, formado por edificios de paredes agrietadas y ventanas desnudas, algunas desprovistas del aditamento de un marco. Roberto no despega los labios durante el resto del trayecto, pero puedo imaginar lo que debe estar pensando en este momento. Cómo demonios va a explicar la situación a su amigo Javier. Cuando aparca la limusina (volver a viajar en una ha supuesto para mí un baño de recuerdos y reflexiones: no hace ni cinco meses disponía de una flota de vehículos como este, algunos incluso más lujosos. Ahora, en cambio, me resulta extraño el contacto de la piel que cubre los asientos, el olor a limpio, el soberbio acabado del habitáculo, la suavidad aterciopelada de las alfombrillas sobre las que apoyo por primera vez mis pies), me pide en tono preocupado:

-Espere un minuto aquí, jefe. –No lo dice, pero se nota que le preocupa mi aspecto-. Debo informarle de que está usted aquí…

Yo ya he salido del coche. Me cruzo de brazos y le dirijo una mirada torcida.  

-Vamos, ve delante. Yo te sigo.

Roberto reprime un suspiro e inicia la marcha, que se detiene frente al edificio más ruinoso que hay en la calle. La entrada, un marco sin puerta, parece bostezar al vernos. El interior es una fosa oscura y sucia, que hiede a chinches y a sudor viejo. Sin ascensor, por supuesto.

-Vive en el último piso –me advierte.

-Estupendo. Si me descubren podré escapar por los tejados –le respondo en tono irónico. Aunque después lo pienso mejor y llego a la conclusión de que no es una idea tan descabellada.

Mientras subimos, mi chófer contacta con él desde su móvil. Una conversación breve en la que se escucha alguna interjección de sorpresa seguida de un murmullo de asentimientos. No habrá problema. De hecho, Javier nos está aguardando junto a la puerta abierta de su cuchitril cuando por fin llegamos arriba. A causa del esfuerzo, jadeo como un perro y tengo el rostro bañado en sudor. Decididamente, no estoy nada en forma.

-Buenos días, señor… -me mira sorprendido y luego sus ojos se desplazan hasta mis piernas, que tiemblan de agotamiento. Han sido cinco pisos.

-Es una larga historia, Javi. Y este no es el mejor lugar para contarla.

Capítulo 37. Y resucitó de entre los muertos...

 



No me reconoce, pero da un respingo al escuchar mi voz. Algo sacude su intelecto, mucho más despierto de lo que la gente piensa. Su figurada estolidez es, quizá, la causa principal de que continúe trabajando para la empresa después de mi “muerte”. De haber sido considerado un peligro potencial, a estas alturas alguien ya habría tomado la decisión de prescindir de sus servicios.

-¿Quién eres? –pregunta, sin retirar la mano de su sobaquera, donde sé que guarda la pistola.

-Soy Hugo. Hugo Kingsman.

Frunce el ceño y clava su mirada en mis ojos. Su rostro adopta una expresión de especulativa perplejidad rompiendo durante unos segundos su habitual impavidez. Se detiene un momento en las cicatrices que me dejó la paliza de Rothko, medio ocultas por la espesa barba rubia que me he dejado crecer. Después, desciende hasta mis piernas, delgadas e invisibles bajo los anchos pantalones de pana que llevo, pero firmes sobre el suelo.

-¿Usted? Usted no puede ser quien dice. El señor Kingsman está muerto.

-¿Sí, Roberto? ¿Y cómo morí? Tengo curiosidad por saberlo.

Mi chófer vacila un instante al escuchar mi voz de nuevo. Finalmente hace lo que suponía que iba a hacer desde el primer momento. Saca su pistola y me apunta con ella.

-Si es usted mi jefe, debería recordar cómo se llamaba el chico al que perdonó la vida en mi presencia, la última vez que nos vimos.

-Claro, Roberto. Lo recuerdo perfectamente. Pobre chico, creo que dijo que tenía un hijo o una hija… una niña de tres años. Tiene veintiún años y estaba ahorrando para casarse. ¿Verdad?

-¿Cómo se llamaba? –vuelve a preguntar, aunque esta vez su voz suena teñida de emoción. El brazo que sostiene el arma empieza a bajar y ya no me apunta a mí. En su fuero interno, y a pesar de lo extraño de la situación, está convencido de que digo la verdad, aunque no sea capaz de explicárselo.

-Javier Pulido. Ese era su nombre. O es su nombre, ya que respeté su vida, tal y como le prometí.

-Hizo usted bien, jefe. Es un buen chico, y, quizá, ahora sea su mejor posibilidad para seguir con vida –dice bajando la pistola y volviéndola a guardar en su funda. Luego lanza una mirada alrededor, sobre todo a las ventanas del edificio donde están (estaban) mis oficinas y me dice en tono imperioso-. Rápido, suba al coche. Será mejor que salgamos de aquí.

Me observa caminar hacia la puerta, todavía con gesto de asombro. Él no era más que un empleado secundario, no tenía acceso a la información relativa a mis proyectos, y menos aún a mis planes para someterme a la operación que me ha devuelto las piernas, así que su sorpresa debe ser mayúscula.

Me abre la puerta trasera, como solía hacer antaño, aunque esta vez sin bajar la plataforma para la silla de ruedas. Después, cierra de un portazo y arranca el coche. No parece asustado, pero se mueve con rapidez, lo que significa que corremos peligro.

-¿Tiene algún sitio adónde ir, jefe?

-Ahora mismo soy un sintecho, Roberto. Y no hace falta que me sigas llamando jefe. Técnicamente no existo siquiera, así que no puedo tener empleados.

Roberto sonríe bajo su bigote. Es la primera vez que le veo hacerlo.

-Bueno, jefe, quedará entre nosotros, si le parece. Y, ya que no tiene alojamiento, espero que no le importe que le consiga uno.

-¿Tu casa? ¿Dónde vives? Nunca llegué a preguntártelo.

-Mi casa no. Está vigilada. O lo estará, en cuanto dé usted señales de vida. Será el primer lugar en el que piensen. Conozco un sitio mejor, de un amigo mío. O, mejor dicho, nuestro. De hecho, le debe a usted la vida; no se me ocurre mejor recomendación que esa.

-¿Un amigo? ¿Qué amigo?

-Usted sabe quién es, jefe. Se llama Javier Pulido.

 

Capítulo 47. Un nuevo comienzo

  Han transcurrido dos semanas desde que mantuve mi última charla con José María. En este tiempo no se han producido grandes acontecimientos...