domingo, 21 de julio de 2024

Capítulo 37. Y resucitó de entre los muertos...

 



No me reconoce, pero da un respingo al escuchar mi voz. Algo sacude su intelecto, mucho más despierto de lo que la gente piensa. Su figurada estolidez es, quizá, la causa principal de que continúe trabajando para la empresa después de mi “muerte”. De haber sido considerado un peligro potencial, a estas alturas alguien ya habría tomado la decisión de prescindir de sus servicios.

-¿Quién eres? –pregunta, sin retirar la mano de su sobaquera, donde sé que guarda la pistola.

-Soy Hugo. Hugo Kingsman.

Frunce el ceño y clava su mirada en mis ojos. Su rostro adopta una expresión de especulativa perplejidad rompiendo durante unos segundos su habitual impavidez. Se detiene un momento en las cicatrices que me dejó la paliza de Rothko, medio ocultas por la espesa barba rubia que me he dejado crecer. Después, desciende hasta mis piernas, delgadas e invisibles bajo los anchos pantalones de pana que llevo, pero firmes sobre el suelo.

-¿Usted? Usted no puede ser quien dice. El señor Kingsman está muerto.

-¿Sí, Roberto? ¿Y cómo morí? Tengo curiosidad por saberlo.

Mi chófer vacila un instante al escuchar mi voz de nuevo. Finalmente hace lo que suponía que iba a hacer desde el primer momento. Saca su pistola y me apunta con ella.

-Si es usted mi jefe, debería recordar cómo se llamaba el chico al que perdonó la vida en mi presencia, la última vez que nos vimos.

-Claro, Roberto. Lo recuerdo perfectamente. Pobre chico, creo que dijo que tenía un hijo o una hija… una niña de tres años. Tiene veintiún años y estaba ahorrando para casarse. ¿Verdad?

-¿Cómo se llamaba? –vuelve a preguntar, aunque esta vez su voz suena teñida de emoción. El brazo que sostiene el arma empieza a bajar y ya no me apunta a mí. En su fuero interno, y a pesar de lo extraño de la situación, está convencido de que digo la verdad, aunque no sea capaz de explicárselo.

-Javier Pulido. Ese era su nombre. O es su nombre, ya que respeté su vida, tal y como le prometí.

-Hizo usted bien, jefe. Es un buen chico, y, quizá, ahora sea su mejor posibilidad para seguir con vida –dice bajando la pistola y volviéndola a guardar en su funda. Luego lanza una mirada alrededor, sobre todo a las ventanas del edificio donde están (estaban) mis oficinas y me dice en tono imperioso-. Rápido, suba al coche. Será mejor que salgamos de aquí.

Me observa caminar hacia la puerta, todavía con gesto de asombro. Él no era más que un empleado secundario, no tenía acceso a la información relativa a mis proyectos, y menos aún a mis planes para someterme a la operación que me ha devuelto las piernas, así que su sorpresa debe ser mayúscula.

Me abre la puerta trasera, como solía hacer antaño, aunque esta vez sin bajar la plataforma para la silla de ruedas. Después, cierra de un portazo y arranca el coche. No parece asustado, pero se mueve con rapidez, lo que significa que corremos peligro.

-¿Tiene algún sitio adónde ir, jefe?

-Ahora mismo soy un sintecho, Roberto. Y no hace falta que me sigas llamando jefe. Técnicamente no existo siquiera, así que no puedo tener empleados.

Roberto sonríe bajo su bigote. Es la primera vez que le veo hacerlo.

-Bueno, jefe, quedará entre nosotros, si le parece. Y, ya que no tiene alojamiento, espero que no le importe que le consiga uno.

-¿Tu casa? ¿Dónde vives? Nunca llegué a preguntártelo.

-Mi casa no. Está vigilada. O lo estará, en cuanto dé usted señales de vida. Será el primer lugar en el que piensen. Conozco un sitio mejor, de un amigo mío. O, mejor dicho, nuestro. De hecho, le debe a usted la vida; no se me ocurre mejor recomendación que esa.

-¿Un amigo? ¿Qué amigo?

-Usted sabe quién es, jefe. Se llama Javier Pulido.

 

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