No
me reconoce, pero da un respingo al escuchar mi voz. Algo sacude su intelecto,
mucho más despierto de lo que la gente piensa. Su figurada estolidez es, quizá,
la causa principal de que continúe trabajando para la empresa después de mi
“muerte”. De haber sido considerado un peligro potencial, a estas alturas
alguien ya habría tomado la decisión de prescindir de sus servicios.
-¿Quién
eres? –pregunta, sin retirar la mano de su sobaquera, donde sé que guarda la
pistola.
-Soy
Hugo. Hugo Kingsman.
Frunce
el ceño y clava su mirada en mis ojos. Su rostro adopta una expresión de
especulativa perplejidad rompiendo durante unos segundos su habitual impavidez.
Se detiene un momento en las cicatrices que me dejó la paliza de Rothko, medio
ocultas por la espesa barba rubia que me he dejado crecer. Después, desciende
hasta mis piernas, delgadas e invisibles bajo los anchos pantalones de pana que
llevo, pero firmes sobre el suelo.
-¿Usted?
Usted no puede ser quien dice. El señor Kingsman está muerto.
-¿Sí,
Roberto? ¿Y cómo morí? Tengo curiosidad por saberlo.
Mi
chófer vacila un instante al escuchar mi voz de nuevo. Finalmente hace lo que
suponía que iba a hacer desde el primer momento. Saca su pistola y me apunta
con ella.
-Si
es usted mi jefe, debería recordar cómo se llamaba el chico al que perdonó la
vida en mi presencia, la última vez que nos vimos.
-Claro,
Roberto. Lo recuerdo perfectamente. Pobre chico, creo que dijo que tenía un
hijo o una hija… una niña de tres años. Tiene veintiún años y estaba ahorrando
para casarse. ¿Verdad?
-¿Cómo
se llamaba? –vuelve a preguntar, aunque esta vez su voz suena teñida de
emoción. El brazo que sostiene el arma empieza a bajar y ya no me apunta a mí. En
su fuero interno, y a pesar de lo extraño de la situación, está convencido de
que digo la verdad, aunque no sea capaz de explicárselo.
-Javier
Pulido. Ese era su nombre. O es su nombre, ya que respeté su vida, tal y como
le prometí.
-Hizo
usted bien, jefe. Es un buen chico, y, quizá, ahora sea su mejor posibilidad
para seguir con vida –dice bajando la pistola y volviéndola a guardar en su
funda. Luego lanza una mirada alrededor, sobre todo a las ventanas del edificio
donde están (estaban) mis oficinas y me dice en tono imperioso-. Rápido, suba
al coche. Será mejor que salgamos de aquí.
Me
observa caminar hacia la puerta, todavía con gesto de asombro. Él no era más
que un empleado secundario, no tenía acceso a la información relativa a mis
proyectos, y menos aún a mis planes para someterme a la operación que me ha
devuelto las piernas, así que su sorpresa debe ser mayúscula.
Me
abre la puerta trasera, como solía hacer antaño, aunque esta vez sin bajar la
plataforma para la silla de ruedas. Después, cierra de un portazo y arranca el
coche. No parece asustado, pero se mueve con rapidez, lo que significa que
corremos peligro.
-¿Tiene
algún sitio adónde ir, jefe?
-Ahora
mismo soy un sintecho, Roberto. Y no hace falta que me sigas llamando jefe.
Técnicamente no existo siquiera, así que no puedo tener empleados.
Roberto
sonríe bajo su bigote. Es la primera vez que le veo hacerlo.
-Bueno,
jefe, quedará entre nosotros, si le parece. Y, ya que no tiene alojamiento,
espero que no le importe que le consiga uno.
-¿Tu
casa? ¿Dónde vives? Nunca llegué a preguntártelo.
-Mi
casa no. Está vigilada. O lo estará, en cuanto dé usted señales de vida. Será
el primer lugar en el que piensen. Conozco un sitio mejor, de un amigo mío. O,
mejor dicho, nuestro. De hecho, le debe a usted la vida; no se me ocurre mejor
recomendación que esa.
-¿Un
amigo? ¿Qué amigo?
-Usted
sabe quién es, jefe. Se llama Javier Pulido.
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