domingo, 21 de julio de 2024

Capítulo 38. ¿Quién lo iba a decir?

 



Javier, el único superviviente de la granja de cerdos. Ahora me alegro de haberlo dejado con vida. No lo hice por ninguna razón en especial. Cuando imparto un correctivo entre mis hombres acostumbro a indultar a uno de ellos, normalmente al más imbécil. Es un mensaje. Viene a decir algo así como que soy yo el que decido quién vive y quién muere.

Por lo que me cuenta Roberto, en estos últimos meses se ha convertido en una especie de amigo suyo. Casi como un hijo, o un hermano pequeño. Al parecer, el chico me guarda un singular aprecio por la simple razón de no haber apretado el gatillo. Quizá en otros tiempos me habría inquietado esta amistad, pero no nos engañemos, en estos momentos no estoy en posición de escoger aliados. Si el chico es leal, el chico me sirve.

Aunque no me lo pide, le explico a Roberto la razón de que ahora pueda caminar. Después de un breve resumen, mi chófer asiente sin cuestionar nada. Ha regresado a su silencio imperturbable.

Poco antes de llegar, lo rompe con una pregunta. No llega a ser pregunta, en realidad. Solo una frase inacabada que deja en mis manos la decisión de responderla o no.

-Esos chicos… los de antes…

-Fui yo –le digo mostrándole mi pistola, un recuerdo de Ucrania-. Me despertaron en mitad de la noche. Odio que me despierten.

El chico vive en un arrabal de Madrid cercano a Vallecas. Es un barrio humilde, formado por edificios de paredes agrietadas y ventanas desnudas, algunas desprovistas del aditamento de un marco. Roberto no despega los labios durante el resto del trayecto, pero puedo imaginar lo que debe estar pensando en este momento. Cómo demonios va a explicar la situación a su amigo Javier. Cuando aparca la limusina (volver a viajar en una ha supuesto para mí un baño de recuerdos y reflexiones: no hace ni cinco meses disponía de una flota de vehículos como este, algunos incluso más lujosos. Ahora, en cambio, me resulta extraño el contacto de la piel que cubre los asientos, el olor a limpio, el soberbio acabado del habitáculo, la suavidad aterciopelada de las alfombrillas sobre las que apoyo por primera vez mis pies), me pide en tono preocupado:

-Espere un minuto aquí, jefe. –No lo dice, pero se nota que le preocupa mi aspecto-. Debo informarle de que está usted aquí…

Yo ya he salido del coche. Me cruzo de brazos y le dirijo una mirada torcida.  

-Vamos, ve delante. Yo te sigo.

Roberto reprime un suspiro e inicia la marcha, que se detiene frente al edificio más ruinoso que hay en la calle. La entrada, un marco sin puerta, parece bostezar al vernos. El interior es una fosa oscura y sucia, que hiede a chinches y a sudor viejo. Sin ascensor, por supuesto.

-Vive en el último piso –me advierte.

-Estupendo. Si me descubren podré escapar por los tejados –le respondo en tono irónico. Aunque después lo pienso mejor y llego a la conclusión de que no es una idea tan descabellada.

Mientras subimos, mi chófer contacta con él desde su móvil. Una conversación breve en la que se escucha alguna interjección de sorpresa seguida de un murmullo de asentimientos. No habrá problema. De hecho, Javier nos está aguardando junto a la puerta abierta de su cuchitril cuando por fin llegamos arriba. A causa del esfuerzo, jadeo como un perro y tengo el rostro bañado en sudor. Decididamente, no estoy nada en forma.

-Buenos días, señor… -me mira sorprendido y luego sus ojos se desplazan hasta mis piernas, que tiemblan de agotamiento. Han sido cinco pisos.

-Es una larga historia, Javi. Y este no es el mejor lugar para contarla.

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