Javier,
el único superviviente de la granja de cerdos. Ahora me alegro de haberlo
dejado con vida. No lo hice por ninguna razón en especial. Cuando imparto un
correctivo entre mis hombres acostumbro a indultar a uno de ellos, normalmente
al más imbécil. Es un mensaje. Viene
a decir algo así como que soy yo el que decido quién vive y quién muere.
Por
lo que me cuenta Roberto, en estos últimos meses se ha convertido en una
especie de amigo suyo. Casi como un hijo, o un hermano pequeño. Al parecer, el
chico me guarda un singular aprecio por la simple razón de no haber apretado el
gatillo. Quizá en otros tiempos me habría inquietado esta amistad, pero no nos
engañemos, en estos momentos no estoy en posición de escoger aliados. Si el
chico es leal, el chico me sirve.
Aunque
no me lo pide, le explico a Roberto la razón de que ahora pueda caminar. Después
de un breve resumen, mi chófer asiente sin cuestionar nada. Ha regresado a su
silencio imperturbable.
Poco
antes de llegar, lo rompe con una pregunta. No llega a ser pregunta, en
realidad. Solo una frase inacabada que deja en mis manos la decisión de
responderla o no.
-Esos
chicos… los de antes…
-Fui
yo –le digo mostrándole mi pistola, un recuerdo de Ucrania-. Me despertaron en
mitad de la noche. Odio que me
despierten.
El
chico vive en un arrabal de Madrid cercano a Vallecas. Es un barrio humilde,
formado por edificios de paredes agrietadas y ventanas desnudas, algunas
desprovistas del aditamento de un marco. Roberto no despega los labios durante
el resto del trayecto, pero puedo imaginar lo que debe estar pensando en este
momento. Cómo demonios va a explicar la situación a su amigo Javier. Cuando
aparca la limusina (volver a viajar en una ha supuesto para mí un baño de
recuerdos y reflexiones: no hace ni cinco meses disponía de una flota de
vehículos como este, algunos incluso más lujosos. Ahora, en cambio, me resulta extraño
el contacto de la piel que cubre los asientos, el olor a limpio, el soberbio
acabado del habitáculo, la suavidad aterciopelada de las alfombrillas sobre las
que apoyo por primera vez mis pies), me pide en tono preocupado:
-Espere
un minuto aquí, jefe. –No lo dice, pero se nota que le preocupa mi aspecto-.
Debo informarle de que está usted aquí…
Yo
ya he salido del coche. Me cruzo de brazos y le dirijo una mirada torcida.
-Vamos,
ve delante. Yo te sigo.
Roberto
reprime un suspiro e inicia la marcha, que se detiene frente al edificio más
ruinoso que hay en la calle. La entrada, un marco sin puerta, parece bostezar
al vernos. El interior es una fosa oscura y sucia, que hiede a chinches y a
sudor viejo. Sin ascensor, por supuesto.
-Vive
en el último piso –me advierte.
-Estupendo.
Si me descubren podré escapar por los tejados –le respondo en tono irónico.
Aunque después lo pienso mejor y llego a la conclusión de que no es una idea
tan descabellada.
Mientras
subimos, mi chófer contacta con él desde su móvil. Una conversación breve en la
que se escucha alguna interjección de sorpresa seguida de un murmullo de
asentimientos. No habrá problema. De hecho, Javier nos está aguardando junto a
la puerta abierta de su cuchitril cuando por fin llegamos arriba. A causa del
esfuerzo, jadeo como un perro y tengo el rostro bañado en sudor. Decididamente,
no estoy nada en forma.
-Buenos
días, señor… -me mira sorprendido y luego sus ojos se desplazan hasta mis
piernas, que tiemblan de agotamiento. Han sido cinco pisos.
-Es
una larga historia, Javi. Y este no es el mejor lugar para contarla.
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