En
pocos minutos les pongo en antecedentes, sin entrar en demasiados detalles. Les
cuento lo de mi operación, lo del secuestro en el hospital y mi posterior huida
de Ucrania en mitad de la guerra, la odisea que sufrí hasta llegar a España…
todo lo importante, pero no pueden entenderlo. Tampoco es mi deseo que lo
hagan, basta con que sepan lo que he vivido en los últimos meses, y adónde
estoy dispuesto a llegar. Voy a necesitar su ayuda, si quiero tener alguna opción.
A
mitad de mi soliloquio llega de la calle una mujer joven cargada de bolsas con
productos de supermercado. Debe contar unos veinte años como mucho y, sin
embargo, es notorio que hace tiempo que dejó atrás la frescura de la juventud. Tiene
la piel estropeada por el abuso de maquillaje y los dientes amarillean a causa
del tabaco y el alcohol. Deduzco que se trata de la chica con la que Javier me
confesó que aspiraba casarse.
Al
vernos, se queda en la puerta, indecisa. Dirige una mirada a su novio, pero
este le hace una señal tranquilizadora para que se acerque.
-Te
presento a Estefanía. Es de fiar.
Estefanía,
que viste unos pantalones ajustados de color verde, tacones altos y camisa
floreada abiertamente escotada, no dice nada. Solo me mira a mí, el intruso con
aspecto de vagabundo que su marido ha sentado a la mesa.
-Creo
recordar que me dijiste algo sobre una hija, ¿o me equivoco? –pregunto a
Javier.
La
mujeruca da un respingo y abre mucho los ojos, que ahora parecen querer salirse
de sus órbitas.
-Sí,
Andrea…
-¿Qué
tienes tú qué decir de mi hija? –espeta Estefanía, dejando caer las bolsas al
suelo. Se escucha un estrépito de cristales; algo ha debido romperse en su
interior.
-Nada,
realmente. Solo preguntaba por cortesía.
-Tranqui,
nena –tercia el chico-. Ya te he dicho que es de fiar –me dirige una mirada apresurada
en la que observo un tono de disculpa-. Le debo la vida a este hombre.
La
mujer palidece. Su expresión refleja ahora sorpresa y cierta incredulidad que
se borra al comprobar que Roberto asiente a las palabras de su marido.
-¿Tú
también lo conoces? No me fío de este… -le pregunta a mi chófer, mientras señala
a su marido con la cabeza.
-Sí.
Es mi jefe, y también el de Javier. Y lo que te dice es cierto: le salvó la
vida.
Entonces
la mujer se ruboriza y agacha la cabeza.
-Perdone
usted… pero es que… con esas pintas… Además, al escucharle preguntar por mi
hija me ha dado un repelús.
-Se
la llevaron los de asuntos sociales. Una zorra hija de puta empeñada en que no
la cuidábamos como es debido. Y todo porque se me pasó matricularla en el cole
–añade Javier, enfurruñado-. Si es muy pequeña, coño.
Adivino
que hay algo más de lo que dice Javier, pero no necesito indagar más en ese
asunto. He encontrado lo que buscaba.
-Ya
veo. Está bien, escuchadme. Como ya sabéis, me encuentro en un aprieto.
Necesito recuperar lo que me pertenece, pero no puedo presentarme sin más.
Sospecho que no duraría mucho si el ruso descubriese que sigo vivo. Así que
vais a ayudarme. No será mucho lo que precise de vosotros, solo un par de
cosas, incluido el alojamiento. Quizá os cause algunas molestias durante unos
días, y hasta es posible que llegue a ser peligroso, si llegase a saberse que
estoy aquí antes de recuperar mi estatus. Pero os prometo una cosa: en cuanto
vuelva a ocupar La Torre, me aseguraré de que os devuelvan a vuestra hija. Y jamás
volverá a faltaros de nada.
Pasan
varios segundos antes de que nadie abra la boca. Finalmente es el chico quien
reacciona a mi petición:
-Por
mi parte puede quedarse con nosotros el tiempo que necesite. Nunca olvidaré que
sigo vivo gracias a usted. –Vuelve la cabeza hacia su mujer-. Solo tiene que
decirnos lo que hay que hacer.
Roberto
observa la escena, complacido. Estefanía, por su parte, parece resignada,
aunque no me fío de ella.
Pero
¿qué puedo hacer? Es lo que tengo. Es lo que hay. Y no puedo negar que es mucho
más de lo que esperaba encontrar. Así que solo toca pensar en mañana, y en el
trabajo que queda por hacer.
Escucha,
abogado. Escucha bien cómo redoblan las campanas, hijo de puta.
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