Como
suponía, Elsa Bloch no abre la boca. De todas formas, el joven, su prometido,
se percata de que ha sucedido algo extraño, ya que le dirige una mirada de
sorpresa cuando acude a la puerta de la limusina para recogerla.
-Félicitations, mon ami, pour votre prochain
mariage –le saludo, con una sonrisa.
Su
gesto de sorpresa da paso a la indignación. Creo que va a soltar alguna
expresión injuriosa, pero Elsa consigue que se calme y lo aleja de allí, no sin
antes dirigirme una última mirada de terror.
-¿Todo
bien, jefe? –me pregunta Carlos.
-Todo
perfecto. Vamos, ayudadme a llegar a mi habitación. Necesito descansar.
Un
guardia de seguridad está discutiendo con un desharrapado que deshoja un
periódico sentado en el suelo, junto a la entrada del hospital. Discuten en
francés y luego en romanche. Por fin, el viejo accede a levantarse y abandonar
el sitio, no sin antes dedicarle un rosario de apóstrofes que el vigilante
digiere con total estoicismo.
Ya
se aleja cuando, de improviso, se da la vuelta y clava su mirada en nosotros.
Ha adivinado que somos, probablemente, la causa de su desahucio. Me recuerda a
un animal salvaje. No hace falta ser un genio para colegir que ese hombre nos
odia en este instante con toda su alma.
La
habitación está a mi gusto. Se ha ordenado la evacuación completa de esta ala
de hospital, tal y como pedí.
El
hospital universitario de Lausana no se distingue precisamente por su moderno
diseño, pero está considerado como uno de los mejores del mundo. Cuenta con instalaciones
punteras en Europa, y sus grupos de investigación están a la vanguardia en neurología,
en parte gracias a mis aportaciones.
Mi
habitación no es una suite del Palace, pero me proporciona privacidad y algunas
comodidades extras. Por supuesto, la comida es una de ellas. Nunca he soportado
la cocina de los hospitales, me recuerdan demasiado a episodios de mi vida que
prefiero mantener enterrados.
-¿Deseas
que me quede contigo, jefe? –me pregunta Carlos, que no se decide a marcharse.
-¿Por
qué cojones habría de querer eso? –le espeto, irritado. Luego, rebajando algo
mi brusquedad inicial, añado-: Tal y como acordamos, tú ocuparás la habitación
que hay enfrente. Acomódate como puedas. Solo te pido que tengas el móvil siempre
encendido y a mano. Tú, José María, puedes hospedarte en el hotel que hay a dos
calles de aquí. No es muy cómodo, según tengo entendido, pero así estarás más
accesible en caso de que te necesite para algo.
Los
dos se miran, indecisos aún. Eso termina por cabrearme.
-Largaos
de una puta vez.
Se
marchan en silencio. Me quedo solo, que es lo que quería. Necesito reflexionar.
¿Por
qué he amenazado a Elsa Bloch? Intento convencerme de que ha sido para
asegurarme su cooperación. Evitar que se relaje. Sé que para ella el dinero no
es importante, si no está destinado a financiar su investigación. Es difícil
comprar a las Elsas de este mundo. Se les debe persuadir de otras formas, porque
igualmente todas esas “Elsas” tienen algo que perder.
¿Pero
es esa la razón por la que le he hecho daño? ¿Es la única razón?
No,
no lo es.
Me
ha gustado hacerlo, esa es la verdad.
La
expresión aterrorizada de esos ojos que minutos antes mostraban una actitud
altanera e insobornable. El reto de doblegarla, mi victoria sobre un espíritu
indomable, seguro de sí mismo. Me ha gustado, sí. Lo he disfrutado.
No
lo había planeado, lo que ha ocurrido ha sido fruto de una improvisación, una,
quizá, inspiración de última hora. De todas formas, creo que a partir de este
momento la señora Bloch, eminente científica, laureada doctora en Medicina,
pensará mucho en mí.
Esta
noche, ahora mismo, Elsa me tiene en su mente.
La
noche.
Ha
llegado. Un manto gris de neblina desciende sobre las calles de Lausana,
cubriéndolas como una gasa fría y etérea.
Pediré
la cena, pero antes me daré un baño.
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