sábado, 8 de junio de 2024

Capítulo 34. El Renacido

 



El resto del viaje hasta Polonia transcurrió sin sobresaltos importantes. Tuve que abandonar el camión poco después de dejar Leópolis, a ochenta y cinco kilómetros de la frontera. Demasiados controles, la mayoría ucranianos, que al parecer intentaban evitar la huida del país de los hombres en edad de luchar.

Fui testigo de cómo un grupo de soldados registraba una maltrecha furgoneta conducida por una mujer embarazada. Buscaban al padre de la criatura, que viajaba en la parte trasera camuflado en el interior de un baúl lleno de ropa. Lo sacaron a rastras entre los lamentos de su esposa, una muchacha que no contaría aún los veinte años, y lo abofetearon, antes de obligarlo a desnudarse y enfundarle el uniforme.

Por fortuna, eso ocurrió cinco vehículos antes del mío, lo que me dio la oportunidad de escapar por la parte trasera del camión. La mujer que conducía el turismo que circulaba detrás de mí abrió los ojos, asustada y sorprendida, pero me bastó señalar mi fusil y a la niña que viajaba a su lado para que guardara silencio.

Me interné en un bosquecillo cercano y caminé durante más de veinte horas, orientándome por la trayectoria del sol. El móvil robado a Vasily había muerto hacía tiempo, y no podía servirme ya de ayuda, así que lo arrojé al suelo y lo aplasté con mi bota para evitar que alguien pudiera localizarme a través de él. No era probable, dado el caos que reinaba en el país, que nadie anduviera buscándome, y menos considerando el poco tiempo transcurrido desde que abandoné su cadáver, a pocos kilómetros de Kiev, pero no quise pecar de confiado tan cerca del final de mi viaje.

Era de nuevo noche cerrada cuando por fin llegué al paso fronterizo de Medyka. Los visores nocturnos robados a los soldados de Borodianka me resultaron de gran ayuda, ya que me proporcionaron una panorámica privilegiada de la situación a pesar de la oscuridad. Una multitud de vehículos se había concentrado en la entrada generando un atasco de varios kilómetros. Por suerte, no había controles. Imaginé que los soldados encargados de examinar los vehículos se encontraban en otros puntos más retrasados, como el que yo había evitado a la salida de Leópolis.

La cerca exterior, por donde había planeado introducirme, se me antojaba ahora inexpugnable. Se trataba de una doble valla, no tan alta como las que había visto una vez en Ceuta, pero estrechamente controlada. Pude ver un soldado polaco, al menos cada diez metros. Además, aún me encontraba demasiado débil y agotado a consecuencia de la larga caminata a través del bosque.

Finalmente, tuve la feliz idea de colarme en un pequeño camión cargado de muebles. Para ello me vi obligado a abandonar mi escaso equipaje, incluido el fusil. Me permití, no obstante, quedarme con las gafas, que aún conservo a modo de lúgubre recordatorio. Detrás de un taquillón que hedía a moho y papel viejo, me acomodé en cuclillas, soportando como pude el dolor de las piernas y aguardé a que amaneciera.

Cinco horas después, entraba en Polonia, libre al fin.

 

El trayecto hasta España prefiero olvidarlo. Reseñaré tan solo que me vi obligado a hacer y decir cosas repugnantes. Robé a punta de navaja en una gasolinera a una dependiente histérica que atendía a un grupo de chavales franceses en viaje de estudio. Huelga decir que también saqueé las escuálidas carteras de los críos, sin remordimiento alguno, convencido de que sus papás no tardarían en volverlas a llenar en cuanto fueran conocedores del hecho. Pernocté en sucios hostales plagados de cucarachas, provistos de camas húmedas y suelos pegajosos que en otros tiempos no hubiera osado ni rozar con la punta del pie.

Hoy, ahora, estoy de nuevo en Madrid, muy cerca del edificio que una vez constituyó mi base principal. Sé que no puedo ni debo entrar sin más. Estoy muerto a efectos legales y también a efectos materiales. Sé, sin el menor asomo de duda, que si doy un paso en el interior de este edificio que es mío, estaré muerto de verdad en menos tiempo del que tardo en contarlo.

No, a pesar de que ardo de impaciencia por recuperar lo que me pertenece y pagar mis facturas pendientes, debo ser inteligente esta vez y aprovechar la ventaja que el azar y la astucia me han proporcionado. Mi propia inexistencia.

lunes, 27 de mayo de 2024

Capítulo 33. Cuestión de prioridades

 



El bulto gime de dolor. Le dirijo una mirada rápida, ya que estoy esperando la llegada del grandullón, pero es suficiente para confirmar mis sospechas. Se trata de una mujer. Joven, casi una niña, a juzgar por su voz y su tamaño. No pierdo el tiempo con ella. Repto hacia el muerto y le sustraigo las gafas de visión nocturna. Después lo empujo detrás de la puerta, a sabiendas de que será el primer lugar que compruebe el mercenario. Luego me escondo al otro lado del mostrador, junto al bulto de la muchacha, que me servirá de escudo en caso de que decida disparar primero y preguntar después.

Y hago bien, porque una larga ráfaga precede la entrada del militar. Algunas de sus balas impactan en el cuerpo de su superior, al que yo creía muerto. Un gemido prolongado, su último estertor, me informan de que me equivocaba.

No me ha visto. Aprovecho su pausa para recargar, le apunto al cuerpo, rogando para que aún me quede munición en el arma, y aprieto el gatillo: KA-PA-KA-PA-KA-PA. El grandullón también cae, en el mismo umbral de la puerta de la gasolinera.

-Por favor… ayuda… -se lamenta el bulto que hay a mi lado.

Me arrastro hasta el soldado al que acabo de tirotear para comprobar que está muerto. No lo estaba. Tengo que dispararle de nuevo, esta vez a la cabeza, que rebota contra el suelo a consecuencia del impacto. La mitad de su cara, todavía protegida por el casco y las gafas de visión nocturna, desaparece. Después me asomo a la ventana más cercana y vigilo durante unos minutos. Nada se mueve, nadie se acerca. Estamos solos.

Ahora sí, me intereso por la muchacha; necesito información.

-¿Quién eres tú? ¿Quiénes eran ellos? ¿Qué hacían aquí?

-Socorro… Mi hermana… -me suplica, dirigiendo su mirada a la parte de atrás del mostrador.

Allí hay una niña, de unos ocho años aproximadamente, completamente desnuda. Las piernas abiertas, separadas, los muslos ensangrentados. No le veo la cara, cubierta de sangre y porquería. Está muerta.

-Ayuda…

Se ha quitado la manta mugrienta que la cubre y ahora puedo ver su cuerpo, tan maltratado como el de su hermana. No debe haber cumplido los catorce años. Ni siquiera puedo imaginarme su historia. Es probable que los mercenarios que acabo de ejecutar las hayan secuestrado de su casa, o que sean las supervivientes de algún ataque furtivo en la ciudad. O quizá, simplemente, tuvieron la mala suerte de pasar por allí. Es probable que sus padres hayan muerto, igual que su hermana. Así es la guerra.

He cambiado de idea. La chica no me es útil. Y tampoco creo que esté en condiciones de proporcionarme ninguna información de valor.

-Ayuda… Por favor.

Registro los cuerpos de los soldados muertos y me incauto de munición y algo de comida que llevaban encima. Dejo el dinero. No creo que me sirva de nada a partir de ahora. Luego abandono aquel edificio infausto y regreso a mi camión. Esta vez, puedo repostar sin problemas. Lleno el tanque y salgo pitando de allí.

Rodearé Borodianka, la ciudad maldita, y continuaré viaje hasta la frontera con Polonia. Esta vez, sin paradas. Luego encontraré la forma de regresar a España, a Madrid.

Luego…

Luego llegará el momento de ajustar cuentas.

jueves, 9 de mayo de 2024

Capítulo 32. Mercenarios o comadrejas

 


 

El camión es un viejo Nissan con más de treinta años. La ballesta cruje como un demonio cada vez que hundo sus ruedas en cualquiera de los socavones que cubren la maltrecha calzada. A pesar de todo, el viaje transcurre sin incidencias hasta Borodianka.

A medida que avanza la noche, el aire comienza a llenarse de los familiares ecos de los bombardeos. El estruendo proviene de Kiev, que está siendo acometida por el ejército ruso. Si cae esta noche, el resto del país también caerá, como un castillo de naipes arrastrado por el viento. Da igual. Gente que mata a gente… ¿Qué importan estos o aquellos?

Espigas de trigo amarilleando el suelo. Gotas de lluvia cayendo en el océano. Césped recién cortado sobre la hierba.

Pero no me gusta. Es peligroso. Aunque el frente está ahora en Kiev, el ruso es un ejército indisciplinado, mercenario, sin honor. Podría encontrarme con batallones sueltos, con algún lobo solitario, y yo estoy débil e inerme. Anatoly no tenía en sus bolsillos más que un teléfono móvil y un puñado de grivnas, que ya he juntado con el dinero que encontré entre las ropas de los dos viejos de Fontanka.

El móvil está desbloqueado. Podría intentar una llamada a España, pero no lo haré hasta no estar seguro de quién o quiénes me traicionaron. Eso, con suerte, sucederá muy pronto. Mientras tanto, solo me queda la opción de sobrevivir, sea como sea.

Llego a Borodianka. Maldita ciudad. Maldita. Tengo que detenerme porque el chivato de la reserva está encendido desde Kiev. Calculo que me queda gasolina para treinta o cuarenta kilómetros como mucho.

A la entrada de esta ciudad, que no es más que una calle hipertrofiada, encuentro una gasolinera que aún permanece en pie. Es noche cerrada, y no se observa movimiento por los alrededores. A pesar de todo, detengo el camión y apago el motor y las luces. Bajo el cristal y aguzo el oído, pero solo me llega el retumbar de las bombas que arrecian sobre la capital. Me separan sesenta kilómetros, pero da la sensación de que estuvieran cayendo allí mismo.

No me queda más remedio que intentarlo, si no quiero renunciar al camión. Arranco de nuevo y avanzo hasta situarme junto a uno de los surtidores. No espero que venga nadie a atenderme, es más que obvio que el lugar lleva abandonado algún tiempo. Quizá ni siquiera queda gasolina en los depósitos.

El grito, más bien jadeo, llega a mis oídos en el preciso instante en el que extraigo la manguera. Proviene del interior de la gasolinera, una construcción muy similar a cualquiera de las que se pueden encontrar en España.

¿Qué hacer? El sonido que acabo de escuchar resulta poco tranquilizador. Podría tratarse de un grupo de soldados ensañándose con alguna desventurada, o algo peor. Tengo que salir de allí.

Pero en el momento en que vuelvo a dejar la manguera en su sitio, noto en mi nuca el frío contacto de un cañón.

-El menor movimiento y eres hombre muerto –me ordena alguien en perfecto ruso.

-Has sido muy silencioso.

-¿De verdad? –replica con sarcasmo. Y añade en tono más perentorio-: ¡Camina, vamos!

Me conduce al interior de la tienda, cuya puerta se abre de improviso. Una cabeza de la que solo puedo distinguir un casco y unas gruesas gafas nocturnas nos hace signos para que entremos. Nada más atravesar el umbral, recibo una fuerte patada en la espalda que me arroja al suelo.

-Sois muy amables.

-Cállate, imbécil –contesta mi captor. Es un hombre alto y de complexión fuerte. Es lo único que puedo ver de él, ya que tiene el rostro totalmente cubierto como su compañero.

Son dos. Tienen el uniforme gastado y las botas sucias, agujereadas. Además, no llevan insignias ni galones. Mercenarios. Probablemente desertores.

-¿Quién eres? –me pregunta el que nos ha abierto la puerta, varios centímetros más bajo que su compañero. A pesar de ello, su voz chillona y autoritaria me hace pensar que es quien lleva la voz cantante en esa sociedad.

-Un civil que huye, nada más.

-¿Estás solo?

-Sí. Intento llegar a la frontera con Polonia. –Señalo al exterior con la cabeza-. Ese de ahí fuera es mi camión. Registradlo, si queréis, está vacío.

En ese momento se oye un gemido. Hay alguien más con nosotros.

Intento volverme, pero solo alcanzo a ver una sombra, un bulto pequeño que tiembla junto al mostrador de la tienda. La bota del grandullón me obliga a quedarme quieto con una patada en el estómago.

-Eso no te incumbe –me espeta el jefe. Luego, dirigiéndose a su compañero-. Comprueba si es cierto lo que dice sobre el camión. ¿Y las llaves?

-En el contacto.

El grandullón sale de la tienda, dejándome a solas con su superior y el bulto tembloroso del suelo.  

-¿Sois desertores?

-Calla la boca, si quieres vivir.

Suelto una carcajada que el soldado recibe con sorpresa. Se levanta las gafas y puedo verle los ojos. Son de comadreja. Astutos y serviles.

-¿De qué me va a servir? Vais a matarme igual. Sois mercenarios de Wagner, ¿verdad? Carniceros a sueldo…

El soldado reacciona como yo esperaba. Levanta su fusil, un AK-12 de asalto, y trata de golpearme en la cabeza. En cuanto se halla a mi alcance lo sujeto con las dos manos, apartando de mí el cañón, y tiro con todas mis fuerzas.

-¡Cerdo! –protesta, al verse desarmado-. Entonces se vuelve hacia la puerta, no sé si con intención de huir o de avisar a su compañero.

Evidentemente, no puedo permitirlo.

Desde el suelo, le envío una ráfaga. La comadreja ejecuta un baile acrobático y se desploma como un muñeco desinflado.  

miércoles, 1 de mayo de 2024

Capítulo 31. Qué bello es vivir

 


El viaje termina para Anatoly –así se llama el infeliz conductor- cuando dejamos de ver los últimos tejados de Kiev.

Casualmente, nada más abandonar la ciudad me entran unas ganas terribles de mear. Escojo un tramo de carretera de aspecto apocalíptico y le ruego a Anatoly que detenga el camión. No parece muy convencido. Recibe mi propuesta con un mohín de desagrado, pero no encuentra ninguna excusa para negarse a atender mi petición.

Los bombardeos han hecho estragos en la calzada, repleta de cráteres de tamaño irregular. El lugar elegido se encuentra rodeado de casas semiderruidas y campos de trigo calcinados. No hay un alma a la vista.

Si la hubiera, tampoco me importaría.

-Lo siento mucho –me disculpo al bajar del camión.  

-No hay problema, amigo, pero dese prisa –responde, vigilando el cielo. Creo que se arrepiente de haber aceptado mi propuesta. Son las cinco de la tarde y el sol ya comienza a declinar.

Camino unos metros de modo errático, como si anduviera buscando el lugar adecuado, y en cuanto me pierde de vista rodeo completamente el camión para situarme de nuevo junto a la puerta del conductor. Veo su brazo, asomando por la ventana, pero él no me ve a mí. Está silbando una tonada que acompaña de ridículos canturreos. Debe ser alguna canción popular ucraniana.

Creo haber dicho en alguna parte que durante estos años me he dedicado a ejercitar mis brazos. Una manera de compensar mi invalidez, supongo. Trabajo intenso, duro, constante, que hoy por fin da sus frutos.

Sinceramente, dudo que existan muchas personas en el mundo capaces estrangular a un varón adulto con una sola mano.

Pagaría por saber lo que pasa por la cabeza de este hombre durante el minuto largo que dura su agonía. Sus ojos permanecen clavados en los míos todo el tiempo. Por ellos desfilan la sorpresa, la incredulidad, el miedo y, al final, una cruda resignación. Yo no aparto la mirada en ningún momento, tratando de desentrañar esos últimos instantes de vida.

No me considero un sádico. De hecho, me desagrada profundamente matar a una persona, salvo que sea necesario. La tortura tampoco me satisface. Es un recurso. Un recurso útil, la mayoría de las veces. Forma parte del trabajo.

Pero he de confesar que siempre he sentido curiosidad por esos postreros momentos en los que la persona sabe, tiene la certeza absoluta, de que va a morir. Se ha dicho que tu vida entera pasa ante tus ojos, como una película de cine. Yo siempre he pensado que eso no son más que gilipolleces románticas. En la mente de este pobre hombre solo está mi cara, mi mano, mis ojos, el deseo de vivir, la incapacidad de luchar. Solo eso, y nada más.

Cuando todo termina, arrojo su cuerpo a la cuneta más cercana. Me ha costado un poco bajarlo. Mis brazos no pueden compensar del todo la debilidad de mis piernas, todavía atrofiadas por el largo período de inactividad. Antes de regresar al camión, con el que espero alcanzar Polonia, me veo obligado a descansar junto a la puerta abierta. A pesar del frío (cómo echo de menos la calidez de mi país), un pegajoso chorrete de sudor me recorre la espalda hasta humedecer mi ropa interior. En otra época me habría causado malestar, pero los acontecimientos de las últimas semanas han hecho de mí una persona más paciente.

lunes, 22 de abril de 2024

Capítulo 30. Siempre me sorprende la ingenuidad de la gente

 




Despierto con la sensación de haber descansado durante toda una semana. La mujer que se interesó por el estado de Lisa me contempla con su eterna sonrisa, sentada en el suelo del remolque y con la espalda apoyada sobre una caja de cartón que probablemente guarde lo poco que le queda en la vida. Después me entero de que su marido lucha en el frente y que no tiene noticias de él desde hace más de una semana.

Me dice que Lisa ha tomado un poco de pan y unos sorbos de agua de su cantimplora, pero que sigue desconectada. Ya no está en mis brazos, sino que descansa sobre una manta en el suelo. Me acerco a ella y la observo con detenimiento. Creo que hay un cambio en sus ojos, que empieza a reaccionar. Soy consciente de que cuando vuelva en sí tendré un problema, pero ya cruzaré ese puente en su momento.

Hemos avanzado lo suficiente como para dejar atrás lo peor de la guerra, es lo que se comenta en el interior del camión. No han visto tropas rusas desde que salimos de Fontanka, y ahora nos encontramos a pocos kilómetros de Kiev. Es el destino final para la mayoría de mis compañeros de viaje.

Pregunto si alguien tiene planeado continuar camino hasta Polonia. Algunos vuelven la cabeza, otros me miran con extrañeza.

-En Kiev estaremos seguros. No se atreverán a bombardearla. Europa y Estados Unidos no se lo permitirían –me asegura un chico joven que viaja con su esposa y un bebé de meses.

Los demás asienten, dándole la razón. Yo oculto una sonrisa. Me sorprende la ingenuidad de esta gente a pesar de la experiencia vivida. Todavía no quieren aceptar el desastre que se avecina. Muy bien, pronto tendrán que hacerlo.

En cualquier caso, me urge encontrar un medio de transporte, ya que aún nos separan novecientos kilómetros de mi destino. Necesitaré hablar a solas con el conductor en cuanto se detenga.

La niña parpadea y mueve la cabeza en todas direcciones. Después nos mira a todos con sorpresa, deteniéndose finalmente en mí.

-Hola, Lisa. Ya era hora de que regresaras –le digo en el tono más afectuoso que puedo.  

Vuelve a parpadear, y su rostro enrojece de angustia. Está claro que no me reconoce.

Creo que acabo de llegar al dichoso puente. Ahora toca cruzarlo.

-Soy tu tío Iván, el de España, ¿no te acuerdas? Estaba con vosotros cuando cayeron las bombas.

Ella persiste en su silencio. Por su rostro comienzan a rodar gruesas lágrimas que se oscurecen al contacto con su piel tiznada. La mujer que la ha cuidado mientras dormía se apresura a limpiárselas con un pañuelo, más sucio si cabe que el rostro de la niña.

-¿Y mamá…? ¿Y mi hermano?

La miro con gravedad sin contestar, tan solo un leve movimiento negativo de mi cabeza. Ella comprende. Rompe a llorar y se arroja a los brazos de la mujer, que la recibe con gesto conmovido.

Valoro mis opciones. Quizá sea esta una buena oportunidad para deshacerme de la cría. He logrado llegar a Kiev, y no sé lo que me encontraré más adelante, ya que carezco de medios para informarme sobre el estado de la guerra. Podría suponer un estorbo para lo que me resta de viaje.

-Señora –le digo, aprovechando el momento de cercanía-. Por diversas razones yo he proseguir viaje hasta Polonia. Tal y como están las cosas, sería peligroso para la pobre Lisa. Además, necesita descanso y atención médica. ¿Podría usted hacerse cargo de ella temporalmente?

-Pero… no me conoce… ni yo a usted.

-No hace falta. Me parece una buena persona y sé que cuidará de ella. Y sería solo durante pocos días. En cuanto me sea posible regresaré para llevarla a España. Tome, aquí tiene mi teléfono –le digo, apuntándole en un papel el primer número que me viene a la cabeza, junto a mi nombre falso.  

Ella mira a su propia hija, la joven que me ayudó a subir con la niña al camión, que asiente con aire trémulo.

-Supongo… supongo que es lo mejor, dadas las circunstancias. Está bien, señor… -lee la nota que acabo de entregarle- Kovalenko. La cuidaré lo mejor que pueda hasta su vuelta.

-Estoy seguro de ello. Muchas gracias.

Una hora después el camión se detiene y todos comienzan a descender con perezosa lentitud. La mujer me ha proporcionado sus datos de contacto, que yo finjo grabar en mi teléfono móvil. Se llama Halyna no-sé-cuántos. También me presenta a su hija Anna. Un placer en conocerlas, les digo, feliz de poder deshacerme de la niña.

El camión ha estacionado en un arrabal de Kiev, donde aguarda un autobús con el motor en marcha. Imagino que la llegada de refugiados debe ser el pan de cada día y la ciudad ha habilitado transporte para ellos. El conductor me informa que la mayoría serán trasladados a un pabellón deportivo donde se ha organizado una especie de refugio.

-¿Y usted? Dicen que sigue camino hasta la frontera con Polonia.

-Así es. Por esa razón quería pedirle el favor…

-No, no. –El joven parece asustado-. Yo no puedo llevarle más lejos. Debo regresar a Fontanka. Acaban de anunciar nuevos bombardeos en el puerto de Odesa.

-Lo comprendo, pero no me ha entendido. Solo quiero que me lleve al siguiente pueblo, Nyvky. Creo que está a media hora de Kiev. Le pagaré bien, se lo prometo.

El joven vacila durante un breve segundo, pero enseguida veo que su semblante se ha aclarado y en sus ojos ahora brilla el interés. Un dinero fácil, debe estar pensando, que le permitirá comprar ropa y alimentos.

-Pago en euros –le digo para terminar de convencerle.

-Está bien, suba a la cabina antes de que me arrepienta.

-¿Podría ayudarme con mis bártulos? Tengo una herida en la pierna, y todavía me cuesta andar.

-No hay problema –responde con una amplia sonrisa.

Siempre me sorprende la ingenuidad de la gente. De veras.

 

viernes, 12 de abril de 2024

Capítulo 29. Pasajeros de la miseria

 




Tengo que parar. Hemos llegado a las afueras del pueblo, y ahora avanzamos por una carretera secundaria que cruza campo abierto, donde corremos el riesgo ser interceptados por cualquier patrulla del ejército. Mis piernas todavía no están preparadas. Aunque soy capaz de caminar con alguna dificultad, me fatigo enseguida. A ello se suma el peso muerto de la niña que transporto sobre mis hombros.

Me planteo abandonarla allí mismo, junto a la carretera, y adentrarme en el bosque circundante, pero desecho la idea. Sospecho que no llegaría muy lejos. Además, comienzo a intuir que esa niña me ha de ser útil en el futuro, y si en algo confío ahora es en mi propio instinto.

De pronto, llega hasta nosotros el rumor lejano de un vehículo aproximándose. Por el estruendo que produce el motor, debe tratarse de un camión grande. Tomo una decisión rápida, de nuevo, guiado por mi intuición. Me aparto de la carretera para sentarme en el arcén, junto a una roca del camino. Acomodo a la niña entre mis brazos, como si estuviera acunándola, y saco algo de comida y un poco de agua.

Se trata de un camión civil, probablemente cargado de familias que huyen de los bombardeos. Cuando llegan a mi altura, levanto un brazo para pedir ayuda. El conductor reduce la velocidad hasta detenerse del todo al llegar a nuestra altura. Un hombre joven, casi adolescente. Su rostro afilado está cubierto de magulladuras y tiene un ojo amoratado.

-¿Estás solo? –me pregunta, bajando la ventanilla.

-Viajo con mi sobrina enferma.

-No pareces de aquí –me recrimina al escuchar mi acento. 

-Tranquilo, amigo, no soy ningún espía ruso. Nací en Ucrania, pero he vivido en España desde niño. Me alojaba con mi hermana, Herda Kovalenko. –Por fortuna, recuerdo el apellido de la enfermera-. Era la madre de Lisa. Murió durante el bombardeo, junto con el resto de nuestra familia.

Lo he apostado todo a una carta. Si en ese camión viaja algún conocido de Herda, estoy perdido, porque sabrá que no existe el hermano español. Sin embargo, ¿qué salida tengo?

-De acuerdo, podéis subir si queréis. No queda mucho espacio, pero no puedo dejaros aquí. La niña no sobreviviría. Los rusos… no se dedican solo a matar –añade rabioso.

No tengo que pedirle aclaraciones, deduzco que se está refiriendo a las violaciones que suelen cometer la mayoría de los ejércitos cuando invaden un país. Es algo que no ha cambiado con el paso de los siglos.

Alguien me ayuda con la niña. Una chica joven, que afortunadamente no da muestras de reconocerla. Lisa no se inmuta, sus ojos ni siquiera parpadean, y su cuerpo se ha convertido en un trozo de cera flexible, un juguete de plastilina.

-¿Qué le sucede? –me pregunta.

-No lo sé. Está así desde el bombardeo.

-Se le pasará –afirma convencida.

Yo no estoy tan seguro.

En el remolque me toca compartir espacio con otras ocho personas en algo menos de seis metros cuadrados. La mayoría son mujeres con sus hijos pequeños, y veo a un par de ancianos, como los que me encontré en mitad de la calle hace unas horas. Al menos, no pasaré frío.

Hacinado entre esta gente miserable, mientras soporto la pestilencia a sudor y sangre que desprenden, no puedo evitar acordarme de mi lujoso ático en Madrid. Sobre todo, añoro mi cama, mi cama. También me hago preguntas acerca de lo que me espera a mi regreso. Sobre el papel, nada de aquello me pertenece ya. Aunque guardo un as en la manga. Alguien que ha pasado por lo que yo he pasado, sabe que siempre debe haber un plan B. Y yo tengo listo un plan B para mi plan B.

Pero aún queda mucho para llegar a eso.  

-Espero que su hija se recupere –me dice una de las mujeres en tono amable. Debe ser la madre o la hermana mayor de la que me ha ayudado con la niña.

-No es mi hija, sino mi sobrina. Yo también lo espero. Es lo que más preocupa en el mundo en estos momentos.

-Dios velará por ella –me asegura, y esboza una insulsa sonrisa.

En lugar de contestar, cierro los ojos y trato de dormir. Yo también necesito recuperarme.

 

 

jueves, 4 de abril de 2024

Capítulo 28. Catatónica

 



Lo primero que noto es el frío. Por lo que sé, nos hallamos a primeros de marzo, un mes gélido en esta parte de Europa. El calor de la niña, acurrucada sobre mi pecho, proporciona un poco de alivio, pero enseguida me doy cuenta de que tengo que buscar algo de abrigo.

La solución se presenta cuando apenas he recorrido un par de calles. Una pareja de ancianos yace boca arriba en medio de la carretera, todavía cogidos de la mano. Cuando me acerco, descubro que no han muerto a causa del bombardeo; un racimo de orificios de bala recorre ambos cuerpos, desde la cintura hasta la cara. Sus ojos abiertos todavía brillan en mitad de la noche. Por su expresión de sorpresa, deduzco que no han llegado a ver al autor de los disparos.

Por suerte, viajaban abrigados.

Dejo a la niña sobre la acera, y después de echar una ojeada alrededor por si todavía anduviese cerca el autor de los disparos, despojo a los dos viejos de sus anoraks. Aunque perforados, servirán de momento. La niña, Lisa, me contempla en silencio desde una acera cercana, sorbiéndose los mocos. Tiene la mirada perdida. Tanto mejor, si está en shock, no podrá ocasionarme problemas

Después registro sus cuerpos, en los que no encuentro más que papeles sin valor y un puñado de grivnas, la moneda oficial ucraniana. Cuento cuatro billetes de quinientos y dos de mil, al cambio, unos cien euros. En las mochilas, hay comida.

No han sido ladrones comunes, por tanto, sino soldados rusos que probablemente llevaban cierta prisa.

-Toma –le digo a la niña, arrojándole el abrigo de la vieja-. Póntelo.

La niña no responde. Ni siquiera hace ademán de coger la prenda, a pesar de que está tiritando. Solo me observa con sus grandes ojos azules carentes de expresión.

Cuando termino con los ancianos, me acerco a ella y la examino con más atención. Sus pupilas son dos puntos diminutos que parecen dibujados sobre el iris, como los de una muñeca.

Catatónica.

La envuelvo yo mismo en el abrigo y me la echo al hombro, como si fuera un fardo. En estos momentos no deseo perderla, si me tropezara con alguna avanzadilla, esta cría podría serme de gran utilidad. De hecho, su actual estado supone una ventaja. Me permitirá inventar cualquier historia sin miedo a que la niña me desmienta.

Y ahora, ¿qué?

Lo primero, buscar un transporte, el que sea. No llegaremos muy lejos a pie, y no solo por las condiciones atmosféricas. La pareja de ancianos que acabo de desvalijar es la prueba de ello. Por otra parte, la frontera con Polonia está a más de mil trescientos kilómetros de mi posición. Mil trescientos kilómetros de llanura, bosque y pueblos devastados donde podemos encontrarnos tropas de cualquiera de los dos bandos. 

Pero no hay nada a mi alrededor. Las calles permanecen desiertas, ningún vehículo se atreve a aventurarse. Nadie, nada, salvo nosotros, la niña y yo. Echo a andar pegado a las paredes de los edificios que aún se tienen en pie sin dejar de observar a mi alrededor. A causa de mi encierro, no sé mucho sobre los acontecimientos de la guerra, pero sí bastante acerca del comportamiento humano. Por regla general, la gente es estúpida y cobarde. Imagino que, en estos momentos, mientras huimos en mitad de la noche helada, estamos siendo observados por miles de ojos desde las ventanas aparentemente cegadas que nos rodean.

No se atreverán a ayudarnos, y tampoco lo pretendo. Para mí es suficiente que nadie se entrometa.

 

Capítulo 34. El Renacido

  El resto del viaje hasta Polonia transcurrió sin sobresaltos importantes. Tuve que abandonar el camión poco después de dejar Leópolis, a...