Tengo
que parar. Hemos llegado a las afueras del pueblo, y ahora avanzamos por una
carretera secundaria que cruza campo abierto, donde corremos el riesgo ser
interceptados por cualquier patrulla del ejército. Mis piernas todavía no están
preparadas. Aunque soy capaz de caminar con alguna dificultad, me fatigo
enseguida. A ello se suma el peso muerto de la niña que transporto sobre mis
hombros.
Me
planteo abandonarla allí mismo, junto a la carretera, y adentrarme en el bosque
circundante, pero desecho la idea. Sospecho que no llegaría muy lejos. Además, comienzo
a intuir que esa niña me ha de ser útil en el futuro, y si en algo confío ahora
es en mi propio instinto.
De
pronto, llega hasta nosotros el rumor lejano de un vehículo aproximándose. Por
el estruendo que produce el motor, debe tratarse de un camión grande. Tomo una
decisión rápida, de nuevo, guiado por mi intuición. Me aparto de la carretera
para sentarme en el arcén, junto a una roca del camino. Acomodo a la niña entre
mis brazos, como si estuviera acunándola, y saco algo de comida y un poco de
agua.
Se
trata de un camión civil, probablemente cargado de familias que huyen de los
bombardeos. Cuando llegan a mi altura, levanto un brazo para pedir ayuda. El
conductor reduce la velocidad hasta detenerse del todo al llegar a nuestra
altura. Un hombre joven, casi adolescente. Su rostro afilado está
cubierto de magulladuras y tiene un ojo amoratado.
-¿Estás
solo? –me pregunta, bajando la ventanilla.
-Viajo
con mi sobrina enferma.
-No
pareces de aquí –me recrimina al escuchar mi acento.
-Tranquilo,
amigo, no soy ningún espía ruso. Nací en Ucrania, pero he vivido en España
desde niño. Me alojaba con mi hermana, Herda Kovalenko. –Por fortuna, recuerdo el
apellido de la enfermera-. Era la madre de Lisa. Murió durante el bombardeo,
junto con el resto de nuestra familia.
Lo
he apostado todo a una carta. Si en ese camión viaja algún conocido de Herda,
estoy perdido, porque sabrá que no existe el hermano español. Sin embargo, ¿qué
salida tengo?
-De
acuerdo, podéis subir si queréis. No queda mucho espacio, pero no puedo dejaros
aquí. La niña no sobreviviría. Los rusos… no se dedican solo a matar –añade
rabioso.
No
tengo que pedirle aclaraciones, deduzco que se está refiriendo a las
violaciones que suelen cometer la mayoría de los ejércitos cuando invaden un
país. Es algo que no ha cambiado con el paso de los siglos.
Alguien
me ayuda con la niña. Una chica joven, que afortunadamente no da muestras de
reconocerla. Lisa no se inmuta, sus ojos ni siquiera parpadean, y su cuerpo se
ha convertido en un trozo de cera flexible, un juguete de plastilina.
-¿Qué
le sucede? –me pregunta.
-No
lo sé. Está así desde el bombardeo.
-Se
le pasará –afirma convencida.
Yo
no estoy tan seguro.
En
el remolque me toca compartir espacio con otras ocho personas en algo menos de seis
metros cuadrados. La mayoría son mujeres con sus hijos pequeños, y veo a un par
de ancianos, como los que me encontré en mitad de la calle hace unas horas. Al
menos, no pasaré frío.
Hacinado
entre esta gente miserable, mientras soporto la pestilencia a sudor y sangre que
desprenden, no puedo evitar acordarme de mi lujoso ático en Madrid. Sobre todo,
añoro mi cama, mi cama. También me
hago preguntas acerca de lo que me espera a mi regreso. Sobre el papel, nada de
aquello me pertenece ya. Aunque guardo un as en la manga. Alguien que ha pasado
por lo que yo he pasado, sabe que siempre debe haber un plan B. Y yo tengo
listo un plan B para mi plan B.
Pero
aún queda mucho para llegar a eso.
-Espero
que su hija se recupere –me dice una de las mujeres en tono amable. Debe ser la
madre o la hermana mayor de la que me ha ayudado con la niña.
-No
es mi hija, sino mi sobrina. Yo también lo espero. Es lo que más preocupa en el
mundo en estos momentos.
-Dios
velará por ella –me asegura, y esboza una insulsa sonrisa.
En
lugar de contestar, cierro los ojos y trato de dormir. Yo también necesito
recuperarme.
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