Despierto
con la sensación de haber descansado durante toda una semana. La mujer que se
interesó por el estado de Lisa me contempla con su eterna sonrisa, sentada en
el suelo del remolque y con la espalda apoyada sobre una caja de cartón que
probablemente guarde lo poco que le queda en la vida. Después me entero de que
su marido lucha en el frente y que no tiene noticias de él desde hace más de
una semana.
Me
dice que Lisa ha tomado un poco de pan y unos sorbos de agua de su cantimplora,
pero que sigue desconectada. Ya no está en mis brazos, sino que descansa sobre
una manta en el suelo. Me acerco a ella y la observo con detenimiento. Creo que
hay un cambio en sus ojos, que empieza a reaccionar. Soy consciente de que cuando
vuelva en sí tendré un problema, pero ya cruzaré ese puente en su momento.
Hemos
avanzado lo suficiente como para dejar atrás lo peor de la guerra, es lo que se
comenta en el interior del camión. No han visto tropas rusas desde que salimos
de Fontanka, y ahora nos encontramos a pocos kilómetros de Kiev. Es el destino
final para la mayoría de mis compañeros de viaje.
Pregunto
si alguien tiene planeado continuar camino hasta Polonia. Algunos vuelven la
cabeza, otros me miran con extrañeza.
-En
Kiev estaremos seguros. No se atreverán a bombardearla. Europa y Estados Unidos
no se lo permitirían –me asegura un chico joven que viaja con su esposa y un
bebé de meses.
Los
demás asienten, dándole la razón. Yo oculto una sonrisa. Me sorprende la
ingenuidad de esta gente a pesar de la experiencia vivida. Todavía no quieren
aceptar el desastre que se avecina. Muy bien, pronto tendrán que hacerlo.
En
cualquier caso, me urge encontrar un medio de transporte, ya que aún nos separan
novecientos kilómetros de mi destino. Necesitaré hablar a solas con el
conductor en cuanto se detenga.
La
niña parpadea y mueve la cabeza en todas direcciones. Después nos mira a todos
con sorpresa, deteniéndose finalmente en mí.
-Hola,
Lisa. Ya era hora de que regresaras –le digo en el tono más afectuoso que
puedo.
Vuelve
a parpadear, y su rostro enrojece de angustia. Está claro que no me reconoce.
Creo
que acabo de llegar al dichoso puente. Ahora toca cruzarlo.
-Soy
tu tío Iván, el de España, ¿no te acuerdas? Estaba con vosotros cuando cayeron
las bombas.
Ella
persiste en su silencio. Por su rostro comienzan a rodar gruesas lágrimas que
se oscurecen al contacto con su piel tiznada. La mujer que la ha cuidado
mientras dormía se apresura a limpiárselas con un pañuelo, más sucio si cabe
que el rostro de la niña.
-¿Y
mamá…? ¿Y mi hermano?
La
miro con gravedad sin contestar, tan solo un leve movimiento negativo de mi
cabeza. Ella comprende. Rompe a llorar y se arroja a los brazos de la mujer, que
la recibe con gesto conmovido.
Valoro
mis opciones. Quizá sea esta una buena oportunidad para deshacerme de la cría.
He logrado llegar a Kiev, y no sé lo que me encontraré más adelante, ya que
carezco de medios para informarme sobre el estado de la guerra. Podría suponer
un estorbo para lo que me resta de viaje.
-Señora
–le digo, aprovechando el momento de cercanía-. Por diversas razones yo he
proseguir viaje hasta Polonia. Tal y como están las cosas, sería peligroso para
la pobre Lisa. Además, necesita descanso y atención médica. ¿Podría usted
hacerse cargo de ella temporalmente?
-Pero…
no me conoce… ni yo a usted.
-No
hace falta. Me parece una buena persona y sé que cuidará de ella. Y sería solo
durante pocos días. En cuanto me sea posible regresaré para llevarla a España.
Tome, aquí tiene mi teléfono –le digo, apuntándole en un papel el primer número
que me viene a la cabeza, junto a mi nombre falso.
Ella
mira a su propia hija, la joven que me ayudó a subir con la niña al camión, que
asiente con aire trémulo.
-Supongo…
supongo que es lo mejor, dadas las circunstancias. Está bien, señor… -lee la
nota que acabo de entregarle- Kovalenko. La cuidaré lo mejor que pueda hasta su
vuelta.
-Estoy
seguro de ello. Muchas gracias.
Una
hora después el camión se detiene y todos comienzan a descender con perezosa
lentitud. La mujer me ha proporcionado sus datos de contacto, que yo finjo
grabar en mi teléfono móvil. Se llama Halyna no-sé-cuántos. También me presenta
a su hija Anna. Un placer en conocerlas, les digo, feliz de poder deshacerme de
la niña.
El
camión ha estacionado en un arrabal de Kiev, donde aguarda un autobús con el
motor en marcha. Imagino que la llegada de refugiados debe ser el pan de cada
día y la ciudad ha habilitado transporte para ellos. El conductor me informa
que la mayoría serán trasladados a un pabellón deportivo donde se ha organizado
una especie de refugio.
-¿Y
usted? Dicen que sigue camino hasta la frontera con Polonia.
-Así
es. Por esa razón quería pedirle el favor…
-No,
no. –El joven parece asustado-. Yo no puedo llevarle más lejos. Debo regresar a
Fontanka. Acaban de anunciar nuevos bombardeos en el puerto de Odesa.
-Lo
comprendo, pero no me ha entendido. Solo quiero que me lleve al siguiente
pueblo, Nyvky. Creo que está a media hora de Kiev. Le pagaré bien, se lo
prometo.
El
joven vacila durante un breve segundo, pero enseguida veo que su semblante se
ha aclarado y en sus ojos ahora brilla el interés. Un dinero fácil, debe estar
pensando, que le permitirá comprar ropa y alimentos.
-Pago
en euros –le digo para terminar de convencerle.
-Está
bien, suba a la cabina antes de que me arrepienta.
-¿Podría
ayudarme con mis bártulos? Tengo una herida en la pierna, y todavía me cuesta
andar.
-No
hay problema –responde con una amplia sonrisa.
Siempre
me sorprende la ingenuidad de la gente. De veras.
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