El
viaje termina para Anatoly –así se llama el infeliz conductor- cuando dejamos
de ver los últimos tejados de Kiev.
Casualmente,
nada más abandonar la ciudad me entran unas ganas terribles de mear. Escojo un
tramo de carretera de aspecto apocalíptico y le ruego a Anatoly que detenga el
camión. No parece muy convencido. Recibe mi propuesta con un mohín de
desagrado, pero no encuentra ninguna excusa para negarse a atender mi petición.
Los
bombardeos han hecho estragos en la calzada, repleta de cráteres de tamaño
irregular. El lugar elegido se encuentra rodeado de casas semiderruidas y
campos de trigo calcinados. No hay un alma a la vista.
Si la hubiera, tampoco me
importaría.
-Lo
siento mucho –me disculpo al bajar del camión.
-No
hay problema, amigo, pero dese prisa –responde, vigilando el cielo. Creo que se
arrepiente de haber aceptado mi propuesta. Son las cinco de la tarde y el sol
ya comienza a declinar.
Camino
unos metros de modo errático, como si anduviera buscando el lugar adecuado, y
en cuanto me pierde de vista rodeo completamente el camión para situarme de
nuevo junto a la puerta del conductor. Veo su brazo, asomando por la ventana,
pero él no me ve a mí. Está silbando una tonada que acompaña de ridículos
canturreos. Debe ser alguna canción popular ucraniana.
Creo
haber dicho en alguna parte que durante estos años me he dedicado a ejercitar
mis brazos. Una manera de compensar mi invalidez, supongo. Trabajo intenso, duro,
constante, que hoy por fin da sus frutos.
Sinceramente, dudo que existan
muchas personas en el mundo capaces estrangular a un varón adulto con una sola
mano.
Pagaría
por saber lo que pasa por la cabeza de este hombre durante el minuto largo que
dura su agonía. Sus ojos permanecen clavados en los míos todo el tiempo. Por
ellos desfilan la sorpresa, la incredulidad, el miedo y, al final, una cruda
resignación. Yo no aparto la mirada en ningún momento, tratando de desentrañar
esos últimos instantes de vida.
No
me considero un sádico. De hecho, me desagrada profundamente matar a una
persona, salvo que sea necesario. La tortura tampoco me satisface. Es un
recurso. Un recurso útil, la mayoría de las veces. Forma parte del trabajo.
Pero
he de confesar que siempre he sentido curiosidad por esos postreros momentos en
los que la persona sabe, tiene la certeza absoluta, de que va a morir. Se ha
dicho que tu vida entera pasa ante tus ojos, como una película de cine. Yo siempre he
pensado que eso no son más que gilipolleces románticas. En la mente de este
pobre hombre solo está mi cara, mi mano, mis ojos, el deseo de vivir, la
incapacidad de luchar. Solo eso, y nada más.
Cuando
todo termina, arrojo su cuerpo a la cuneta más cercana. Me ha costado un poco
bajarlo. Mis brazos no pueden compensar del todo la debilidad de mis piernas,
todavía atrofiadas por el largo período de inactividad. Antes de regresar al
camión, con el que espero alcanzar Polonia, me veo obligado a descansar junto a
la puerta abierta. A pesar del frío (cómo echo de menos la calidez de mi país),
un pegajoso chorrete de sudor me recorre la espalda hasta humedecer mi ropa
interior. En otra época me habría causado malestar, pero los acontecimientos de
las últimas semanas han hecho de mí una persona más paciente.
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