miércoles, 1 de mayo de 2024

Capítulo 31. Qué bello es vivir

 


El viaje termina para Anatoly –así se llama el infeliz conductor- cuando dejamos de ver los últimos tejados de Kiev.

Casualmente, nada más abandonar la ciudad me entran unas ganas terribles de mear. Escojo un tramo de carretera de aspecto apocalíptico y le ruego a Anatoly que detenga el camión. No parece muy convencido. Recibe mi propuesta con un mohín de desagrado, pero no encuentra ninguna excusa para negarse a atender mi petición.

Los bombardeos han hecho estragos en la calzada, repleta de cráteres de tamaño irregular. El lugar elegido se encuentra rodeado de casas semiderruidas y campos de trigo calcinados. No hay un alma a la vista.

Si la hubiera, tampoco me importaría.

-Lo siento mucho –me disculpo al bajar del camión.  

-No hay problema, amigo, pero dese prisa –responde, vigilando el cielo. Creo que se arrepiente de haber aceptado mi propuesta. Son las cinco de la tarde y el sol ya comienza a declinar.

Camino unos metros de modo errático, como si anduviera buscando el lugar adecuado, y en cuanto me pierde de vista rodeo completamente el camión para situarme de nuevo junto a la puerta del conductor. Veo su brazo, asomando por la ventana, pero él no me ve a mí. Está silbando una tonada que acompaña de ridículos canturreos. Debe ser alguna canción popular ucraniana.

Creo haber dicho en alguna parte que durante estos años me he dedicado a ejercitar mis brazos. Una manera de compensar mi invalidez, supongo. Trabajo intenso, duro, constante, que hoy por fin da sus frutos.

Sinceramente, dudo que existan muchas personas en el mundo capaces estrangular a un varón adulto con una sola mano.

Pagaría por saber lo que pasa por la cabeza de este hombre durante el minuto largo que dura su agonía. Sus ojos permanecen clavados en los míos todo el tiempo. Por ellos desfilan la sorpresa, la incredulidad, el miedo y, al final, una cruda resignación. Yo no aparto la mirada en ningún momento, tratando de desentrañar esos últimos instantes de vida.

No me considero un sádico. De hecho, me desagrada profundamente matar a una persona, salvo que sea necesario. La tortura tampoco me satisface. Es un recurso. Un recurso útil, la mayoría de las veces. Forma parte del trabajo.

Pero he de confesar que siempre he sentido curiosidad por esos postreros momentos en los que la persona sabe, tiene la certeza absoluta, de que va a morir. Se ha dicho que tu vida entera pasa ante tus ojos, como una película de cine. Yo siempre he pensado que eso no son más que gilipolleces románticas. En la mente de este pobre hombre solo está mi cara, mi mano, mis ojos, el deseo de vivir, la incapacidad de luchar. Solo eso, y nada más.

Cuando todo termina, arrojo su cuerpo a la cuneta más cercana. Me ha costado un poco bajarlo. Mis brazos no pueden compensar del todo la debilidad de mis piernas, todavía atrofiadas por el largo período de inactividad. Antes de regresar al camión, con el que espero alcanzar Polonia, me veo obligado a descansar junto a la puerta abierta. A pesar del frío (cómo echo de menos la calidez de mi país), un pegajoso chorrete de sudor me recorre la espalda hasta humedecer mi ropa interior. En otra época me habría causado malestar, pero los acontecimientos de las últimas semanas han hecho de mí una persona más paciente.

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