Despierto
con las primeras luces del alba, que en Suiza es gélido y azul. El sol no
calienta en esta tierra, pero yo, desde la confortable calidez de mi habitación,
tan solo puedo imaginar los rigores del frío.
Me
visita una enfermera, que se dirige a mí en alemán. Conozco el idioma, aunque
no me manejo en él con la misma soltura que con el francés. En presencia de
Carlos, me explica el programa previsto para esta mañana. Analítica de sangre
antes del desayuno, un electrocardiograma, y una radiografía de tórax. Después,
entrevista con el anestesista. Si todo es correcto, esta misma tarde me
trasladarán al quirófano.
No
es la primera vez que me operan. Sufrí unas cuantas intervenciones durante los
meses posteriores a mi “lesión”. Normalmente, el preoperatorio se realiza dos
días antes, pero en mi caso se ha agilizado todo el proceso en atención a mi especial
situación personal o, en otras palabras, después de realizar un nuevo y
generoso desembolso con cargo al proyecto de investigación de la doctora Bloch.
Asiento
a todo lo que dice la enfermera, e incluso intercalo alguna pregunta, solo por
aparentar interés, aunque la verdad es que únicamente pienso en lo que será mi
vida a partir de mañana. Meses duros, dolorosos, de rehabilitación en un
gimnasio privado que he alquilado en las afueras de Lausana, atendido por mi
propio equipo y acompañado en todo momento por Carlos y José María.
José
María, claro. Los negocios.
Rothko
está moviéndose deprisa. Ha comprado la totalidad de la empresa armamentística
más potente de Europa, la BAE Systems. Por mi parte, mi OPA ha logrado hacerse
con el control de las francesas Safran,
Airbus, Thales y Dassault, la alemana Rheinmetall y las italianas
Leonardo y Fincantieri. La lucha es total.
La
guerra en Europa es inminente. Los políticos… qué estúpidos. No ven, no quieren
ver. Se niegan a aceptar que el despliegue de Rusia junto a la frontera
ucraniana es el preámbulo de una conflagración abierta. Y ellos siguen
hablando, escuchando al ministro de exteriores ruso, que se frota las manos
satisfecho ante la estulticia de sus colegas.
Y
todo esto sucede, precisamente, cuando me hallo en mi momento más vulnerable. Pero
no puedo alejarme ahora de todo. No me lo puedo permitir, sería un suicidio. En
mi mundo, o estás arriba de la cadena, o te conviertes en presa legítima de
cualquier advenedizo.
-¿Ha
comprendido todo lo que le he dicho, señor Kingsman?
-Sí,
enfermera, muchas gracias –respondo ofreciéndole la mejor sonrisa de Ángel
Salazar.
Ella
me la devuelve, sorprendida y halagada al mismo tiempo. Luego procede a
extraerme la analítica de sangre completa, acto que realiza con la consabida
circunspección de los profesionales alemanes. No trata de enredarme con su
cháchara, ni tampoco intenta caer simpática. Las únicas palabras que me dirige
son para pedirme que oprima el apósito con el fin de evitar que se forme un
hematoma.
-Enseguida
le traerán el desayuno.
-Perfecto.
Le
dedico una melancólica mirada al salir. Una de las cosas que perdí al convertirme
en un lisiado fue el apetito sexual. La muchacha es guapa, sí. En otras
circunstancias habría sentido el deseo de follármela, pero ahora…
Pronto,
pronto, me recuerdo a mí mismo. Pronto volveré a ser el que era.
El
resto de la mañana transcurre con vertiginosa rapidez. Me trasladan (cosa que
odio) de un lugar a otro para realizarme las distintas pruebas. Todo lo acepto
mansamente, sin rechistar. Hoy toca ser cordero. Por último, un rollizo
espécimen protegido por una bata verde y unas doradas gafas redondas, me somete
a un interrogatorio sobre mi salud y mis hábitos de vida. Deduzco que se trata
del anestesista que asistirá a mi operación, aunque él no lo dice en ningún
momento.
-Ahora
descanse usted –me aconseja, al terminar-. No sé si le habrán explicado que
deberá mantenerse en ayunas. Es decir, tendrá que saltarse la comida.
-Me
han informado de ello.
-¿Su
última ingesta ha sido…?
-El
almuerzo de esta mañana.
-Perfecto,
en ese caso puede tomar algún zumo, aunque sin pasarse. Nos veremos esta tarde.
-Hasta
la tarde, doctor.
Me
quedo a solas con Carlos, que me ha acompañado durante toda la jornada. Hace un
rato lo he sorprendido hojeando un libro, algo que no me esperaba en absoluto.
Es curioso lo que ignoramos a veces de las personas que creemos conocer. Me
había formado una idea acerca de este hombre despiadado y cínico en la que no
cabía en modo alguno la lectura.
-¿De
qué va el libro?
Enrojece
un poco al responder:
-Iba
sobre… nada, en realidad.
-Vamos,
hombre, no tienes de qué avergonzarte. Es solo que me ha parecido curioso. No
te hacía leyendo, simplemente.
-De
alguna manera hay que matar el tiempo cuando no hay curro, jefe. –Saca el
libro, que guardaba en un bolsillo interior de su abrigo, lo que me da la
oportunidad de vislumbrar el borde de la culata de su revólver-. Se llama La ira del insecto. Es de un escritor de
Murcia, un tal… -echa una ojeada a la portada-. Antonio Munuera.
-¿Está
bien?
-A
mí me está gustando, jefe –y comienza a resumirme el argumento. Como ha dicho,
no está mal. Hay venganza y muerte entre esas páginas. Lástima que yo nunca
disponga de tiempo que “matar” con novelas, como le sucede a Carlos.
Cuando
termina, nos quedamos en silencio, sin saber qué decir. Maldita sea, debo
reconocerlo, estoy nervioso. La operación. Aún tengo la sensación de que hay
algo que se me escapa. Algo que debería haber tenido en cuenta.
Pero
yo no cometo errores.
-Creo…
creo que dormiré un rato –le digo a Carlos, que aún sostiene el libro entre las
manos-. Espera fuera… leyendo.
Es
curioso, sí. Curiosa la forma en la que suceden las cosas. Curioso, por
ejemplo, cómo a veces nuestro subconsciente retiene los datos para
transformarlos en intuiciones, en corazonadas o presentimientos, y otras veces
no.
Por
ejemplo, cuando Carlos abandona mi habitación, en ningún momento sospecho que es
la última vez que lo veo con vida.
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