domingo, 24 de diciembre de 2023

Capítulo 9. La ira del insecto

 


Despierto con las primeras luces del alba, que en Suiza es gélido y azul. El sol no calienta en esta tierra, pero yo, desde la confortable calidez de mi habitación, tan solo puedo imaginar los rigores del frío.

Me visita una enfermera, que se dirige a mí en alemán. Conozco el idioma, aunque no me manejo en él con la misma soltura que con el francés. En presencia de Carlos, me explica el programa previsto para esta mañana. Analítica de sangre antes del desayuno, un electrocardiograma, y una radiografía de tórax. Después, entrevista con el anestesista. Si todo es correcto, esta misma tarde me trasladarán al quirófano.

No es la primera vez que me operan. Sufrí unas cuantas intervenciones durante los meses posteriores a mi “lesión”. Normalmente, el preoperatorio se realiza dos días antes, pero en mi caso se ha agilizado todo el proceso en atención a mi especial situación personal o, en otras palabras, después de realizar un nuevo y generoso desembolso con cargo al proyecto de investigación de la doctora Bloch.

Asiento a todo lo que dice la enfermera, e incluso intercalo alguna pregunta, solo por aparentar interés, aunque la verdad es que únicamente pienso en lo que será mi vida a partir de mañana. Meses duros, dolorosos, de rehabilitación en un gimnasio privado que he alquilado en las afueras de Lausana, atendido por mi propio equipo y acompañado en todo momento por Carlos y José María.

José María, claro. Los negocios.

Rothko está moviéndose deprisa. Ha comprado la totalidad de la empresa armamentística más potente de Europa, la BAE Systems. Por mi parte, mi OPA ha logrado hacerse con el control de las francesas Safran, Airbus, Thales y Dassault, la alemana Rheinmetall y las italianas Leonardo y Fincantieri. La lucha es total.

La guerra en Europa es inminente. Los políticos… qué estúpidos. No ven, no quieren ver. Se niegan a aceptar que el despliegue de Rusia junto a la frontera ucraniana es el preámbulo de una conflagración abierta. Y ellos siguen hablando, escuchando al ministro de exteriores ruso, que se frota las manos satisfecho ante la estulticia de sus colegas.

Y todo esto sucede, precisamente, cuando me hallo en mi momento más vulnerable. Pero no puedo alejarme ahora de todo. No me lo puedo permitir, sería un suicidio. En mi mundo, o estás arriba de la cadena, o te conviertes en presa legítima de cualquier advenedizo.

-¿Ha comprendido todo lo que le he dicho, señor Kingsman?

-Sí, enfermera, muchas gracias –respondo ofreciéndole la mejor sonrisa de Ángel Salazar.

Ella me la devuelve, sorprendida y halagada al mismo tiempo. Luego procede a extraerme la analítica de sangre completa, acto que realiza con la consabida circunspección de los profesionales alemanes. No trata de enredarme con su cháchara, ni tampoco intenta caer simpática. Las únicas palabras que me dirige son para pedirme que oprima el apósito con el fin de evitar que se forme un hematoma.

-Enseguida le traerán el desayuno.

-Perfecto.

Le dedico una melancólica mirada al salir. Una de las cosas que perdí al convertirme en un lisiado fue el apetito sexual. La muchacha es guapa, sí. En otras circunstancias habría sentido el deseo de follármela, pero ahora…

Pronto, pronto, me recuerdo a mí mismo. Pronto volveré a ser el que era.

El resto de la mañana transcurre con vertiginosa rapidez. Me trasladan (cosa que odio) de un lugar a otro para realizarme las distintas pruebas. Todo lo acepto mansamente, sin rechistar. Hoy toca ser cordero. Por último, un rollizo espécimen protegido por una bata verde y unas doradas gafas redondas, me somete a un interrogatorio sobre mi salud y mis hábitos de vida. Deduzco que se trata del anestesista que asistirá a mi operación, aunque él no lo dice en ningún momento.

-Ahora descanse usted –me aconseja, al terminar-. No sé si le habrán explicado que deberá mantenerse en ayunas. Es decir, tendrá que saltarse la comida.  

-Me han informado de ello.

-¿Su última ingesta ha sido…?

-El almuerzo de esta mañana.

-Perfecto, en ese caso puede tomar algún zumo, aunque sin pasarse. Nos veremos esta tarde.

-Hasta la tarde, doctor.

Me quedo a solas con Carlos, que me ha acompañado durante toda la jornada. Hace un rato lo he sorprendido hojeando un libro, algo que no me esperaba en absoluto. Es curioso lo que ignoramos a veces de las personas que creemos conocer. Me había formado una idea acerca de este hombre despiadado y cínico en la que no cabía en modo alguno la lectura.

-¿De qué va el libro?  

Enrojece un poco al responder:

-Iba sobre… nada, en realidad.

-Vamos, hombre, no tienes de qué avergonzarte. Es solo que me ha parecido curioso. No te hacía leyendo, simplemente.

-De alguna manera hay que matar el tiempo cuando no hay curro, jefe. –Saca el libro, que guardaba en un bolsillo interior de su abrigo, lo que me da la oportunidad de vislumbrar el borde de la culata de su revólver-. Se llama La ira del insecto. Es de un escritor de Murcia, un tal… -echa una ojeada a la portada-. Antonio Munuera.

-¿Está bien?

-A mí me está gustando, jefe –y comienza a resumirme el argumento. Como ha dicho, no está mal. Hay venganza y muerte entre esas páginas. Lástima que yo nunca disponga de tiempo que “matar” con novelas, como le sucede a Carlos.

Cuando termina, nos quedamos en silencio, sin saber qué decir. Maldita sea, debo reconocerlo, estoy nervioso. La operación. Aún tengo la sensación de que hay algo que se me escapa. Algo que debería haber tenido en cuenta.

Pero yo no cometo errores.

-Creo… creo que dormiré un rato –le digo a Carlos, que aún sostiene el libro entre las manos-. Espera fuera… leyendo.

Es curioso, sí. Curiosa la forma en la que suceden las cosas. Curioso, por ejemplo, cómo a veces nuestro subconsciente retiene los datos para transformarlos en intuiciones, en corazonadas o presentimientos, y otras veces no.

Por ejemplo, cuando Carlos abandona mi habitación, en ningún momento sospecho que es la última vez que lo veo con vida.


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