jueves, 28 de diciembre de 2023

Capítulo 10. No es más que un maldito sueño

 


Una enfermera y un celador acuden a mi habitación a las 16.30 exactamente. La enfermera no es la misma de esta mañana, sino una señora mayor de cabello corto y gris, sin teñir. Tiene la nariz recta y el busto generoso, propio de las germánicas. Esta no sonríe, ni sonreirá.

-Buenas tardes, venimos a acompañarle al quirófano –me aclara innecesariamente en perfecto alemán.

-Por supuesto, estoy preparado.

-Aún no. Debe quitarse la ropa y ponerse esto –me ordena, entregándome uno de esos pijamas verdes de papel, abiertos por detrás.

-Necesitaré ayuda.

Ella frunce el ceño, aunque al final se ve obligada a desvestirme y a colocarme ella misma la liviana indumentaria. Luego me conectan a un suero y me pasan a la camilla, desde donde tiene lugar el tránsito por el hospital en dirección al quirófano.

Allí tumbado, casi desnudo, y con el brazo conectado a un sistema de gotero como si de una cadena de presidiario se tratara, me siento absolutamente indefenso.

Nunca en mi vida he tenido miedo. Jamás. Y no es miedo lo que noto en ese instante, sino aprensión. Mi corazón late desbocado y mi respiración se acelera.

Me recibe una cohorte de batas verdes en las que solo puedo distinguir los ojos y el contorno de sus figuras. Identifico claramente a Elsa, algo más baja que el resto. Su mirada es glacial, así que le dedico una sonrisa acompañada de un guiño burlón.

Lenguaje universal. Recuerda, es lo que significa. Recuérdame.

El anestesista, que destaca sobre el resto por su volumen y las ridículas gafas doradas que sobresalen por encima de la mascarilla, es quien se acerca a mí en primer lugar. A una orden suya, un enfermero inyecta algo en el suero. Sus ojos me evocan a alguien, aunque en ese momento no logro ubicarlo.

-Respire por aquí, despacio y profundamente –me dice, colocándome una especie de mascarilla que cubre mi boca y mi nariz.

Lo último que veo es el reflejo dorado de las gafas del anestesista.  

 

Sueño.

Nadie sabe qué son los sueños, por qué ocurren. Hay quien dice que nuestro cerebro juega mientras sueña, que se toma una especie de recreo de la realidad. Otros, que mientras soñamos vivimos otras vidas, en otros mundos similares a este. Por fin, no falta quien asegura que los sueños son proyecciones del futuro, augurios que elabora nuestro inconsciente para prevenirnos.

Yo casi nunca sueño. Y no puedo explicar por qué me ocurre a veces. Casi siempre cuando está a punto de sucederme algo malo.

Hoy, mientras duermo bajo los efectos de la anestesia, visualizo el día en que morí.

Regreso al escenario donde se celebra la final del campeonato mundial de ajedrez. El pelirrojo Olsen, la infalible computadora humana, observa incrédulo el tablero. Un desconocido de diecinueve años acaba de derrotarlo en apenas nueve movimientos. No es posible. Nadie, nunca, lo había vencido hasta ahora. Y por eso él se resiste a rendir el Rey, aunque sabe que está obligado a hacerlo.

Entonces veo a Ventura, mi asesino. Se acaba de alzar de entre la multitud de espectadores con su cámara en ristre, haciendo ver que es uno más de las decenas de periodistas que invaden la primera fila de butacas. Me apunta con ella, preparado para disparar, y solo yo sé que no es una cámara de fotos lo que sostiene. Levanto el brazo, en cuyo extremo ha aparecido de repente una pistola, y aprieto el gatillo.

Suenan los disparos, como un único trueno en mitad de la noche, y el público, silencioso hasta el momento, comienza a gritar. Su bala golpea en mi pecho, a la altura del corazón, y se queda incrustada en mi chaleco antibalas. La mía, en cambio, entra limpiamente en su frente, acabando con su vida.

Lo he hecho, pienso mientras cierro los ojos para escenificar mi muerte. He acabado con él. Por fin soy libre.

Ahora no estoy en mi cuerpo. Floto por encima de él y soy capaz de verlo todo, de sentirlo todo, como un espectador más de ese trozo de película que es mi vida. Es cuando descubro que estoy soñando.

La gente comienza a acudir en tropel. Murmullos, gritos ahogados, bisbiseos. Todos ansían tocarme, pero nadie lo intenta. Esperan a alguien con autoridad, que sepa qué es lo que debe hacer. Solo gritos y lamentos, nada de ayuda.

Contaba con eso.

Es entonces cuando llega el médico que debe certificar mi muerte.

Solo que no es el hombre contratado por Espronceda, sino un individuo desharrapado, con el pelo crespo y sucio. Lo reconozco de inmediato. Se trata del pedigüeño que expulsó el vigilante a la entrada del hospital. Por supuesto, no era ningún pedigüeño.

“No dejéis que se acerque a mí”, grito con todas mis fuerzas, olvidando que estoy en mitad de un sueño. “Es uno de los hombres de Rothko. Ha venido a matarme”. Pero nadie me escucha, nadie me ayuda.

El vagabundo se acerca a mí y finge auscultarme. Como se trata de un sueño, a ninguno de los presentes parece extrañarle que un tipo cubierto de harapos se arrogue el papel de un médico. La muchedumbre, entretanto, se aprieta más y más sobre mí, como si quisiera devorarme. Por un momento, eso es lo que temo que va a suceder. Me dispongo a contemplar un acto de canibalismo colectivo.

Tengo que despertar, me digo, esto ya ha durado demasiado.

No quiero ver cómo sacian su apetito conmigo.

El mendigo frunce el ceño y menea la cabeza, con aire preocupado.

“Este hombre está muerto”, asegura. “Nada puedo hacer por él”.

Me levantan entre todos los presentes y me trasladan en procesión hasta un ataúd que ha aparecido de repente en medio del escenario. Gustav Olsen me contempla en la distancia y su rostro no refleja nada. Debe sentirse feliz, me digo observándolo todo desde el aire. Al fin y al cabo, mi muerte ha impedido su derrota.

Entonces me mira. No al cuerpo inerte que hay en el ataúd, sino a mi yo consciente que flota en el aire. Su gesto impasible se transforma en una mueca sonriente. A través de su boca entreabierta vislumbro unos dientes amarillentos y sarrosos en lugar de la dentadura perfecta que esperaba.

“No se puede ganar siempre, Ángel”, me dice con la voz de Simon Rothko. “A veces toca perder”.

“Yo nunca pierdo, Simon”.

En ese momento, la muchedumbre que se arremolina junto al ataúd se queda en total silencio y vuelve hacia mí su mirada, como si hubieran escuchado mis últimas palabras.

Reconozco algunos rostros. Está mi madre muerta y mi padre muerto. José María, mi abogado, que parece muy disgustado. También veo a Elsa Bloch y al obeso anestesista, con sus gafas doradas. Y Carlos.

Mi guardaespaldas está muerto. Alguien le ha cortado el cuello de oreja a oreja, y puedo ver su garganta a través de la larga herida sangrante.

“Me pillaron con la guardia baja, jefe. Lo siento, no volverá a pasar”.

“Más lo siento yo, créeme”, le respondo sin mover los labios.

Es solo un maldito sueño.

Tengo que despertar. Tengo que despertar ya.

Sin embargo, por más que lo intento, no lo consigo.

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