Una
enfermera y un celador acuden a mi habitación a las 16.30 exactamente. La
enfermera no es la misma de esta mañana, sino una señora mayor de cabello corto
y gris, sin teñir. Tiene la nariz recta y el busto generoso, propio de las germánicas.
Esta no sonríe, ni sonreirá.
-Buenas
tardes, venimos a acompañarle al quirófano –me aclara innecesariamente en
perfecto alemán.
-Por
supuesto, estoy preparado.
-Aún
no. Debe quitarse la ropa y ponerse esto –me ordena, entregándome uno de esos
pijamas verdes de papel, abiertos por detrás.
-Necesitaré
ayuda.
Ella
frunce el ceño, aunque al final se ve obligada a desvestirme y a colocarme ella
misma la liviana indumentaria. Luego me conectan a un suero y me pasan a la
camilla, desde donde tiene lugar el tránsito por el hospital en dirección al
quirófano.
Allí
tumbado, casi desnudo, y con el brazo conectado a un sistema de gotero como si
de una cadena de presidiario se tratara, me siento absolutamente indefenso.
Nunca
en mi vida he tenido miedo. Jamás. Y no es miedo lo que noto en ese instante,
sino aprensión. Mi corazón late desbocado y mi respiración se acelera.
Me
recibe una cohorte de batas verdes en las que solo puedo distinguir los ojos y
el contorno de sus figuras. Identifico claramente a Elsa, algo más baja que el
resto. Su mirada es glacial, así que le dedico una sonrisa acompañada de un guiño burlón.
Lenguaje
universal. Recuerda, es lo que
significa. Recuérdame.
El
anestesista, que destaca sobre el resto por su volumen y las ridículas gafas
doradas que sobresalen por encima de la mascarilla, es quien se acerca a mí en
primer lugar. A una orden suya, un enfermero inyecta algo en el suero. Sus ojos
me evocan a alguien, aunque en ese momento no logro ubicarlo.
-Respire
por aquí, despacio y profundamente –me dice, colocándome una especie de
mascarilla que cubre mi boca y mi nariz.
Lo
último que veo es el reflejo dorado de las gafas del anestesista.
Sueño.
Nadie
sabe qué son los sueños, por qué ocurren. Hay quien dice que nuestro cerebro
juega mientras sueña, que se toma una especie de recreo de la realidad. Otros,
que mientras soñamos vivimos otras vidas, en otros mundos similares a este. Por
fin, no falta quien asegura que los sueños son proyecciones del futuro,
augurios que elabora nuestro inconsciente para prevenirnos.
Yo
casi nunca sueño. Y no puedo explicar por qué me ocurre a veces. Casi siempre
cuando está a punto de sucederme algo malo.
Hoy,
mientras duermo bajo los efectos de la anestesia, visualizo el día en que morí.
Regreso
al escenario donde se celebra la final del campeonato mundial de ajedrez. El
pelirrojo Olsen, la infalible computadora humana, observa incrédulo el tablero.
Un desconocido de diecinueve años acaba de derrotarlo en apenas nueve movimientos.
No es posible. Nadie, nunca, lo había vencido hasta ahora. Y por eso él se
resiste a rendir el Rey, aunque sabe que está obligado a hacerlo.
Entonces
veo a Ventura, mi asesino. Se acaba de alzar de entre la multitud de
espectadores con su cámara en ristre, haciendo ver que es uno más de las
decenas de periodistas que invaden la primera fila de butacas. Me apunta con
ella, preparado para disparar, y solo yo sé que no es una cámara de fotos lo
que sostiene. Levanto el brazo, en cuyo extremo ha aparecido de repente una
pistola, y aprieto el gatillo.
Suenan
los disparos, como un único trueno en mitad de la noche, y el público,
silencioso hasta el momento, comienza a gritar. Su bala golpea en mi pecho, a
la altura del corazón, y se queda incrustada en mi chaleco antibalas. La mía,
en cambio, entra limpiamente en su frente, acabando con su vida.
Lo
he hecho, pienso mientras cierro los ojos para escenificar mi muerte. He
acabado con él. Por fin soy libre.
Ahora
no estoy en mi cuerpo. Floto por encima de él y soy capaz de verlo todo, de
sentirlo todo, como un espectador más de ese trozo de película que es mi vida.
Es cuando descubro que estoy soñando.
La
gente comienza a acudir en tropel. Murmullos, gritos ahogados, bisbiseos. Todos
ansían tocarme, pero nadie lo intenta. Esperan a alguien con autoridad, que
sepa qué es lo que debe hacer. Solo gritos y lamentos, nada de ayuda.
Contaba
con eso.
Es
entonces cuando llega el médico que debe certificar mi muerte.
Solo
que no es el hombre contratado por Espronceda, sino un individuo desharrapado,
con el pelo crespo y sucio. Lo reconozco de inmediato. Se trata del pedigüeño
que expulsó el vigilante a la entrada del hospital. Por supuesto, no era ningún
pedigüeño.
“No
dejéis que se acerque a mí”, grito con todas mis fuerzas, olvidando que estoy
en mitad de un sueño. “Es uno de los hombres de Rothko. Ha venido a matarme”. Pero
nadie me escucha, nadie me ayuda.
El
vagabundo se acerca a mí y finge auscultarme. Como se trata de un sueño, a
ninguno de los presentes parece extrañarle que un tipo cubierto de harapos se
arrogue el papel de un médico. La muchedumbre, entretanto, se aprieta más y más
sobre mí, como si quisiera devorarme. Por un momento, eso es lo que temo que va
a suceder. Me dispongo a contemplar un acto de canibalismo colectivo.
Tengo
que despertar, me digo, esto ya ha durado demasiado.
No
quiero ver cómo sacian su apetito conmigo.
El
mendigo frunce el ceño y menea la cabeza, con aire preocupado.
“Este
hombre está muerto”, asegura. “Nada puedo hacer por él”.
Me
levantan entre todos los presentes y me trasladan en procesión hasta un ataúd
que ha aparecido de repente en medio del escenario. Gustav Olsen me contempla en
la distancia y su rostro no refleja nada. Debe sentirse feliz, me digo
observándolo todo desde el aire. Al fin y al cabo, mi muerte ha impedido su
derrota.
Entonces
me mira. No al cuerpo inerte que hay en el ataúd, sino a mi yo consciente que
flota en el aire. Su gesto impasible se transforma en una mueca sonriente. A
través de su boca entreabierta vislumbro unos dientes amarillentos y sarrosos
en lugar de la dentadura perfecta que esperaba.
“No
se puede ganar siempre, Ángel”, me dice con la voz de Simon Rothko. “A veces
toca perder”.
“Yo
nunca pierdo, Simon”.
En
ese momento, la muchedumbre que se arremolina junto al ataúd se queda en total
silencio y vuelve hacia mí su mirada, como si hubieran escuchado mis últimas
palabras.
Reconozco
algunos rostros. Está mi madre muerta y mi padre muerto. José María, mi
abogado, que parece muy disgustado. También veo a Elsa Bloch y al obeso
anestesista, con sus gafas doradas. Y Carlos.
Mi
guardaespaldas está muerto. Alguien le ha cortado el cuello de oreja a oreja, y
puedo ver su garganta a través de la larga herida sangrante.
“Me
pillaron con la guardia baja, jefe. Lo siento, no volverá a pasar”.
“Más
lo siento yo, créeme”, le respondo sin mover los labios.
Es
solo un maldito sueño.
Tengo
que despertar. Tengo que despertar ya.
Sin
embargo, por más que lo intento, no lo consigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario