sábado, 8 de junio de 2024

Capítulo 34. El Renacido

 



El resto del viaje hasta Polonia transcurrió sin sobresaltos importantes. Tuve que abandonar el camión poco después de dejar Leópolis, a ochenta y cinco kilómetros de la frontera. Demasiados controles, la mayoría ucranianos, que al parecer intentaban evitar la huida del país de los hombres en edad de luchar.

Fui testigo de cómo un grupo de soldados registraba una maltrecha furgoneta conducida por una mujer embarazada. Buscaban al padre de la criatura, que viajaba en la parte trasera camuflado en el interior de un baúl lleno de ropa. Lo sacaron a rastras entre los lamentos de su esposa, una muchacha que no contaría aún los veinte años, y lo abofetearon, antes de obligarlo a desnudarse y enfundarle el uniforme.

Por fortuna, eso ocurrió cinco vehículos antes del mío, lo que me dio la oportunidad de escapar por la parte trasera del camión. La mujer que conducía el turismo que circulaba detrás de mí abrió los ojos, asustada y sorprendida, pero me bastó señalar mi fusil y a la niña que viajaba a su lado para que guardara silencio.

Me interné en un bosquecillo cercano y caminé durante más de veinte horas, orientándome por la trayectoria del sol. El móvil robado a Vasily había muerto hacía tiempo, y no podía servirme ya de ayuda, así que lo arrojé al suelo y lo aplasté con mi bota para evitar que alguien pudiera localizarme a través de él. No era probable, dado el caos que reinaba en el país, que nadie anduviera buscándome, y menos considerando el poco tiempo transcurrido desde que abandoné su cadáver, a pocos kilómetros de Kiev, pero no quise pecar de confiado tan cerca del final de mi viaje.

Era de nuevo noche cerrada cuando por fin llegué al paso fronterizo de Medyka. Los visores nocturnos robados a los soldados de Borodianka me resultaron de gran ayuda, ya que me proporcionaron una panorámica privilegiada de la situación a pesar de la oscuridad. Una multitud de vehículos se había concentrado en la entrada generando un atasco de varios kilómetros. Por suerte, no había controles. Imaginé que los soldados encargados de examinar los vehículos se encontraban en otros puntos más retrasados, como el que yo había evitado a la salida de Leópolis.

La cerca exterior, por donde había planeado introducirme, se me antojaba ahora inexpugnable. Se trataba de una doble valla, no tan alta como las que había visto una vez en Ceuta, pero estrechamente controlada. Pude ver un soldado polaco, al menos cada diez metros. Además, aún me encontraba demasiado débil y agotado a consecuencia de la larga caminata a través del bosque.

Finalmente, tuve la feliz idea de colarme en un pequeño camión cargado de muebles. Para ello me vi obligado a abandonar mi escaso equipaje, incluido el fusil. Me permití, no obstante, quedarme con las gafas, que aún conservo a modo de lúgubre recordatorio. Detrás de un taquillón que hedía a moho y papel viejo, me acomodé en cuclillas, soportando como pude el dolor de las piernas y aguardé a que amaneciera.

Cinco horas después, entraba en Polonia, libre al fin.

 

El trayecto hasta España prefiero olvidarlo. Reseñaré tan solo que me vi obligado a hacer y decir cosas repugnantes. Robé a punta de navaja en una gasolinera a una dependiente histérica que atendía a un grupo de chavales franceses en viaje de estudio. Huelga decir que también saqueé las escuálidas carteras de los críos, sin remordimiento alguno, convencido de que sus papás no tardarían en volverlas a llenar en cuanto fueran conocedores del hecho. Pernocté en sucios hostales plagados de cucarachas, provistos de camas húmedas y suelos pegajosos que en otros tiempos no hubiera osado ni rozar con la punta del pie.

Hoy, ahora, estoy de nuevo en Madrid, muy cerca del edificio que una vez constituyó mi base principal. Sé que no puedo ni debo entrar sin más. Estoy muerto a efectos legales y también a efectos materiales. Sé, sin el menor asomo de duda, que si doy un paso en el interior de este edificio que es mío, estaré muerto de verdad en menos tiempo del que tardo en contarlo.

No, a pesar de que ardo de impaciencia por recuperar lo que me pertenece y pagar mis facturas pendientes, debo ser inteligente esta vez y aprovechar la ventaja que el azar y la astucia me han proporcionado. Mi propia inexistencia.

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