domingo, 21 de julio de 2024

Capítulo 35. Un buen aperitivo

 



Confiaba en Carlos, pero estoy convencido de que fue ejecutado durante mi secuestro. Simon Rothko pagará por ello, llegado el momento, pero no es el primero en mi lista.

Me queda Roberto. Quizá –y solo digo quizá- aún sea leal. Además, es posible que continúe trabajando para mi antigua organización, lo que me sería de gran ayuda. Es un buen hombre, concienzudo y hábil cuando hace falta. No es fácil encontrar hoy día gente con su preparación en nuestro mundo. Tengo esperanza de que siga rondando por aquí.

No sé dónde vive –tomo nota mental de que, si consigo regresar, me tomaré más en serio la vida privada de mi gente de confianza-, así que decido permanecer por los alrededores y esperar. No necesito camuflaje alguno. Apesto de tal forma que hasta los mendigos me rehúyen, me he dejado crecer una barba selvática (y, me temo, llena de vida microscópica), y, sobre todo, ando. Soy capaz de caminar. ¿Qué mejor disfraz que esta nueva realidad, lo único positivo que he obtenido de mi aventura?

Desde un banco del jardín que se encuentra al otro lado de la calle, obtengo una visual perfecta del trasiego que tiene lugar frente a mi edificio. El mismo espectáculo que he contemplado cada día desde las alturas, ahora lo observo desde una posición mucho más humilde. Pese a todo, aunque me cuesta explicármelo a mí mismo, no me siento desdichado. Tengo piernas de nuevo. Soy, lo que se dice, un hombre completo. Y, sobre todo, tengo un propósito, un reto al fin.

No me desanimo cuando el día transcurre sin que Roberto dé señales de vida. Sí veo, en cambio, a mi “amigo” José María atravesar con aire ufano las puertas de mi edificio, dueño absoluto de todo, ahora que ya no existo. Dueño, pero bajo las órdenes de Rothko. Me sonrío imaginando la cara que pondrá el día en que volvamos a encontrarnos. Tras él llega Rus, mi secretaria. No tengo claro todavía que haya formado parte del complot. Si no está en el ajo, podría convertirse en mi puerta de entrada ya que maneja bastantes de las claves que mueven mi dinero… y otras cosas.

Paso la noche en el mismo banco, cubierto por una manta de periódicos viejos. No por frío, ya que acaba de comenzar el mes de abril, sino para sustraerme a las miradas curiosas. Sin embargo, no me sirve de mucho.

A las tres de la madrugada me despiertan voces juveniles, tocadas de alcohol. Antes de que pueda reaccionar noto el impacto de un puñetazo en el vientre, que me despierta del todo.

-¡Putos mendigos comepollas! ¡Creía que habíais entendido el mensaje! No queremos piojosos como vosotros apestando Madrid. Ensuciáis la ciudad.

El muchacho que habla debe rondar los diecisiete. Viste bien. Cutre pero caro. Lo acompañan –más bien lo escoltan- otros tres chavales del mismo corte. Ropas pijas camufladas con botas de motorista y unos pendientes ridículos. Camisetas Lacoste de color negro con las mangas agujereadas para parecer “calle”. Uno de ellos porta una botella de plástico sin etiqueta que debe contener gasolina, por el olor que desprende. Otro esgrime un mechero. Está claro cuál iba a ser la tarea que se tenían reservada para esta noche.

El líder, ahora veo que es rubio rasurado, bastante fuerte, y de piel blanca y bien cuidada, levanta la pierna con intención de rematar la faena con una patada en mi cabeza.

Suena el trallazo y en el periódico que me cubre aparece un orificio de grandes dimensiones. Lo ha formado la bala que ahora se aloja en la cabeza del rubio, que cae al suelo como un fardo. Su rostro ya no refleja diversión, ni exaltación, ni furia fingida, sino sorpresa. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué está en el suelo sin vida, cuándo debía ser él quien dispensara la muerte?

El resto, su ganado, todavía no sabe lo que ha sucedido. Permanece quieto, sin moverse, como aguardando el final de la broma.

Podría dejarlos marchar para que aprendieran la lección. Pero ¿sabes? Yo no soy maestro, ni doy lecciones a la gente.

Los mato. Uno a uno. El primero, el que lleva la botella, recibe el balazo en toda la cara, que queda convertida en un borrón de sangre y huesos. Los otros dos, esta vez sí, intentan huir, pero los alcanzo por la espalda. Procuro no fallar, no quiero que haya descripciones mías a la policía. Mi incógnito es lo más importante ahora mismo para mí.

Caen los tres, pero algo he aprendido en la guerra. Sin apresurarme, con la cabeza cubierta por la capucha de mi sudadera negra, me acerco a ellos y vuelvo a dispararles entre los ojos.

Después me marcho. Puede que alguien me haya visto. A un mendigo encapuchado acribillando a unos pobres chavales tratando de divertirse.

Mañana quizá el periódico que me cubra contenga un reportaje sobre ellos.

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