El
siguiente paso es obvio.
Reus
regresa tarde a su casa. Tiene aspecto de cansada. Mi antigua secretaria parece
haber envejecido años en unos pocos meses. Sin embargo, todavía recuerda bastante
a ella misma: su mirada altiva de ojos pequeños, escrutadores, las cejas
eternamente fruncidas, la frente estrecha, cubierta de tenaces
arrugas que parecen cabalgar unas sobre otras. El espíritu sigue estando ahí,
en ese cuerpo enjuto y menudo.
No,
me digo a mí mismo cuando la veo entrar en el salón de su casa, ella no puede
estar implicada en los tejemanejes de José María. Es demasiado inteligente y
tiene demasiado que perder. En fin, supongo que pronto lo sabré.
-Hola,
Reus, querida. He vuelto –le espeto en cuanto enciende la luz.
La
estoy esperando cómodamente sentado en el sofá de tres plazas que tiene frente
al televisor. Ella se queda congelada al verme; como si fuera la estatua de sal
que contempla eternamente la destrucción de Sodoma. Puedo leer en su expresión
la mayoría de los pensamientos que pasan por su cabeza en estos momentos. Soy
un ladrón que ha entrado para llevarse el dinero que no tiene en su inexistente
caja fuerte. Soy un sicario enviado por José María o el propio Rothko para
torturarla, para sacarle lo que sabe.
Ciertamente,
esta última idea bien podría hacerse realidad muy pronto.
-Soy
yo, Reus. ¿No reconoces mi voz? Es cierto que he cambiado un poco –le digo,
poniéndome en pie-. Como ves, la doctora Bloch cumplió lo prometido.
-¿Señor
Kingsman…? –Balbucea-. Pero no puede ser… Usted…
-¿Estoy
muerto? Sí, es verdad. Por segunda vez. –Miro a mi alrededor fingiendo
extrañeza-. ¿Y tus hijos? No los hemos visto. Creía que tenías tres.
-Están
en el extranjero, en un colegio interno. Oiga…
-Tranquila,
no debes preocuparte por ellos –le aseguro en tono despreocupado-. A menos que
hayas tenido algo que ver con lo que me sucedió.
Ella
comienza a temblar. Tiene miedo, sí, lo veo en sus ojos, pero no de mí.
No
de mí.
-Siéntate,
Reus. Pareces cansada. Ponte cómoda.
Reus
obedece mecánicamente. Se deja caer en una butaca y esconde la cara entre las
manos. La escucho sollozar de forma patética, acordándose quizá de sus hijos,
allá donde estén. Le permito desahogarse, ya que necesito que esté serena, y sé
que las lágrimas suelen ayudar a las personas como ella.
Cuando
empieza a aquietarse le levanto la barbilla y la obligo a mirarme a los ojos:
-Necesito
que hablemos, Reus.
-Yo
no he tenido nada que ver con lo que le pasó, se lo juro.
-Te
creo. Hemos investigado tus cuentas y sigues siendo tan pobre como antes. Pero
has estado aquí todo este tiempo, así que debes saber muchas cosas. Quiero que
me lo cuentes todo. Luego, quizá, te pediré un favor.
Reus
comienza a hablar. De repente ha vuelto a ser la secretaria eficiente que
recuerdo. Da la impresión de estar leyendo un memorándum sobre cotizaciones
bursátiles, en lugar de exponer el relato de una traición. A pesar de que la
mayor parte de la información ya la había deducido no puedo evitar que me
invada la cólera. Pero es una rabia fría, calculadora. Y es que, mientras la
escucho, planeo mi venganza.
-José
María, es decir, el señor Espronceda, regresó de Suiza a comienzos de enero,
después de Reyes. Contó que la operación había sido un éxito y que usted había
decidido quedarse en Lausana para iniciar la rehabilitación, pero que él había
tenido que volver a España para hacerse cargo de los negocios. Me dijo que
habían puesto en marcha una operación a gran escala para fusionar sus empresas
con las de un magnate del armamento en vista de la escalada que se estaba
produciendo en la frontera de Rusia con Ucrania.
-¿Y
tú le creíste?
-No
me pareció lógico. Usted controlaba el negocio de las armas en Europa y parte
de Estados Unidos, ¿para qué iba a hacer eso? Además, no es su estilo. Pero
usted no estaba y el señor Espronceda siempre ha sido de su confianza, así que
en ese momento no lo puse en duda.
-Continúa.
-Nunca
me contaba nada, pero pude observar movimientos extraños en sus cuentas,
cambios de titularidad a nombre de personas desconocidas. Fue cuando comencé a
sospechar que algo pasaba. Además, usted no daba señales de vida. Lo normal habría
sido que se hubiera puesto en comunicación conmigo en algún momento, teniendo
en cuenta las empresas que gestiono en su nombre en los Estados Unidos. Así que
investigué a algunos de ellos, y… averigüé que eran simples testaferros.
-¿Le
dijiste algo a él?
-Claro
que no –me responde en tono de “¿por quién me toma?”-. Lo que hice fue enviar a
mis hijos a Inglaterra, a un colegio privado.
-Bien
hecho. Y ¿cuándo se supone que morí?
-En
febrero, recién comenzada la guerra. José María entró en mi despacho una mañana
con rostro de circunstancias y me comunicó que había sido asesinado en su
residencia junto con su guardaespaldas.
-¿Por
quién?
-Culpó
a Simon Rothko.
-Muy
hábil por parte de mi abogado –dije, sin poder evitar una sonrisa de
admiración-. Y por muy poco no ha tenido razón. Supongo que te informó de mi
asesinato el mismo en que Simon había planeado ejecutarme. Seguramente él creía
que ya había muerto por entonces, lo que demuestra que mantenía con él u
contacto permanente. Una cosa más, Reus, muy importante. ¿Tienes en tu poder
aún las credenciales de la Salazar &
Co?
En
este punto brillan los ojos de mi secretaria, y esboza una sonrisa que casi,
casi, podría calificar de maligna. Pronuncia en tono solemne, sin dejar de
sonreír:
-Lo
tengo todo, señor Kingsman. Todo.
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