Ya
lo sabía. Que la sociedad es decadente, ya lo sabía. Lo sabía desde niño, ahora
que lo pienso. El ruido que produce el mundo es el ronroneo gastado de un viejo
motor de gasóleo. He tenido la oportunidad de comprobarlo de nuevo, aquí, en la
calle, entre la inmundicia. Dos noches al raso, vigilando la entrada de mi
edificio, han sido más que suficientes para convencerme de esta obsolescencia
programada en la que vive la Humanidad sin saberlo.
Nadie
me ve, nadie me mira, a pesar de que estoy rodeado de personas, un espectador
más del circo. ¿Quién se fija en un mendigo zarrapastroso, salvo para intentar
mantenerse alejado de él? Soy el hombre invisible, un ser sin rostro, sin
presencia, un animal vagabundo.
Han
cercado mi parque con cinta policial amarilla, y cubierto los cuerpos de esos
desgraciados con sabanas de plástico que se ondulan con el viento. Los
casquillos de bala (todavía conservo la pistola en el bolsillo de mi abrigo)
aparecen señalados con tiza en el suelo.
Veo,
pero ellos no me ven a mí. Fotografían, toman huellas (esfuerzo inútil, ya que
llevo guantes de lana), interrogan, escriben en sus tabletas (¿adónde se ha
marchado la libreta y el lápiz?), pero nadie me ve a mí, al taumaturgo.
La
multitud se aprieta sobre la cinta de plástico. Muchos de ellos son
periodistas, pero otros son simples mirones, como una vieja señora con el
rostro embadurnado de maquillaje a la que no le importa colocarse cerca de mí
con tal de conseguir un buen asiento en el palco de butacas.
Entonces
lo veo. Roberto, el policía que rescaté del alcohol para convertirlo en mi
chófer personal y algo más. Conmigo siempre hay algo más. Observa la escena con
interés profesional, pero sin curiosidad aparente. Su mirada se pasea entre la
muchedumbre, y resbala sobre mí sin alterarse. No me ha reconocido, lo cual no
me extraña. Ayer me contemplé en el cristal de un escaparate y la imagen que me
devolvía era la de un desconocido. Además, estoy de pie. Como ya he dicho en
alguna parte, ese es mi mejor camuflaje.
Roberto
no permanece ahí mucho tiempo. Está de paso, comprobando si lo que ha sucedido
puede suponer algún peligro potencial. En cuanto se separa de la multitud voy
tras él, dejando mi puesto a la vieja, que me dedica un mohín de desprecio.
Quizá conozca a alguno de esos tres que ahora yace bajo las sábanas policiales.
Si es así, probablemente pronto estará clamando justicia para el monstruo que
ha sido capaz de cometer un crimen tan horrendo contra tres pobres niños
españoles y de buena familia.
Mi
chófer ha dejado el coche (mi coche) aparcado detrás del edificio, en una zona
reservada para personal ejecutivo. Aunque he conseguido despistarle al
principio, fingiendo que buscaba comida en las papeleras mientras lo seguía, sé
que a estas alturas es consciente de que lo estoy siguiendo. Lo conozco bien.
Esperará a que me acerque lo suficiente antes de acometerme, así que no le doy
tiempo.
-Hola,
Roberto. No imaginas cuánto me alegro de volver a verte.
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