domingo, 21 de julio de 2024

Capítulo 36. Yo soy el monstruo

 



Ya lo sabía. Que la sociedad es decadente, ya lo sabía. Lo sabía desde niño, ahora que lo pienso. El ruido que produce el mundo es el ronroneo gastado de un viejo motor de gasóleo. He tenido la oportunidad de comprobarlo de nuevo, aquí, en la calle, entre la inmundicia. Dos noches al raso, vigilando la entrada de mi edificio, han sido más que suficientes para convencerme de esta obsolescencia programada en la que vive la Humanidad sin saberlo.

Nadie me ve, nadie me mira, a pesar de que estoy rodeado de personas, un espectador más del circo. ¿Quién se fija en un mendigo zarrapastroso, salvo para intentar mantenerse alejado de él? Soy el hombre invisible, un ser sin rostro, sin presencia, un animal vagabundo.

Han cercado mi parque con cinta policial amarilla, y cubierto los cuerpos de esos desgraciados con sabanas de plástico que se ondulan con el viento. Los casquillos de bala (todavía conservo la pistola en el bolsillo de mi abrigo) aparecen señalados con tiza en el suelo.

Veo, pero ellos no me ven a mí. Fotografían, toman huellas (esfuerzo inútil, ya que llevo guantes de lana), interrogan, escriben en sus tabletas (¿adónde se ha marchado la libreta y el lápiz?), pero nadie me ve a mí, al taumaturgo.

La multitud se aprieta sobre la cinta de plástico. Muchos de ellos son periodistas, pero otros son simples mirones, como una vieja señora con el rostro embadurnado de maquillaje a la que no le importa colocarse cerca de mí con tal de conseguir un buen asiento en el palco de butacas.

Entonces lo veo. Roberto, el policía que rescaté del alcohol para convertirlo en mi chófer personal y algo más. Conmigo siempre hay algo más. Observa la escena con interés profesional, pero sin curiosidad aparente. Su mirada se pasea entre la muchedumbre, y resbala sobre mí sin alterarse. No me ha reconocido, lo cual no me extraña. Ayer me contemplé en el cristal de un escaparate y la imagen que me devolvía era la de un desconocido. Además, estoy de pie. Como ya he dicho en alguna parte, ese es mi mejor camuflaje.

Roberto no permanece ahí mucho tiempo. Está de paso, comprobando si lo que ha sucedido puede suponer algún peligro potencial. En cuanto se separa de la multitud voy tras él, dejando mi puesto a la vieja, que me dedica un mohín de desprecio. Quizá conozca a alguno de esos tres que ahora yace bajo las sábanas policiales. Si es así, probablemente pronto estará clamando justicia para el monstruo que ha sido capaz de cometer un crimen tan horrendo contra tres pobres niños españoles y de buena familia.

Mi chófer ha dejado el coche (mi coche) aparcado detrás del edificio, en una zona reservada para personal ejecutivo. Aunque he conseguido despistarle al principio, fingiendo que buscaba comida en las papeleras mientras lo seguía, sé que a estas alturas es consciente de que lo estoy siguiendo. Lo conozco bien. Esperará a que me acerque lo suficiente antes de acometerme, así que no le doy tiempo.

-Hola, Roberto. No imaginas cuánto me alegro de volver a verte.

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