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No
tengo más que acariciar el teclado de mi silla de ruedas para situarme frente a
la ventana de mi despacho. Un cristal azul templado, transparente solo desde
este lado, que me proporciona una panorámica completa de la ciudad.
Soy
consciente de que muchos matarían por tener lo que yo tengo. De hecho, ese es
el problema. Probablemente acabarían consiguiéndolo, si no me hubiese
preocupado de matarlos yo primero. Es curioso. Al parecer, he luchado toda mi
vida para escalar hasta este lujoso ático construido en el mejor rascacielos de
la ciudad más importante del país y, sin embargo, ahora que lo he conseguido me
doy cuenta de que no es más que el primer peldaño de una larga escalera. Una
escalera mecánica, de esas que te conducen hacia arriba, indefectiblemente, siempre
hacia arriba…
Eso
es, ahí está la imagen, la de una escalera infinita, eterna, una de la que no
podré apearme nunca. Y, en el fondo, eso está bien, ¿verdad?
No
sé, a veces me asalta la duda.
Rothko,
Simon. Es él quien espera arriba, apenas dos escalones por encima de mí. Ha situado
una montaña de maletas entre ambos, a modo de barrera. Cree que así logrará
mantenerse a salvo en su lujoso rellano. Infeliz.
He
segado muchas vidas (me gusta esa forma de decirlo: segar, como si un muerto no
fuera más que un tallo de espiga). No es que me sienta orgulloso de ello, tan
solo constato un hecho. Tampoco me culpo, entendámonos. ¿Por qué habría de
hacerlo? Se trata de una mera cuestión de supervivencia. En la vida, unos ganan
y otros pierden, no hay más. Y Rothko va a perder, aunque él todavía no lo
sabe.
Mi
mayor ventaja; que no existo. Existí hace años. El nombre con el que se me
conoció ya no es más que un recuerdo. Ahora soy Hugo Kingsman. También Mauro
Castillo, y Umberto Jorio, Markus Mogilevic… Todos ellos falsos y, a pesar de
todo, perfectamente vivos. Hugo, por ejemplo, es un abogado de prestigio.
Mauro, un bibliotecario millonario. Umberto, un corredor de bolsa bastante
exitoso, y Markus Mogilevic un oligarca ruso caído en desgracia.
Todos
ellos soy yo, o mejor dicho, yo soy cada uno de ellos cuando necesito serlo.
Vuelvo
a acariciar mi teclado y ordeno a la silla deslizarse hasta la puerta de mi
despacho, que se abre silenciosamente a mi paso.
Esta
silla, que ha costado varios millones de euros, diseñada expresamente para mí,
dotada de los mayores avances tecnológicos… Esta silla, como decía, el único
medio de que dispongo para desplazarme, es también mi prisión. Es lo que me
recuerda constantemente quién soy, quién fui una vez: la persona que murió hace
diez años de un preciso disparo ante cientos de testigos, en el transcurso de
un torneo de ajedrez.
Esta
jodida silla, es la herencia que recibí de Ángel Salazar.
El
pasillo es ancho y diáfano, adaptado con precisión a las dimensiones de mi
silla de ruedas motorizada. No tengo temor de encontrarme con nadie, ya que el
tránsito en esta planta está diseñado para que solo se pueda circular en una
dirección. Tampoco es que haya demasiado personal por aquí. Reus, mi
secretaria, José María Espronceda, y yo mismo. El resto de mi equipo, unos ciento
y pico de empleados aproximadamente, trabajan desde casa. Por descontado,
ninguno me conoce. Para ellos solo soy un nombre, Kingsman, y una firma
estampada en el logotipo de la empresa.
Sitúo
mi silla frente a la puerta de cristal laminado y esta se abre eficiente,
silenciosamente. Reus levanta la mirada de su ordenador, sobresaltada. Eso me agrada,
no sé por qué razón. Descubrir el miedo en los ojos de los demás es algo que
siempre me ha causado satisfacción. Le sonrío y ella finge alegrarse al verme.
-Hola…
Hugo –dice, comenzando a incorporarse.
Ha
dudado al escoger mi nombre. Es la única persona en el mundo que conoce mis
otras identidades, descontando, claro está, a José María. Probablemente haya
descubierto también lo de Ángel. No es estúpida, debe haber atado cabos. Aun
así, tengo absoluta confianza en ella. Nunca me traicionaría.
La
adquirí en 2020, en plena crisis de pandemia. Por casualidad, podría decirse,
aunque no sea yo muy dado a creer en casualidades. Viuda de un alto cargo de la
embajada española en Suiza, tras su muerte descubrió que toda la herencia que
le había dejado su amado esposo consistía básicamente en un montón de trampas. Acudió
bastante agobiada a una de mis empresas pantalla en Berna en busca de trabajo, en
el transcurso de una de mis visitas. Su expediente me convenció: dominio de cinco
idiomas, licenciatura en Economía y Derecho, Máster en Dirección de Empresas…
y, sobre todo, tres hijos menores de edad a su cargo. Supe de inmediato que era
la persona idónea. Intuición, nada más que intuición, pero he aprendido a
fiarme de estas cosas.
La
rechazaron por estar demasiado cualificada para el puesto, pero yo la estaba
esperando en la puerta con el objetivo de ofrecerle algo mejor. Hablé con ella,
le expuse mis condiciones, y la pobre mujer aceptó sin titubeos. Fue lo
suficientemente lista para darse cuenta de que no tenía alternativa.
-No
es necesario que te levantes. Será una visita rápida.
Ella
obedece. Se sienta muy recta, más rígida que un palo. Dibuja una especie de
sonrisa que afea aún más su rostro, y guarda silencio.
-¿Ha
llegado el informe de Lausana?
-Aún
no, pero es muy temprano todavía. De todas formas, si quieres, llamo yo.
-No
será necesario… -dudo un momento-. Espero que no haya más errores con esto.
-No
debería haberlos. El último informe que recibimos era muy prometedor.
-Sí,
lo sé –la miro a los ojos y sonrío. Es algo que se me da muy bien-. ¿Qué tal
tus hijos?
-¿Mis
hijos? –Traga saliva-. Como siempre, ya sabes…
Abro
mi sonrisa, enseño los dientes.
-Cuida
de tus hijos, Reus, Cuídalos bien –le digo. Y sin dar tiempo a que me responda,
salgo de su despacho.
Como
ya he dicho, estoy seguro de que nunca me traicionaría.
Sin
perder el tiempo, dirijo mi silla hacia el despacho de Espronceda, mi abogado,
además de otras cosas. Lo conozco desde niño. La primera vez que contraté sus
servicios, acababa de cumplir catorce años. Había sido detenido bajo la
acusación de narcotráfico y organización criminal. José María no pudo hacer
mucho, ya que la policía halló la droga en mi casa, junto con mi revólver y la
libreta donde anotaba los pedidos. Me cayeron dos años en un centro de menores,
seguidos de una breve estancia en una planta de psiquiatría. No me gusta pensar
en ello.
Por
cierto, fue mi propio padre quien me delató. Me hubiera gustado encargarme de él con mis
propias manos, pero él se me adelantó, quizá previendo lo que iba a suceder. Se
ahorcó en la ducha, el muy hijo de perra. Sus huesos se pudren junto a los de
mi madre, que murió años después, asesinada por la misma persona que me dejó
postrado en esta silla de ruedas.
-Ángel…
-me saluda sin levantar la vista del ordenador. En la intimidad, me llama por
mi verdadero nombre. Es una petición mía. Me gusta oírlo de vez en cuando para
no olvidarme de quién soy.
-Hola.
¿Alguna novedad?
-Me
temo que sí.
Me
animo un poco. Por regla general, todo funciona como la seda, y eso me aburre.
Es lo que tiene contar con una buena organización. A ello contribuye, por
supuesto, el hecho de que la mayoría de mis “competidores” (me hace hasta gracia
hablar así de ellos) sean estúpidos y predecibles. Todos salvo Rothko, claro.
Pero de él me ocuparé pronto.
-¿Qué
ocurre?
-No
es nada grave. Se ha fugado una de las putas de Getafe. Una ucraniana.
-¿Cómo
ha sucedido?
Espronceda
mira de reojo su ordenador antes de contestar:
-No
lo sé con seguridad aún, pero me lo puedo imaginar. Un despiste de nuestra
gente. La mayoría de ellos consume algún tipo de droga y eso pasa factura antes
o después.
Respiro
hondo.
-¿Podría causarnos problemas?
-Potencialmente.
Si va a la policía y cuenta lo que sabe… Tendríamos que cerrar Getafe.
-Comprendo.
Hazlo ya, ciérralo todo. Que se lleven a las demás chicas a Galicia. Y avisa a
Carlos.
Espronceda
no pestañea al escuchar su nombre. Si le ha afectado no lo refleja en su
rostro. Eso es lo que siempre me ha gustado de él.
-¿Limpieza?
-Todo.
Esa puta y los imbéciles que la han dejado escapar.
-De
acuerdo.
-¿Algo
más? –Pregunto, deseando que me diga que sí, pero él mueve la cabeza en sentido
negativo. Lástima. Reconozco que me ha alegrado un poco la mañana, que ha
comenzado algo mustia.
Hoy
espero una noticia importante que tarda en llegar.
Odio
esperar.
Magnífica iniciativa. Yo también odio esperar, pero te tributo tal admiración que prometo irte leyendo.
ResponderEliminarMuchas gracias. Veamos si Ángel nos sorprende de nuevo.
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