lunes, 4 de diciembre de 2023

Capítulo 3. No siento nada

 


Los prostíbulos están cerrados, lógicamente. Las putas libres descansan en sus camastros, en la parte trasera de los edificios, mientras trabaja el equipo de limpieza. Algunas, las que tienen casa, han regresado a ella para iniciar la segunda parte de su doble vida. Las demás deben encontrarse ya en el piso franco, donde uno de los hombres las vigila de cerca. Eso me recuerda el pequeño contratiempo de Getafe. Anoto mentalmente preguntar a Carlos sobre el resultado de su encargo. Tengo curiosidad por saber cómo logró esa chica zafarse de su guardián.

También quiero estar seguro de que ya no existe ninguno de los dos.

Visitamos un par de antros de apuestas, una guardería de droga y un depósito de armas, todos ellos dirigidos por personas que trabajan para personas que reciben subvenciones de empresas legales. Empresas, huelga decirlo, que mantienen relaciones financieras con sociedades mercantiles presididas por individuos pagados por mí a través de alguna de mis identidades falsas. Algunos de ellos, los más importantes, me conocen, pero en general procuro mantenerme al margen. En realidad, aunque mi sistema parece complejo, no es más que una versión más sofisticada de la estructura que ideé en mi juventud, cuando trapicheaba con droga en los institutos de mi pueblo.

A petición mía, Roberto me lleva hasta uno de mis viveros localizado en un área de extrarradio, muy alejado de la ciudad. El Jeep negro se tiñe de polvo rojizo mientras recorre el camino rural que serpentea alrededor de las colinas, en dirección a un valle amplio e irregular. Aunque gozo de un magnífico sentido de orientación, me reconozco perdido al cabo de media hora de viaje. El lugar es una antigua marranera que actualmente alberga una docena de cerdos, al cuidado de un ganadero jubilado. La jubilación, en realidad, le llegó antes de lo esperado. Diez mil euros mensuales le ayudaron a tomar la decisión.

El olor que desprenden los animales es el mejor sistema para alejar a los curiosos. El inspector de sanidad de esta región está en nómina. Emite sus informes sin moverse de su despacho, y es bien retribuido por ello.

Cuando nos acercamos lo suficiente, el hedor traspasa el interior del coche, por lo que me cubro la nariz y la boca con un pañuelo. Roberto ni se inmuta.

-¿Qué es eso? –le pregunto. A pesar de tener las ventanas cerradas, escuchamos un estrépito de voces alteradas, acompañadas de ocasionales aplausos. Alguien parece estar celebrando una fiesta.

-No lo sé. Voy a informarme.

Deja el coche en marcha, con el aire acondicionado puesto, y se acerca a la granja evitando la puerta principal. Su mano se dirige instintivamente a la sobaquera, donde esconde su arma.

Regresa a los pocos minutos, con su rostro inescrutable de siempre.

-Han organizado una pelea de perros. Están apostando. Nadie vigila –añade en tono de reconvención tras una pausa.

Como he dicho, la granja de cerdos es un vivero; el lugar donde almaceno parte del dinero antes de ser blanqueado a través de mis empresas. Al parecer, el trabajo no es lo suficientemente atractivo para mis hombres, y quienes se deberían estar ocupando de su clasificación y custodia, ahora mismo pierden su tiempo contemplando cómo dos animales se destrozan mutuamente. Es peligroso. Cualquier idiota en bicicleta podría escucharlo, incluso desde lejos.

-Llévame hasta allí.

Roberto sube al coche y lo conduce un poco más cerca de la granja, a fin de facilitarme el acceso. Desde la ventanilla calibro la dificultad del terreno. Aunque el piso es muy irregular, creo que mi silla podrá salvarlo sin grandes problemas.

Antes de bajar, observo la entrada. Ni un vigilante apostado, tal y como me ha adelantado Roberto. Cualquiera podría entrar allí como Pedro por su casa. No lo sé con seguridad, pero calculo que ese vivero debe contener más de quinientos millones. Empiezo a notar que mi corazón se acelera y que regresa la vieja ira. Quizá nunca se fue.

Finalmente, he tomado una decisión. Mi silla cuenta con un potente geolocalizador que me mantiene ubicado permanentemente. Además, me permite enviar señales, así como dar instrucciones. Por ejemplo, la movilización de alguna célula armada.

Es lo que hago ahora.

-Vale, bájame –le ordeno a Roberto.

Él acciona un botón que tiene junto al volante. La puerta de mi lado se abre y desciende la plataforma hasta tocar el suelo. Tengo un pequeño obstáculo en el mismo lugar por el que debo bajar. Es un accidente del terreno, que forma una pequeña ondulación, una especie de escalón, pero como imaginaba, mi silla lo supera con facilidad.

Roberto va delante. Abre la puerta y me precede.

La entrada del vivero es un pasillo lóbrego y estrecho. El suelo no está pavimentado y las paredes son simples muretes de ladrillos agujereados. La peste es aquí insufrible, lo que, unido a la dificultad del camino, incrementa mi furia. Sin embargo, no permito que esa rabia me afecte. Soy el mismo Ángel de siempre.

Pasamos junto a los cerdos, encerrados en sus cochiqueras. El encargado de cuidarlos es el único que permanece en su puesto. Lo encontramos abrevando a los animales, que lanzan algún gruñido ocasional cada vez que se acerca a ellos. Es viejo, más de lo que imaginaba. Setenta años o así. No sé mucho de él, pero creo recordar que tiene una nieta a su cargo. Los padres murieron en un accidente de tráfico. Me mira, extrañado. Por supuesto, nada sabe de mi existencia. Luego se fija en Roberto, y algo me dice que ha comprendido lo que está pasando. Escupe en el suelo, a su espalda, y vuelve la cabeza hacia su derecha, de donde provienen los gritos. Luego prosigue su trabajo sin hacer ningún comentario.

-Vamos, quiero verlo –le digo a Roberto. En ese momento se escucha el gemido prolongado de uno de los perros, seguido de un nutrido aplauso.

Roberto se ha detenido frente a la puerta, y se rasca la cabeza, pensativo.

-Hay un escalón.

Es cierto, justo delante de la puerta, aunque no es muy alto.

-Ve tú primero, no hay problema. Y prepárate –le digo, mirando su sobaquera. Él asiente, aunque me da la impresión que ya tenía claro lo que está a punto de suceder.

 

Como esperaba, mi silla salva el escalón sin dificultad; ya he dicho antes que costó una millonada, pero ha cumplido las expectativas con creces. Roberto me espera con la puerta abierta, manteniéndose algo adelantado.

Nadie, repito, nadie, se percata de que han entrado dos intrusos. Lamentable.

Estamos ahora en una especie de corral formado por un círculo central rodeado por una cerca de madera. A su alrededor, un estrecho corredor de suelo terroso donde se hacinan los espectadores. A pesar de hallarme sentado, puedo ver entre los tablones lo que está sucediendo. Distingo con claridad un pitbull blanco con medio cuerpo ensangrentado. Ha perdido un ojo, y una de las orejas -o lo que queda de ella- es apenas un colgajo. Tiene la boca enterrada en el cuello de un perro grande, grisáceo, que recuerda vagamente un dogo. La presión de la mordida hace resaltar la musculatura de su mandíbula, que proyecta continuas fasciculaciones. De sus fauces chorrea un fino caño de sangre espumosa.

Aunque no parece tan dañado a primera vista como su adversario, la vidriosa mirada del dogo revela que está derrotado.

Le hago una señal a Roberto para que aguarde. De repente me apetece contemplar el final de la escena.

Por alguna razón, me trae a la memoria la charla que mantuve con un loquero, hace años. Era un niño todavía. Tras obligarme a completar un larguísimo cuestionario, comenzó a hacerme preguntas estúpidas, pero que me hicieron sentir incómodo. Lo odié por ello.

“¿Qué sientes cuando alguien se enfada contigo?”

 “No comprendo la pregunta”

“De acuerdo, te lo pondré más fácil… Si tu mejor amigo dejara de hablarte, o te traicionara, ¿sentirías algo?”

“Supongo que sí. Supongo que me enfadaría”.

En realidad, hubiera hecho algo más que enfadarme, pero por entonces era ya lo bastante despierto como para callarme lo que realmente pensaba. Y lo que pensaba era que, con toda seguridad, lo castigaría. Lo castigaría con dureza.

“¿Y si…? -pareció dudar-… ¿Y si alguien hiciera daño a un ser querido? A tu mamá, a tu papá… a una mascota.

Esta vez no dije nada. No tenía mascota, por otro lado. Nunca he tenido una. Me parece estúpido hacerte cargo de un animal que no te importa nada.

Soy capaz de recordar todas y cada una de las cosas que he vivido, pero de algunas conservo una imagen más nítida, por alguna razón. De esta conversación, por ejemplo. Supongo que me marcó. ¿Sentir? ¿A qué se refería ese individuo? ¿Por qué habría de sentir algo?

Mientras contemplo la agonía del perro vencido, la desesperación en su mirada, la lenta y dolorosa exhalación que brota de su boca, se me ocurre que hoy sí tendría una respuesta para él.

Nada.

No siento nada en absoluto.

 

El perro ha muerto, lo que supone el final de la diversión. Varios de los hombres ya se han percatado de nuestra presencia y escucho algunos cuchicheos que nos señalan. Son media docena, la mayoría, con suerte, desarmados. Cuento con su estupidez.

A mi señal, Roberto saca su pistola y dispara al aire. Todas las miradas están ahora pendientes de él, y yo aprovecho para extraer mi fusil de los bajos de mi silla de ruedas. Es un híbrido corto del famoso AR-15 americano. Mismas prestaciones, pero mucho más liviano y compacto. Lo mejor de todo, es capaz de disparar setecientos disparos por minuto. Fabricado expresamente para mí, siguiendo mis indicaciones.

-Que nadie se mueva ni un milímetro de donde está –digo, levantando la voz-. Ninguno de vosotros me conoce. En ese sentido, nada va a cambiar. Basta con que sepáis que soy quien paga vuestros sueldos. Y estáis bien pagados, me consta. Me gusta tener contentos a mis empleados porque creo que de esa manera evito las malas tentaciones. Pero hoy me siento estafado.

Me detengo. El perro ha comenzado a gañir con fuerza. Es su lamento de despedida. Entonces, suena otro disparo y su cabeza salta por los aires. Me vuelvo hacia Roberto, que se justifica:

-Estaba sufriendo. Además, había que hacerle callar.

Asiento con la cabeza. Ahora hay un silencio sepulcral, solo interrumpido por el sordo gruñido de los cerdos. Miro mi reloj. Han transcurrido treinta minutos desde mi aviso. No deberían tardar mucho.

-¿Quién es el encargado? –pregunto, levantando el rifle.

Nadie contesta, pero las miradas se desvían hacia un individuo de corta talla y gruesos labios latinos.

-¿Eres tú?

-Sí, yo.

-Nombre.

-Luis.

-Luis… ¿Cuánto tiempo llevas trabajando con nosotros, Luis?

-Dos años.

-¿Alguna vez has matado, Luis?

Duda en responder.

-Sí. Varias veces.

-Mentira –le digo, antes de apretar el gatillo. Su cuerpo ejecuta una suerte de baile espasmódico, y cae al suelo-. Hasta pronto, Luis.

Los demás guardan silencio, ni siquiera un grito de protesta. Resulta evidente que el muerto no era demasiado popular entre sus hombres.

-Mi amigo y yo hemos entrado sin ningún problema –prosigo-. Nadie ha dado el aviso, nadie nos ha detenido en la puerta. Nadie ha hecho nada. Y como todos sabéis, hay mucha pasta escondida aquí dentro. Tú –señalo al que me parece el más joven del grupo-. ¿Cómo te llamas?

-Javier… Javier Pulido.

-Javier. Tendrás… ¿diecinueve?

-Veintiuno.

-¿Cuánto te pagamos al mes, Javier?

-Cinco.

-Cinco mil euros, no está mal. Mucha pasta por hacer algo tan sencillo, ¿no crees? El dinero viene ya contado y empaquetado. Ni siquiera eso debéis hacer. Se trata de vigilar una puta granja de cerdos, alejar a los curiosos, y entregarlo a su debido tiempo. Joder, Javi…

-Lo siento.

-¿Tienes familia, Javi?

Roberto me mira de soslayo. Creo que no tiene ni idea de a dónde pretendo llegar. Por qué no me lo cargo, sin más, se pregunta. En otras circunstancias, podría pensarse que trato de ganar tiempo hasta que llegue el equipo, pero a estas alturas resulta más que evidente que tan solo van a ocuparse de limpiar el estropicio.

No. Hoy es un día especial. El día en que por fin he recibido la noticia de que volveré a caminar, y supongo que estoy eufórico. Además, la visión de la pelea entre los perros ha despertado en mí un apetito que ya creía olvidado. La ira ha dado paso a otra cosa.

Juego, solo eso. Juego. Hace tanto tiempo que no lo hago.

El hombre que tiembla frente a mí, por ejemplo. A sus ojos no soy más que un tullido loco que tiene un arma. Sabe (debe saberlo) que su vida pende en estos momentos de un hilo muy fino, tanto, que podría romperla un solo parpadeo, un suspiro. O, probablemente, lo que salga de sus labios.

-Tengo hijos… -vacila-. Una niña pequeña de tres años.

-¿Estás casado?

-No, todavía no. Lo… lo estamos pensando. Las cosas están difíciles…

-Lo imagino –le señalo el cuerpo de Luis-. ¿Quieres vivir, Javi?

-Sí, señor.

-De acuerdo. Lo acabo de decidir. Vivirás.

Acto seguido dirijo mi rifle hacia el resto y descargo una ráfaga. En apenas cinco segundos, todos están muertos. Menos Javier. Él sigue vivo.

-Creo que debéis tener palas por aquí, en algún sitio. Empieza a cavar –le ordeno-. Tus compañeros, entiérralos junto al perro, no hagas distinciones.

Roberto está mirando por encima de mi hombro con gesto de pesadumbre. Me vuelvo y mis ojos se tropiezan con la mirada asustada del viejo. Observo que hace ademán de largarse.

-Vaya. Me caía bien –murmuro, y vuelvo a disparar mi arma.


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