Los
prostíbulos están cerrados, lógicamente. Las putas libres descansan en sus
camastros, en la parte trasera de los edificios, mientras trabaja el equipo de
limpieza. Algunas, las que tienen casa, han regresado a ella para iniciar la
segunda parte de su doble vida. Las demás deben encontrarse ya en el piso
franco, donde uno de los hombres las vigila de cerca. Eso me recuerda el
pequeño contratiempo de Getafe. Anoto mentalmente preguntar a Carlos sobre el
resultado de su encargo. Tengo curiosidad por saber cómo logró esa chica
zafarse de su guardián.
También
quiero estar seguro de que ya no existe ninguno de los dos.
Visitamos
un par de antros de apuestas, una guardería de droga y un depósito de armas,
todos ellos dirigidos por personas que trabajan para personas que reciben
subvenciones de empresas legales. Empresas, huelga decirlo, que mantienen
relaciones financieras con sociedades mercantiles presididas por individuos
pagados por mí a través de alguna de mis identidades falsas. Algunos de ellos,
los más importantes, me conocen, pero en general procuro mantenerme al margen.
En realidad, aunque mi sistema parece complejo, no es más que una versión más
sofisticada de la estructura que ideé en mi juventud, cuando trapicheaba con droga
en los institutos de mi pueblo.
A
petición mía, Roberto me lleva hasta uno de mis viveros localizado en un área
de extrarradio, muy alejado de la ciudad. El Jeep negro se tiñe de polvo rojizo
mientras recorre el camino rural que serpentea alrededor de las colinas, en
dirección a un valle amplio e irregular. Aunque gozo de un magnífico sentido de
orientación, me reconozco perdido al cabo de media hora de viaje. El lugar es una
antigua marranera que actualmente alberga una docena de cerdos, al cuidado de
un ganadero jubilado. La jubilación, en realidad, le llegó antes de lo
esperado. Diez mil euros mensuales le ayudaron a tomar la decisión.
El
olor que desprenden los animales es el mejor sistema para alejar a los
curiosos. El inspector de sanidad de esta región está en nómina. Emite sus
informes sin moverse de su despacho, y es bien retribuido por ello.
Cuando
nos acercamos lo suficiente, el hedor traspasa el interior del coche, por lo
que me cubro la nariz y la boca con un pañuelo. Roberto ni se inmuta.
-¿Qué
es eso? –le pregunto. A pesar de tener las ventanas cerradas, escuchamos un
estrépito de voces alteradas, acompañadas de ocasionales aplausos. Alguien
parece estar celebrando una fiesta.
-No
lo sé. Voy a informarme.
Deja
el coche en marcha, con el aire acondicionado puesto, y se acerca a la granja
evitando la puerta principal. Su mano se dirige instintivamente a la sobaquera,
donde esconde su arma.
Regresa
a los pocos minutos, con su rostro inescrutable de siempre.
-Han
organizado una pelea de perros. Están apostando. Nadie vigila –añade en tono de
reconvención tras una pausa.
Como
he dicho, la granja de cerdos es un vivero; el lugar donde almaceno parte del
dinero antes de ser blanqueado a través de mis empresas. Al parecer, el trabajo
no es lo suficientemente atractivo para mis hombres, y quienes se deberían estar
ocupando de su clasificación y custodia, ahora mismo pierden su tiempo
contemplando cómo dos animales se destrozan mutuamente. Es peligroso. Cualquier
idiota en bicicleta podría escucharlo, incluso desde lejos.
-Llévame
hasta allí.
Roberto
sube al coche y lo conduce un poco más cerca de la granja, a fin de facilitarme
el acceso. Desde la ventanilla calibro la dificultad del terreno. Aunque el
piso es muy irregular, creo que mi silla podrá salvarlo sin grandes problemas.
Antes
de bajar, observo la entrada. Ni un vigilante apostado, tal y como me ha
adelantado Roberto. Cualquiera podría entrar allí como Pedro por su casa. No lo
sé con seguridad, pero calculo que ese vivero debe contener más de quinientos
millones. Empiezo a notar que mi corazón se acelera y que regresa la vieja ira.
Quizá nunca se fue.
Finalmente,
he tomado una decisión. Mi silla cuenta con un potente geolocalizador que me
mantiene ubicado permanentemente. Además, me permite enviar señales, así como
dar instrucciones. Por ejemplo, la movilización de alguna célula armada.
Es
lo que hago ahora.
-Vale,
bájame –le ordeno a Roberto.
Él
acciona un botón que tiene junto al volante. La puerta de mi lado se abre y
desciende la plataforma hasta tocar el suelo. Tengo un pequeño obstáculo en el
mismo lugar por el que debo bajar. Es un accidente del terreno, que forma una
pequeña ondulación, una especie de escalón, pero como imaginaba, mi silla lo
supera con facilidad.
Roberto
va delante. Abre la puerta y me precede.
La
entrada del vivero es un pasillo lóbrego y estrecho. El suelo no está
pavimentado y las paredes son simples muretes de ladrillos agujereados. La
peste es aquí insufrible, lo que, unido a la dificultad del camino, incrementa
mi furia. Sin embargo, no permito que esa rabia me afecte. Soy el mismo Ángel
de siempre.
Pasamos
junto a los cerdos, encerrados en sus cochiqueras. El encargado de cuidarlos es
el único que permanece en su puesto. Lo encontramos abrevando a los animales,
que lanzan algún gruñido ocasional cada vez que se acerca a ellos. Es viejo,
más de lo que imaginaba. Setenta años o así. No sé mucho de él, pero creo
recordar que tiene una nieta a su cargo. Los padres murieron en un accidente de
tráfico. Me mira, extrañado. Por supuesto, nada sabe de mi existencia. Luego se
fija en Roberto, y algo me dice que ha comprendido lo que está pasando. Escupe
en el suelo, a su espalda, y vuelve la cabeza hacia su derecha, de donde
provienen los gritos. Luego prosigue su trabajo sin hacer ningún comentario.
-Vamos,
quiero verlo –le digo a Roberto. En ese momento se escucha el gemido prolongado
de uno de los perros, seguido de un nutrido aplauso.
Roberto
se ha detenido frente a la puerta, y se rasca la cabeza, pensativo.
-Hay
un escalón.
Es
cierto, justo delante de la puerta, aunque no es muy alto.
-Ve
tú primero, no hay problema. Y prepárate –le digo, mirando su sobaquera. Él
asiente, aunque me da la impresión que ya tenía claro lo que está a punto de
suceder.
Como
esperaba, mi silla salva el escalón sin dificultad; ya he dicho antes que costó
una millonada, pero ha cumplido las expectativas con creces. Roberto me espera
con la puerta abierta, manteniéndose algo adelantado.
Nadie,
repito, nadie, se percata de que han entrado dos intrusos. Lamentable.
Estamos
ahora en una especie de corral formado por un círculo central rodeado por una
cerca de madera. A su alrededor, un estrecho corredor de suelo terroso donde se
hacinan los espectadores. A pesar de hallarme sentado, puedo ver entre los
tablones lo que está sucediendo. Distingo con claridad un pitbull blanco con
medio cuerpo ensangrentado. Ha perdido un ojo, y una de las orejas -o lo que
queda de ella- es apenas un colgajo. Tiene la boca enterrada en el cuello de un
perro grande, grisáceo, que recuerda vagamente un dogo. La presión de la
mordida hace resaltar la musculatura de su mandíbula, que proyecta continuas
fasciculaciones. De sus fauces chorrea un fino caño de sangre espumosa.
Aunque
no parece tan dañado a primera vista como su adversario, la vidriosa mirada del
dogo revela que está derrotado.
Le
hago una señal a Roberto para que aguarde. De repente me apetece contemplar el
final de la escena.
Por
alguna razón, me trae a la memoria la charla que mantuve con un loquero, hace
años. Era un niño todavía. Tras obligarme a completar un larguísimo cuestionario,
comenzó a hacerme preguntas estúpidas, pero que me hicieron sentir incómodo. Lo
odié por ello.
“¿Qué
sientes cuando alguien se enfada contigo?”
“No comprendo la pregunta”
“De
acuerdo, te lo pondré más fácil… Si tu mejor amigo dejara de hablarte, o te
traicionara, ¿sentirías algo?”
“Supongo
que sí. Supongo que me enfadaría”.
En
realidad, hubiera hecho algo más que enfadarme, pero por entonces era ya lo bastante
despierto como para callarme lo que realmente pensaba. Y lo que pensaba era
que, con toda seguridad, lo castigaría. Lo castigaría con dureza.
“¿Y
si…? -pareció dudar-… ¿Y si alguien hiciera daño a un ser querido? A tu mamá, a
tu papá… a una mascota.
Esta
vez no dije nada. No tenía mascota, por otro lado. Nunca he tenido una. Me
parece estúpido hacerte cargo de un animal que no te importa nada.
Soy
capaz de recordar todas y cada una de las cosas que he vivido, pero de algunas
conservo una imagen más nítida, por alguna razón. De esta conversación, por
ejemplo. Supongo que me marcó. ¿Sentir? ¿A qué se refería ese individuo? ¿Por
qué habría de sentir algo?
Mientras
contemplo la agonía del perro vencido, la desesperación en su mirada, la lenta
y dolorosa exhalación que brota de su boca, se me ocurre que hoy sí tendría una
respuesta para él.
Nada.
No
siento nada en absoluto.
El
perro ha muerto, lo que supone el final de la diversión. Varios de los hombres
ya se han percatado de nuestra presencia y escucho algunos cuchicheos que nos
señalan. Son media docena, la mayoría, con suerte, desarmados. Cuento con su
estupidez.
A
mi señal, Roberto saca su pistola y dispara al aire. Todas las miradas están
ahora pendientes de él, y yo aprovecho para extraer mi fusil de los bajos de mi
silla de ruedas. Es un híbrido corto del famoso AR-15 americano. Mismas
prestaciones, pero mucho más liviano y compacto. Lo mejor de todo, es capaz de
disparar setecientos disparos por minuto. Fabricado expresamente para mí,
siguiendo mis indicaciones.
-Que
nadie se mueva ni un milímetro de donde está –digo, levantando la voz-. Ninguno
de vosotros me conoce. En ese sentido, nada va a cambiar. Basta con que sepáis
que soy quien paga vuestros sueldos. Y estáis bien pagados, me consta. Me gusta
tener contentos a mis empleados porque creo que de esa manera evito las malas
tentaciones. Pero hoy me siento estafado.
Me
detengo. El perro ha comenzado a gañir con fuerza. Es su lamento de despedida.
Entonces, suena otro disparo y su cabeza salta por los aires. Me vuelvo hacia
Roberto, que se justifica:
-Estaba
sufriendo. Además, había que hacerle callar.
Asiento
con la cabeza. Ahora hay un silencio sepulcral, solo interrumpido por el sordo
gruñido de los cerdos. Miro mi reloj. Han transcurrido treinta minutos desde mi
aviso. No deberían tardar mucho.
-¿Quién
es el encargado? –pregunto, levantando el rifle.
Nadie
contesta, pero las miradas se desvían hacia un individuo de corta talla y
gruesos labios latinos.
-¿Eres
tú?
-Sí,
yo.
-Nombre.
-Luis.
-Luis…
¿Cuánto tiempo llevas trabajando con nosotros, Luis?
-Dos
años.
-¿Alguna
vez has matado, Luis?
Duda
en responder.
-Sí.
Varias veces.
-Mentira
–le digo, antes de apretar el gatillo. Su cuerpo ejecuta una suerte de baile espasmódico,
y cae al suelo-. Hasta pronto, Luis.
Los
demás guardan silencio, ni siquiera un grito de protesta. Resulta evidente que
el muerto no era demasiado popular entre sus hombres.
-Mi
amigo y yo hemos entrado sin ningún problema –prosigo-. Nadie ha dado el aviso,
nadie nos ha detenido en la puerta. Nadie ha hecho nada. Y como todos sabéis,
hay mucha pasta escondida aquí dentro. Tú –señalo al que me parece el más joven
del grupo-. ¿Cómo te llamas?
-Javier…
Javier Pulido.
-Javier.
Tendrás… ¿diecinueve?
-Veintiuno.
-¿Cuánto
te pagamos al mes, Javier?
-Cinco.
-Cinco
mil euros, no está mal. Mucha pasta por hacer algo tan sencillo, ¿no crees? El
dinero viene ya contado y empaquetado. Ni siquiera eso debéis hacer. Se trata
de vigilar una puta granja de cerdos, alejar a los curiosos, y entregarlo a su
debido tiempo. Joder, Javi…
-Lo
siento.
-¿Tienes
familia, Javi?
Roberto
me mira de soslayo. Creo que no tiene ni idea de a dónde pretendo llegar. Por
qué no me lo cargo, sin más, se pregunta. En otras circunstancias, podría
pensarse que trato de ganar tiempo hasta que llegue el equipo, pero a estas
alturas resulta más que evidente que tan solo van a ocuparse de limpiar el
estropicio.
No.
Hoy es un día especial. El día en que por fin he recibido la noticia de que
volveré a caminar, y supongo que estoy eufórico. Además, la visión de la pelea
entre los perros ha despertado en mí un apetito que ya creía olvidado. La ira
ha dado paso a otra cosa.
Juego,
solo eso. Juego. Hace tanto tiempo que no lo hago.
El
hombre que tiembla frente a mí, por ejemplo. A sus ojos no soy más que un tullido
loco que tiene un arma. Sabe (debe saberlo) que su vida pende en estos momentos
de un hilo muy fino, tanto, que podría romperla un solo parpadeo, un suspiro.
O, probablemente, lo que salga de sus labios.
-Tengo
hijos… -vacila-. Una niña pequeña de tres años.
-¿Estás
casado?
-No,
todavía no. Lo… lo estamos pensando. Las cosas están difíciles…
-Lo
imagino –le señalo el cuerpo de Luis-. ¿Quieres vivir, Javi?
-Sí,
señor.
-De
acuerdo. Lo acabo de decidir. Vivirás.
Acto
seguido dirijo mi rifle hacia el resto y descargo una ráfaga. En apenas cinco
segundos, todos están muertos. Menos Javier. Él sigue vivo.
-Creo
que debéis tener palas por aquí, en algún sitio. Empieza a cavar –le ordeno-.
Tus compañeros, entiérralos junto al perro, no hagas distinciones.
Roberto
está mirando por encima de mi hombro con gesto de pesadumbre. Me vuelvo y mis
ojos se tropiezan con la mirada asustada del viejo. Observo que hace ademán de
largarse.
-Vaya.
Me caía bien –murmuro, y vuelvo a disparar mi arma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario