El
camión es un viejo Nissan con más de treinta años. La ballesta cruje como un
demonio cada vez que hundo sus ruedas en cualquiera de los socavones que cubren
la maltrecha calzada. A pesar de todo, el viaje transcurre sin incidencias
hasta Borodianka.
A
medida que avanza la noche, el aire comienza a llenarse de los familiares ecos
de los bombardeos. El estruendo proviene de Kiev, que está siendo acometida por
el ejército ruso. Si cae esta noche, el resto del país también caerá, como un
castillo de naipes arrastrado por el viento. Da igual. Gente que mata a gente…
¿Qué importan estos o aquellos?
Espigas de trigo
amarilleando el suelo. Gotas de lluvia cayendo en el océano. Césped recién
cortado sobre la hierba.
Pero
no me gusta. Es peligroso. Aunque el frente está ahora en Kiev, el ruso es un
ejército indisciplinado, mercenario, sin honor. Podría encontrarme con batallones
sueltos, con algún lobo solitario, y yo estoy débil e inerme. Anatoly no tenía
en sus bolsillos más que un teléfono móvil y un puñado de grivnas, que ya he juntado
con el dinero que encontré entre las ropas de los dos viejos de Fontanka.
El
móvil está desbloqueado. Podría intentar una llamada a España, pero no lo haré
hasta no estar seguro de quién o quiénes me traicionaron. Eso, con suerte,
sucederá muy pronto. Mientras tanto, solo me queda la opción de sobrevivir, sea
como sea.
Llego
a Borodianka. Maldita ciudad. Maldita. Tengo que detenerme porque el chivato de
la reserva está encendido desde Kiev. Calculo que me queda gasolina para
treinta o cuarenta kilómetros como mucho.
A
la entrada de esta ciudad, que no es más que una calle hipertrofiada, encuentro
una gasolinera que aún permanece en pie. Es noche cerrada, y no se observa
movimiento por los alrededores. A pesar de todo, detengo el camión y apago el
motor y las luces. Bajo el cristal y aguzo el oído, pero solo me llega el
retumbar de las bombas que arrecian sobre la capital. Me separan sesenta
kilómetros, pero da la sensación de que estuvieran cayendo allí mismo.
No
me queda más remedio que intentarlo, si no quiero renunciar al camión. Arranco
de nuevo y avanzo hasta situarme junto a uno de los surtidores. No espero que
venga nadie a atenderme, es más que obvio que el lugar lleva abandonado algún
tiempo. Quizá ni siquiera queda gasolina en los depósitos.
El
grito, más bien jadeo, llega a mis oídos en el preciso instante en el que
extraigo la manguera. Proviene del interior de la gasolinera, una construcción
muy similar a cualquiera de las que se pueden encontrar en España.
¿Qué
hacer? El sonido que acabo de escuchar resulta poco tranquilizador. Podría
tratarse de un grupo de soldados ensañándose con alguna desventurada, o algo
peor. Tengo que salir de allí.
Pero
en el momento en que vuelvo a dejar la manguera en su sitio, noto en mi nuca el
frío contacto de un cañón.
-El
menor movimiento y eres hombre muerto –me ordena alguien en perfecto ruso.
-Has
sido muy silencioso.
-¿De
verdad? –replica con sarcasmo. Y añade en tono más perentorio-: ¡Camina, vamos!
Me
conduce al interior de la tienda, cuya puerta se abre de improviso. Una cabeza
de la que solo puedo distinguir un casco y unas gruesas gafas nocturnas nos
hace signos para que entremos. Nada más atravesar el umbral, recibo una fuerte
patada en la espalda que me arroja al suelo.
-Sois
muy amables.
-Cállate,
imbécil –contesta mi captor. Es un hombre alto y de complexión fuerte. Es lo
único que puedo ver de él, ya que tiene el rostro totalmente cubierto como su
compañero.
Son
dos. Tienen el uniforme gastado y las botas sucias, agujereadas. Además, no
llevan insignias ni galones. Mercenarios. Probablemente desertores.
-¿Quién
eres? –me pregunta el que nos ha abierto la puerta, varios centímetros más bajo
que su compañero. A pesar de ello, su voz chillona y autoritaria me hace pensar
que es quien lleva la voz cantante en esa sociedad.
-Un
civil que huye, nada más.
-¿Estás
solo?
-Sí.
Intento llegar a la frontera con Polonia. –Señalo al exterior con la cabeza-.
Ese de ahí fuera es mi camión. Registradlo, si queréis, está vacío.
En
ese momento se oye un gemido. Hay alguien más con nosotros.
Intento
volverme, pero solo alcanzo a ver una sombra, un bulto pequeño que tiembla
junto al mostrador de la tienda. La bota del grandullón me obliga a quedarme
quieto con una patada en el estómago.
-Eso
no te incumbe –me espeta el jefe. Luego, dirigiéndose a su compañero-.
Comprueba si es cierto lo que dice sobre el camión. ¿Y las llaves?
-En
el contacto.
El
grandullón sale de la tienda, dejándome a solas con su superior y el bulto tembloroso
del suelo.
-¿Sois
desertores?
-Calla
la boca, si quieres vivir.
Suelto
una carcajada que el soldado recibe con sorpresa. Se levanta las gafas y puedo
verle los ojos. Son de comadreja. Astutos y serviles.
-¿De
qué me va a servir? Vais a matarme igual. Sois mercenarios de Wagner, ¿verdad?
Carniceros a sueldo…
El
soldado reacciona como yo esperaba. Levanta su fusil, un AK-12 de asalto, y
trata de golpearme en la cabeza. En cuanto se halla a mi alcance lo sujeto con
las dos manos, apartando de mí el cañón, y tiro con todas mis fuerzas.
-¡Cerdo!
–protesta, al verse desarmado-. Entonces se vuelve hacia la puerta, no sé si
con intención de huir o de avisar a su compañero.
Evidentemente,
no puedo permitirlo.
Desde
el suelo, le envío una ráfaga. La comadreja ejecuta un baile acrobático y se desploma como un muñeco desinflado.
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