jueves, 4 de abril de 2024

Capítulo 28. Catatónica

 



Lo primero que noto es el frío. Por lo que sé, nos hallamos a primeros de marzo, un mes gélido en esta parte de Europa. El calor de la niña, acurrucada sobre mi pecho, proporciona un poco de alivio, pero enseguida me doy cuenta de que tengo que buscar algo de abrigo.

La solución se presenta cuando apenas he recorrido un par de calles. Una pareja de ancianos yace boca arriba en medio de la carretera, todavía cogidos de la mano. Cuando me acerco, descubro que no han muerto a causa del bombardeo; un racimo de orificios de bala recorre ambos cuerpos, desde la cintura hasta la cara. Sus ojos abiertos todavía brillan en mitad de la noche. Por su expresión de sorpresa, deduzco que no han llegado a ver al autor de los disparos.

Por suerte, viajaban abrigados.

Dejo a la niña sobre la acera, y después de echar una ojeada alrededor por si todavía anduviese cerca el autor de los disparos, despojo a los dos viejos de sus anoraks. Aunque perforados, servirán de momento. La niña, Lisa, me contempla en silencio desde una acera cercana, sorbiéndose los mocos. Tiene la mirada perdida. Tanto mejor, si está en shock, no podrá ocasionarme problemas

Después registro sus cuerpos, en los que no encuentro más que papeles sin valor y un puñado de grivnas, la moneda oficial ucraniana. Cuento cuatro billetes de quinientos y dos de mil, al cambio, unos cien euros. En las mochilas, hay comida.

No han sido ladrones comunes, por tanto, sino soldados rusos que probablemente llevaban cierta prisa.

-Toma –le digo a la niña, arrojándole el abrigo de la vieja-. Póntelo.

La niña no responde. Ni siquiera hace ademán de coger la prenda, a pesar de que está tiritando. Solo me observa con sus grandes ojos azules carentes de expresión.

Cuando termino con los ancianos, me acerco a ella y la examino con más atención. Sus pupilas son dos puntos diminutos que parecen dibujados sobre el iris, como los de una muñeca.

Catatónica.

La envuelvo yo mismo en el abrigo y me la echo al hombro, como si fuera un fardo. En estos momentos no deseo perderla, si me tropezara con alguna avanzadilla, esta cría podría serme de gran utilidad. De hecho, su actual estado supone una ventaja. Me permitirá inventar cualquier historia sin miedo a que la niña me desmienta.

Y ahora, ¿qué?

Lo primero, buscar un transporte, el que sea. No llegaremos muy lejos a pie, y no solo por las condiciones atmosféricas. La pareja de ancianos que acabo de desvalijar es la prueba de ello. Por otra parte, la frontera con Polonia está a más de mil trescientos kilómetros de mi posición. Mil trescientos kilómetros de llanura, bosque y pueblos devastados donde podemos encontrarnos tropas de cualquiera de los dos bandos. 

Pero no hay nada a mi alrededor. Las calles permanecen desiertas, ningún vehículo se atreve a aventurarse. Nadie, nada, salvo nosotros, la niña y yo. Echo a andar pegado a las paredes de los edificios que aún se tienen en pie sin dejar de observar a mi alrededor. A causa de mi encierro, no sé mucho sobre los acontecimientos de la guerra, pero sí bastante acerca del comportamiento humano. Por regla general, la gente es estúpida y cobarde. Imagino que, en estos momentos, mientras huimos en mitad de la noche helada, estamos siendo observados por miles de ojos desde las ventanas aparentemente cegadas que nos rodean.

No se atreverán a ayudarnos, y tampoco lo pretendo. Para mí es suficiente que nadie se entrometa.

 

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