Lo
primero que noto es el frío. Por lo que sé, nos hallamos a primeros de marzo,
un mes gélido en esta parte de Europa. El calor de la niña, acurrucada sobre mi
pecho, proporciona un poco de alivio, pero enseguida me doy cuenta de que tengo
que buscar algo de abrigo.
La
solución se presenta cuando apenas he recorrido un par de calles. Una pareja de
ancianos yace boca arriba en medio de la carretera, todavía cogidos de la mano.
Cuando me acerco, descubro que no han muerto a causa del bombardeo; un racimo
de orificios de bala recorre ambos cuerpos, desde la cintura hasta la cara. Sus
ojos abiertos todavía brillan en mitad de la noche. Por su expresión de
sorpresa, deduzco que no han llegado a ver al autor de los disparos.
Por
suerte, viajaban abrigados.
Dejo
a la niña sobre la acera, y después de echar una ojeada alrededor por si
todavía anduviese cerca el autor de los disparos, despojo a los dos viejos de
sus anoraks. Aunque perforados, servirán de momento. La niña, Lisa, me
contempla en silencio desde una acera cercana, sorbiéndose los mocos. Tiene la
mirada perdida. Tanto mejor, si está en shock, no podrá ocasionarme problemas
Después
registro sus cuerpos, en los que no encuentro más que papeles sin valor y un
puñado de grivnas, la moneda oficial ucraniana. Cuento cuatro billetes de
quinientos y dos de mil, al cambio, unos cien euros. En las mochilas, hay
comida.
No
han sido ladrones comunes, por tanto, sino soldados rusos que probablemente
llevaban cierta prisa.
-Toma
–le digo a la niña, arrojándole el abrigo de la vieja-. Póntelo.
La
niña no responde. Ni siquiera hace ademán de coger la prenda, a pesar de que
está tiritando. Solo me observa con sus grandes ojos azules carentes de
expresión.
Cuando
termino con los ancianos, me acerco a ella y la examino con más atención. Sus
pupilas son dos puntos diminutos que parecen dibujados sobre el iris, como los
de una muñeca.
Catatónica.
La
envuelvo yo mismo en el abrigo y me la echo al hombro, como si fuera un fardo. En
estos momentos no deseo perderla, si me tropezara con alguna avanzadilla, esta
cría podría serme de gran utilidad. De hecho, su actual estado supone una
ventaja. Me permitirá inventar cualquier historia sin miedo a que la niña me
desmienta.
Y
ahora, ¿qué?
Lo
primero, buscar un transporte, el que sea. No llegaremos muy lejos a pie, y no
solo por las condiciones atmosféricas. La pareja de ancianos que acabo de
desvalijar es la prueba de ello. Por otra parte, la frontera con Polonia está a
más de mil trescientos kilómetros de mi posición. Mil trescientos kilómetros de
llanura, bosque y pueblos devastados donde podemos encontrarnos tropas de
cualquiera de los dos bandos.
Pero
no hay nada a mi alrededor. Las calles permanecen desiertas, ningún vehículo se
atreve a aventurarse. Nadie, nada, salvo nosotros, la niña y yo. Echo a andar
pegado a las paredes de los edificios que aún se tienen en pie sin dejar de
observar a mi alrededor. A causa de mi encierro, no sé mucho sobre los
acontecimientos de la guerra, pero sí bastante acerca del comportamiento
humano. Por regla general, la gente es estúpida y cobarde. Imagino que, en
estos momentos, mientras huimos en mitad de la noche helada, estamos siendo
observados por miles de ojos desde las ventanas aparentemente cegadas que nos
rodean.
No
se atreverán a ayudarnos, y tampoco lo pretendo. Para mí es suficiente que nadie
se entrometa.
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