Cuando
sucede, sucede rápido.
Al
principio, lo confundo con un terremoto. El estruendo ensordecedor hace que
olvide por el momento que me encuentro en mitad de una guerra. El estallido me ha
sorprendido en la cama, ya que el ataque se ha producido de noche, como viene
siendo costumbre.
En
cuanto me percato de lo que sucede, me arrojo al suelo y repto bajo el colchón
para protegerme de la lluvia de cascotes que cae encima de mí. En la cama se
queda Herda, sobre la que se ha derrumbado parte del techo. Creo que ha muerto,
aunque no estoy seguro. Tampoco tengo interés en averiguarlo.
Me
encuentro a ras de suelo y desde allí solo puedo ver una densa polvareda
rojiza, producto de los restos de ladrillo pulverizado que ha provocado la
explosión. Nos han bombardeado, esta vez nos ha tocado a nosotros. De hecho,
aún continúan escuchándose deflagraciones muy cerca de la casa, al otro lado de
la calle. Calculo que aquello durará unos quince minutos. Luego habrá una pausa
antes de volver a comenzar, con un poco de suerte, en una barriada diferente.
-Mis
hijos… salva a mis hijos…
Es
la voz sibilante, estertorosa, de Herda, que me llega desde arriba. No ha
muerto aún, pero no le debe quedar mucho. Al mismo tiempo, como si hubieran
escuchado la voz de su madre, se oyen los gritos de auxilio de uno de los
niños. Creo que es Lisa.
-Maty… maty…
Me
arrastro por el suelo, casi cegado por la polvareda, y compruebo que la puerta
de mi habitación ha quedado reducida a un amasijo de tablones. Apoyándome en
uno de ellos logro ponerme en pie. De repente, me siento más fuerte. Debe ser
la adrenalina que inunda mi circuito nervioso. Antes de seguir, echo una ojeada
a la enfermera. Un par de segundos me bastan para percatarme de que no tiene
solución. Está muerta, o pronto lo estará. Apenas respira. Incluso me sorprende
que haya tenido fuerzas para pedir ayuda.
En
el salón no queda nada reconocible. El sillón, la pequeña mesa donde
acostumbrábamos a comer, el televisor, el mueble platero, la cocina, todo.
Nada.
Solo
polvo, sangre y olor a muerte.
Mi
primera idea es la de escapar a la calle y enfrentarme a lo que sea que me esté
aguardando ahí fuera. En el momento en que me dirijo hacia lo que queda de lo
que antes era la entrada, vuelvo a escucharlo:
-Maty… maty…
Es
la niña de ocho años, Lisa. Todavía vive, y por el tono de su voz, no debe
haber sufrido heridas graves. Me freno en seco y medito un instante. Sí, eso es, me digo.
Me
desvío hacia la habitación donde duermen junto a su abuelo e intento abrir la
puerta. No cede al principio, probablemente se halle obstaculizada por algún
mueble. Reúno mis fuerzas y echo todo el peso de mi hombro, logrando que se
deslice unos centímetros.
Solo
puedo ver a Lisa, arrodillada junto a la puerta. En la cama que compartía con
su hermano y el viejo, lo único que queda es una montaña de escombro, en la que
se adivinan algunos restos de sus cuerpos desmembrados.
-Ven
conmigo.
-¿Maty…?
-Tu
madre está muerta. Todos están muertos. Ven conmigo, si quieres vivir.
Me
tiende los brazos y yo la alzo para ayudarla a salir. Después salgo a la calle
con ella. No se me ocurre mejor salvoconducto para atravesar u pueblo arrasado
por las bombas.
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