lunes, 18 de diciembre de 2023

Capítulo 7. Elsa Bloch

 


Aterrizamos sin novedad en el aeropuerto de Ginebra a las 16.35, horario local. Nada más tocar tierra, mi jet se dirige directamente hacia un hangar privado, lejos de las miradas curiosas de los pasajeros de vuelos comerciales. Como estaba previsto, acude a recibirme la comitiva de médicos. Elsa Bloch se encuentra entre ellos, tal y como ordené.

La propia doctora encabeza al grupo. No parece contenta de verme, pero intenta fingirlo al menos. Se dirige a nosotros en francés, y me complace advertir su sorpresa cuando le respondo con fluidez en el mismo idioma.

-Buenas tardes, espero que haya disfrutado del viaje.

-En realidad, odio volar.

-Pues cualquiera lo diría, considerando que posee usted un avión privado…

-No siempre puede uno hacer lo que desea, doctora. Creo que estará conmigo de acuerdo en eso.

Bloch esboza una sonrisa que solo se asoma a sus labios. Ha comprendido la indirecta.

-El viaje a Lausana apenas nos llevará una hora. Hemos dispuesto una ambulancia, como puede usted ver. Sígame, por favor.

-Prefiero mi propio medio de transporte, doctora. De hecho, espero que pueda acompañarme –le digo, señalando la limusina negra estacionada a pocos metros del avión.

Elsa Bloch palidece al escucharme.

-No es lo que estaba previsto, señor Kingsman. La idea era que ingresara directamente. Antes de la intervención deberemos someterle a una serie de pruebas. La ambulancia facilitará el acceso a la clínica y garantizará su privacidad.

-No veo en qué puede afectar que el traslado se realice en mi vehículo privado. Créame, dadas las circunstancias, es lo más seguro.

En ese momento, se abre la puerta de la limusina y aparece la figura prominente y musculosa de Carlos. No lo he visto desde hace tres años, pero no aprecio en él ningún cambio notable. Su figura imponente, su cabeza perfectamente rasurada, y su tez morena, agitanada, no han sufrido una variación significativa. La cicatriz que afea su rostro a la altura de la mejilla derecha es menos visible a causa de unas gafas de sol, estilo aviador, que cubre parte de su cara. Supongo que debe resultar intimidante para un ciudadano corriente.

-Acompáñeme, doctora. –Ella vuelve la cabeza, cruzando su mirada con el grupo que aguarda detrás. Me parece distinguir entre ellos a uno o dos de los investigadores infiltrados por mí. En ese momento, un chico joven, de rostro blanquecino y cabello dorado como el de un querubín de Rubens, se adelanta y le coge una mano.

José María hace ademán de intervenir, pero lo freno con la mirada.

-No se lo estoy pidiendo, doctora.

Ella, finalmente, se decide. Hace un gesto tranquilizador a su equipo y se suelta con suavidad de la mano del joven, que debe ser su novio o algo parecido.

Carlos le abre la puerta con galantería, esbozando una media sonrisa que no le resta un ápice de ferocidad. Si ella supiera cuántas muertes tiene en su haber ese hombre, dudo que hubiera aceptado acompañarme con tanta mansedumbre. Luego acciona la rampa para que pueda entrar con mi silla de ruedas. José María se sienta delante, junto a su antiguo cliente.

-¿Qué tal, José María? Cuánto tiempo.

-Sí, bastante. Tienes buen aspecto.

-Lo mismo digo.

Y eso es todo. Abogado y cliente se abrochan el cinturón de seguridad y no despegan los labios en todo el trayecto. Sospecho que yo soy la causa de ello.

-Cierra la mampara, Carlos, me gustaría mantener una conversación privada con la doctora Bloch.

-Por supuesto, jefe.

Casi al mismo tiempo, una pantalla de metacrilato se desliza desde el lateral del coche, insonorizando la parte trasera de la limusina.

-Doctora Bloch –digo en cuanto estoy seguro de que nadie puede oírnos-, permítame manifestarle que es para mí un verdadero placer conocerla por fin personalmente.

-¿Qué es lo que quiere, señor Kingsman?

-Es usted directa, no se anda por las ramas. Mejor así, doctora. Debo reconocer que a mí también me molesta mucho perder el tiempo en cortesías. Claro, algunas veces resultan necesarias para apaciguar los escrúpulos de determinado tipo de personas, pero no por ello dejan de ser un incordio, ¿no le parece?

Elsa Bloch, que hasta entonces se había obcecado en mantener la vista fija en el cabezal del asiento delantero, se gira y me mira a los ojos. Entonces veo que se encuentra realmente enfadada, y también, un poco asustada.

-¿Qué quiere de mí? ¿Por qué estoy aquí, en este coche?

-Tranquila. –Levanto la mano para apaciguarla. Me divierte la situación, por lo inusual. No recuerdo cuándo fue la última vez que otra persona se atrevió a hablarme así-. Está aquí por dos razones: una, para satisfacer mi curiosidad, y dos, para garantizar mi seguridad.

-¿Su seguridad? ¿No pensará usted…?

-Yo lo pienso todo, doctora. Por esa razón sigo vivo –la corto con sequedad-. Ya le he dicho que se tranquilice. Estando conmigo, no corre usted ningún peligro. Este vehículo es un auténtico tanque. Ni una bomba podría dañarlo.

A pesar de mis palabras, la doctora insiste.

-¿Satisfacer su curiosidad?

-Sí, verá, el teléfono está bien, pero llegado el momento resulta insuficiente para abordar ciertos detalles. Me refiero a la operación, por supuesto –aclaro con una sonrisa.

-Tiene todos los informes.

-Los tengo, sí.

-¿Hay algo que no entiende?

-Al contrario, Elsa, lo comprendo todo. Pero los informes son eso… informes. Por ejemplo, usted asegura que al no haberse empleado nunca este tratamiento en humanos es imposible garantizar los resultados. No se moja mucho. Personalmente, entre usted y yo, ¿qué opina realmente?

En su fisonomía observo la indecisión que siente. Por un lado, desea mantener la cautela propia de los científicos, por otro, le impulsa la necesidad natural de hablar con libertad.  

-Le aseguro que lo que usted me diga ahora no saldrá jamás de aquí. Es más, desde este momento me retracto de lo que le dije por teléfono la semana pasada. Le ruego que me disculpe, doctora. Digamos que me pilló usted en un día malo –cubro su mano con la mía-. En cualquier caso, y sea cual fuere el resultado, continuaré sufragando su investigación.

Esto es verdad. Lo que no aclaro es quién de su equipo, salvo ella, conservaría la vida en el supuesto de un fracaso.

-Está bien, señor Kingsman.

-Llámeme Hugo, por favor.

-Preferiría no hacerlo.

-Claro. Me recuerda usted a Bartleby, el escribiente.

-¿Quién…?

-Nadie. Fue algo que leí hace años. Continúe, por favor.

-Tenga en cuenta que lo que pueda decirle no tiene ningún valor científico. No son más que hipótesis.

-Lo entiendo.

-Pues… en principio, y teniendo en consideración todo lo que acabo de comentarle, yo diría que las expectativas son bastante buenas. Si tuviera que arriesgar un número, yo diría que podríamos contar con algo en torno al setenta y cinco por ciento de probabilidades de éxito.

-Setenta y cinco… -sopeso la cifra en mi cabeza y por primera vez soy consciente del peligro real que corro-. No está mal. Y en caso de éxito, ¿cuándo opina usted que podré volver a caminar?

-Es difícil de decir. En ratas se logró la misma semana de la intervención. En humanos será más complicado. Han transcurrido casi diez años de su lesión, según su informe médico. Quizá… de seis meses a un año para una total recuperación.

Todavía tengo mi mano sobre la suya. No se ha atrevido a retirarla, a pesar de que es evidente su deseo de hacerlo. Tiembla.

Cierro mis dedos sobre ella y oprimo con fuerza.

-¿Qué hace?

Intenta desasirse, pero solo consigue que incremente la presión.

-¡Me hace daño!

-¿De veras?  

-¡Suélteme! ¡Socorro!

En la parte delantera del coche, Carlos y José María fingen conversar. Veo sus labios moverse. Cuando Elsa grita, José María se inclina sobre la radio y sintoniza un canal de música que no podemos escuchar a causa de la mampara insonorizada que nos separa.

-¿No cree usted que podría hallarse la forma de agilizar mi recuperación? Ha pasado tanto tiempo desde que perdí el uso de mis piernas que estoy realmente impaciente por recuperarlo.

-¡Por favor! Duele… Si me rompe la mano, me será imposible operarle mañana.

-No se preocupe por eso. Le sorprendería el control que tengo sobre mi fuerza.

-Por favor…

-Me preocupa usted, doctora. Es muy valiosa para mí, ¿lo sabía?

-Por… favor…

-Es la primera vez que la veo, y sin embargo, debo confesarle que le he tomado mucho afecto. Creo que… Sí, puedo decírselo, estoy convencido de que sabrá guardarme esta confidencia. Creo que me he enamorado de usted, Elsa.

-Duele… mucho….

Aprieto con más fuerza durante un segundo antes de aflojar la presión.

-¡Oh! Pero qué desastre. Otra vez me he dejado llevar. Le ruego que me disculpe, doctora.

En cuanto se ve libre, Elsa Bloch aparta la mano y la recoge sobre su regazo. Acto seguido, rompe a llorar. Ahora está asustada, asustada de verdad.

Carlos y José María continúan hablando por encima de la música. No podemos oírlos, pero por el movimiento de sus labios deduzco que están comentando el buen tiempo que disfruta Suiza a pesar del pleno invierno. Ni una vez vuelven la cabeza.

Cuando se atenúan los sollozos de la doctora, comento con mi voz más cálida:

-Supongo que el chico que trató de impedirle que viniera conmigo será su pareja, o…

-Vamos a casarnos dentro de un mes –suelta con fiereza, a pesar de las lágrimas. 

-Enhorabuena, es un hombre afortunado. Pero… doctora. Si de verdad lo quiere, si desea protegerlo, le aconsejo fervientemente que guarde el secreto sobre lo que acaba de suceder aquí.

-Es usted un monstruo.

Yo me reclino hacia atrás y cierro los ojos. Me siento agotado por el viaje.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Capítulo 47. Un nuevo comienzo

  Han transcurrido dos semanas desde que mantuve mi última charla con José María. En este tiempo no se han producido grandes acontecimientos...