Aterrizamos
sin novedad en el aeropuerto de Ginebra a las 16.35, horario local. Nada más
tocar tierra, mi jet se dirige directamente hacia un hangar privado, lejos de
las miradas curiosas de los pasajeros de vuelos comerciales. Como estaba
previsto, acude a recibirme la comitiva de médicos. Elsa Bloch se encuentra
entre ellos, tal y como ordené.
La
propia doctora encabeza al grupo. No parece contenta de verme, pero intenta
fingirlo al menos. Se dirige a nosotros en francés, y me complace advertir su
sorpresa cuando le respondo con fluidez en el mismo idioma.
-Buenas
tardes, espero que haya disfrutado del viaje.
-En
realidad, odio volar.
-Pues
cualquiera lo diría, considerando que posee usted un avión privado…
-No
siempre puede uno hacer lo que desea, doctora. Creo que estará conmigo de
acuerdo en eso.
Bloch
esboza una sonrisa que solo se asoma a sus labios. Ha comprendido la indirecta.
-El
viaje a Lausana apenas nos llevará una hora. Hemos dispuesto una ambulancia,
como puede usted ver. Sígame, por favor.
-Prefiero
mi propio medio de transporte, doctora. De hecho, espero que pueda acompañarme
–le digo, señalando la limusina negra estacionada a pocos metros del avión.
Elsa
Bloch palidece al escucharme.
-No
es lo que estaba previsto, señor Kingsman. La idea era que ingresara
directamente. Antes de la intervención deberemos someterle a una serie de
pruebas. La ambulancia facilitará el acceso a la clínica y garantizará su privacidad.
-No
veo en qué puede afectar que el traslado se realice en mi vehículo privado.
Créame, dadas las circunstancias, es lo más seguro.
En
ese momento, se abre la puerta de la limusina y aparece la figura prominente y
musculosa de Carlos. No lo he visto desde hace tres años, pero no aprecio en él
ningún cambio notable. Su figura imponente, su cabeza perfectamente rasurada, y
su tez morena, agitanada, no han sufrido una variación significativa. La
cicatriz que afea su rostro a la altura de la mejilla derecha es menos visible
a causa de unas gafas de sol, estilo aviador, que cubre parte de su cara. Supongo
que debe resultar intimidante para un ciudadano corriente.
-Acompáñeme,
doctora. –Ella vuelve la cabeza, cruzando su mirada con el grupo que aguarda
detrás. Me parece distinguir entre ellos a uno o dos de los investigadores
infiltrados por mí. En ese momento, un chico joven, de rostro blanquecino y
cabello dorado como el de un querubín de Rubens, se adelanta y le coge una
mano.
José
María hace ademán de intervenir, pero lo freno con la mirada.
-No
se lo estoy pidiendo, doctora.
Ella,
finalmente, se decide. Hace un gesto tranquilizador a su equipo y se suelta con
suavidad de la mano del joven, que debe ser su novio o algo parecido.
Carlos
le abre la puerta con galantería, esbozando una media sonrisa que no le resta
un ápice de ferocidad. Si ella supiera cuántas muertes tiene en su haber ese
hombre, dudo que hubiera aceptado acompañarme con tanta mansedumbre. Luego acciona
la rampa para que pueda entrar con mi silla de ruedas. José María se sienta
delante, junto a su antiguo cliente.
-¿Qué
tal, José María? Cuánto tiempo.
-Sí,
bastante. Tienes buen aspecto.
-Lo
mismo digo.
Y
eso es todo. Abogado y cliente se abrochan el cinturón de seguridad y no
despegan los labios en todo el trayecto. Sospecho que yo soy la causa de ello.
-Cierra
la mampara, Carlos, me gustaría mantener una conversación privada con la
doctora Bloch.
-Por
supuesto, jefe.
Casi
al mismo tiempo, una pantalla de metacrilato se desliza desde el lateral del
coche, insonorizando la parte trasera de la limusina.
-Doctora
Bloch –digo en cuanto estoy seguro de que nadie puede oírnos-, permítame
manifestarle que es para mí un verdadero placer conocerla por fin
personalmente.
-¿Qué
es lo que quiere, señor Kingsman?
-Es
usted directa, no se anda por las ramas. Mejor así, doctora. Debo reconocer que
a mí también me molesta mucho perder el tiempo en cortesías. Claro, algunas
veces resultan necesarias para apaciguar los escrúpulos de determinado tipo de
personas, pero no por ello dejan de ser un incordio, ¿no le parece?
Elsa
Bloch, que hasta entonces se había obcecado en mantener la vista fija en el
cabezal del asiento delantero, se gira y me mira a los ojos. Entonces veo que
se encuentra realmente enfadada, y también, un poco asustada.
-¿Qué
quiere de mí? ¿Por qué estoy aquí, en este coche?
-Tranquila.
–Levanto la mano para apaciguarla. Me divierte la situación, por lo inusual. No
recuerdo cuándo fue la última vez que otra persona se atrevió a hablarme así-.
Está aquí por dos razones: una, para satisfacer mi curiosidad, y dos, para
garantizar mi seguridad.
-¿Su
seguridad? ¿No pensará usted…?
-Yo
lo pienso todo, doctora. Por esa razón sigo vivo –la corto con sequedad-. Ya le
he dicho que se tranquilice. Estando conmigo, no corre usted ningún peligro.
Este vehículo es un auténtico tanque. Ni una bomba podría dañarlo.
A
pesar de mis palabras, la doctora insiste.
-¿Satisfacer
su curiosidad?
-Sí,
verá, el teléfono está bien, pero llegado el momento resulta insuficiente para
abordar ciertos detalles. Me refiero a la operación, por supuesto –aclaro con
una sonrisa.
-Tiene
todos los informes.
-Los
tengo, sí.
-¿Hay
algo que no entiende?
-Al
contrario, Elsa, lo comprendo todo. Pero los informes son eso… informes. Por
ejemplo, usted asegura que al no haberse empleado nunca este tratamiento en
humanos es imposible garantizar los resultados. No se moja mucho.
Personalmente, entre usted y yo, ¿qué opina realmente?
En
su fisonomía observo la indecisión que siente. Por un lado, desea mantener la
cautela propia de los científicos, por otro, le impulsa la necesidad natural de
hablar con libertad.
-Le
aseguro que lo que usted me diga ahora no saldrá jamás de aquí. Es más, desde
este momento me retracto de lo que le dije por teléfono la semana pasada. Le
ruego que me disculpe, doctora. Digamos que me pilló usted en un día malo
–cubro su mano con la mía-. En cualquier caso, y sea cual fuere el resultado,
continuaré sufragando su investigación.
Esto
es verdad. Lo que no aclaro es quién de su equipo, salvo ella, conservaría la
vida en el supuesto de un fracaso.
-Está
bien, señor Kingsman.
-Llámeme
Hugo, por favor.
-Preferiría
no hacerlo.
-Claro.
Me recuerda usted a Bartleby, el escribiente.
-¿Quién…?
-Nadie.
Fue algo que leí hace años. Continúe, por favor.
-Tenga
en cuenta que lo que pueda decirle no tiene ningún valor científico. No son más
que hipótesis.
-Lo
entiendo.
-Pues…
en principio, y teniendo en consideración todo lo que acabo de comentarle, yo
diría que las expectativas son bastante buenas. Si tuviera que arriesgar un
número, yo diría que podríamos contar con algo en torno al setenta y cinco por
ciento de probabilidades de éxito.
-Setenta
y cinco… -sopeso la cifra en mi cabeza y por primera vez soy consciente del
peligro real que corro-. No está mal. Y en caso de éxito, ¿cuándo opina usted
que podré volver a caminar?
-Es
difícil de decir. En ratas se logró la misma semana de la intervención. En
humanos será más complicado. Han transcurrido casi diez años de su lesión,
según su informe médico. Quizá… de seis meses a un año para una total
recuperación.
Todavía
tengo mi mano sobre la suya. No se ha atrevido a retirarla, a pesar de que es
evidente su deseo de hacerlo. Tiembla.
Cierro
mis dedos sobre ella y oprimo con fuerza.
-¿Qué
hace?
Intenta
desasirse, pero solo consigue que incremente la presión.
-¡Me
hace daño!
-¿De
veras?
-¡Suélteme!
¡Socorro!
En
la parte delantera del coche, Carlos y José María fingen conversar. Veo sus
labios moverse. Cuando Elsa grita, José María se inclina sobre la radio y sintoniza
un canal de música que no podemos escuchar a causa de la mampara insonorizada que
nos separa.
-¿No
cree usted que podría hallarse la forma de agilizar mi recuperación? Ha pasado
tanto tiempo desde que perdí el uso de mis piernas que estoy realmente
impaciente por recuperarlo.
-¡Por
favor! Duele… Si me rompe la mano, me será imposible operarle mañana.
-No
se preocupe por eso. Le sorprendería el control que tengo sobre mi fuerza.
-Por
favor…
-Me
preocupa usted, doctora. Es muy valiosa para mí, ¿lo sabía?
-Por…
favor…
-Es
la primera vez que la veo, y sin embargo, debo confesarle que le he tomado
mucho afecto. Creo que… Sí, puedo decírselo, estoy convencido de que sabrá
guardarme esta confidencia. Creo que me he enamorado de usted, Elsa.
-Duele…
mucho….
Aprieto
con más fuerza durante un segundo antes de aflojar la presión.
-¡Oh!
Pero qué desastre. Otra vez me he dejado llevar. Le ruego que me disculpe,
doctora.
En
cuanto se ve libre, Elsa Bloch aparta la mano y la recoge sobre su regazo. Acto
seguido, rompe a llorar. Ahora está asustada, asustada de verdad.
Carlos
y José María continúan hablando por encima de la música. No podemos oírlos,
pero por el movimiento de sus labios deduzco que están comentando el buen
tiempo que disfruta Suiza a pesar del pleno invierno. Ni una vez vuelven la
cabeza.
Cuando
se atenúan los sollozos de la doctora, comento con mi voz más cálida:
-Supongo
que el chico que trató de impedirle que viniera conmigo será su pareja, o…
-Vamos
a casarnos dentro de un mes –suelta con fiereza, a pesar de las lágrimas.
-Enhorabuena,
es un hombre afortunado. Pero… doctora. Si de verdad lo quiere, si desea
protegerlo, le aconsejo fervientemente que guarde el secreto sobre lo que acaba
de suceder aquí.
-Es
usted un monstruo.
Yo
me reclino hacia atrás y cierro los ojos. Me siento agotado por el viaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario