“Informamos
a los señores pasajeros que en breves momentos dará comienzo el despegue. Les
rogamos que permanezca en sus asientos con el cinturón de seguridad correctamente
abrochado. Gracias”.
No
me gusta volar. Lo odio, quizá porque, durante unas pocas horas, no soy yo
quien controla mi destino. Ni siquiera el hecho de ser el propietario del avión
me ayuda a vencer mis prejuicios al respecto.
Las
instrucciones de seguridad que proporcionan las azafatas durante el vuelo me
harían sonreír si no me pareciesen una auténtica tomadura de pelo. ¿De verdad
alguien piensa que existe una mínima posibilidad de sobrevivir en caso de que
el avión decida caer desde el cielo?
-¿Le
apetece tomar una bebida? ¿Algo para comer?
Es
una mujer morena, baja, con una acusada tendencia a engordar. Cuarenta y cinco
a cincuenta años. Sonríe. Una sonrisa vacua, bovina. Me desagrada. Toda ella me
desagrada. Ni siquiera su voz me parece adecuada.
-¿Te
he pedido yo algo?
-No…,
yo solo…
-Lárgate.
La
sonrisa beatífica se borra de su rostro y la sustituye una expresión de alarma
y miedo. La observo con fastidio alejarse en dirección a la cabina, meciendo su
enorme trasero al compás de los tacones demasiado altos.
-¿Quién
se ocupa de contratar a las azafatas? –le pregunto a José María, sentado a mi
lado.
-No
lo sé. Supongo que la empresa responsable del mantenimiento del avión.
-Vale,
asegúrate de que la despidan en cuanto aterricemos. No quiero volverla a ver.
-De
acuerdo –me responde, sin levantar la vista de su ordenador.
-José
María.
-¿Sí?
-Ya
sabes que me gusta que la gente me mire a los ojos cuando le hablo. Simple
cuestión de respeto.
Por
fin, alza la mirada.
-Y
tú, ¿crees que no te respeto?
Por
una vez, agradezco estar atado a mi silla de ruedas. Si no fuera por ella,
quizá nada habría evitado que me arrojase sobre él y le partiese el cráneo.
-Eso
deberías preguntártelo a ti mismo.
Abre
la boca para decir algo, pero lo piensa mejor y la vuelve a cerrar. No importa,
puedo imaginar su respuesta. Que él fue quien me ayudó a organizar el montaje
de mi propia muerte hace diez años. La sangre falsa en mi pecho, el médico que
me administró la ketamina para inducirme el estado de catalepsia y simular una
muerte falsa. La ambulancia que me trasladó hasta mi destino final. Mi nueva
identidad. Mi nueva vida.
Todo
planeado por mí, ejecutado por él.
Nunca
hasta ahora se había atrevido a reprochármelo, pero parece que algunas cosas
están cambiando en los últimos tiempos.
Me
obligo a olvidar el incidente y centrarme en lo que está por venir. Ese es mi
nuevo poder mental. Compartimentar mis emociones, no sucumbir a los impulsos
que tanto me perjudicaron en el pasado. Soy yo, es cierto, pero, de alguna
manera, no soy yo. Creo que la experiencia me ha servido para mejorar, y eso me
hace preguntarme si aún me queda por aprender alguna cosa. El tiempo lo dirá,
supongo.
También
soy filósofo, a mi manera.
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