A
las 17.30 de la tarde del último viernes de abril, José María Espronceda
escucha dos tenues golpes en la puerta de su habitación. Antes de asomarse, se
apodera de su pistola y se la coloca en la parte de atrás de su pantalón,
sujeta por la cintura. Luego, destapa la mirilla, y se topa con la bovina
mirada de Estefanía, uniformada con la vestimenta gris que emplean las
camareras de piso del hotel Palace.
-Ya
me han hecho la habitación –le informa.
-Lo
sé, señor Espronceda. Disculpe las molestias, pero es que mañana toca
inspección anual, ¿sabe? Me acabo de acordar que no repuse las toallas, ni
revisé el estado de la alfombrilla del baño. Si usted me permitiese que lo
hiciera ahora… será solo un segundo y para mí sería un favor inmenso –recita su
retahíla cien veces ensayada. Incluso le añade un toque de realismo, dejando
que un par de lágrimas resbalen por su mejilla.
Si
José María se hubiera negado a dejarla entrar, tendríamos que haber pasado al
plan B, mucho más expeditivo, pero por suerte hoy debe tener el día compasivo,
porque, tras una breve vacilación, y después de comprobar que la kelly está
sola en mitad del pasillo, mi abogado accede a abrir la puerta.
-De
acuerdo, pase. No tarde demasiado, tengo trabajo que hacer.
-Será
solo un segundo, mil gracias señor.
Estefanía
entra en el cuarto de baño y finge examinar las toallas. Detrás de ella se
encuentra José María, que no deja de observar sus movimientos.
-Como
ve, no tengo alfombrilla. Acostumbro a usar una de esas mini toallas de baño
que sirven para secarse los pies…
En
ese instante, Estefanía se vuelve y le muestra un pequeño objeto, parecido al
nebulizador que emplean los asmáticos.
-¿Qué
es eso?
-Creo
que es suyo, señor –dice la camarera de piso, antes de rociarle la cara.
Mi
abogado pierde el conocimiento en cuestión de segundos. Acaba de recibir una
dosis concentrada de óxido nitroso y tardará horas en despertar. Tiempo más que
suficiente para que Roberto y Javier, debidamente uniformados como operarios de
mantenimiento, accedan a la suite por mediación de la falsa camarera y se
apoderen de él.
Cargan
sobre los hombros una pesada alfombra enrollada que despliegan en el suelo en
cuanto se cierra la puerta. El resto es relativamente sencillo, lo complicado
será salir del hotel sin que nadie sospeche que la alfombra alberga en su
interior otra cosa que no sea polvo.
-Pesaba
lo suyo cuando la subimos, pero debería haber visto luego, cuando metimos
dentro al tío este –me asegura Javier, que se siente pletórico por el éxito de
la operación.
Les
he premiado con media docena de “pollos” con perico, que ellos están utilizando
para “hacerse un blanquito”, lo que significa que lo van a consumir mezclado
con tabaco. Creo que aún les duran los efectos.
Ahora
mismo nos encontramos, precisamente, en el lugar donde conocí a este
drogadicto; la granja de puercos que una vez funcionó como uno de mis viveros
de blanqueamiento de dinero. Está completamente desierta, como si llevase
varios años desocupada. En el centro del corral, donde tuvo lugar la lucha de
perros, ahora se encuentra una silla clavada en el suelo ocupada por el cuerpo
semidesnudo de mi antiguo abogado.
En
ese momento abre los ojos. Todavía afectado por el gas anestésico, los deja
vagar por el recinto, que debe serle completamente extraño, hasta que repara en
mí y en Roberto, que se ha cuadrado a mi lado, con las manos cruzadas por
delante en actitud de espera.
Al
principio, estoy seguro, no me reconoce. Mi cara excesivamente delgada, aún
surcada de cicatrices, y mi cabeza rapada, no le dicen nada. Pero mis ojos sí.
Y es entonces en el instante en que me reconoce, cuando abre la boca comienza a
gritar.
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