Pocas
personas conocen la “silla alemana”. Sin embargo, es bastante popular en
algunos regímenes, como el de Siria, no excesivamente escrupulosos con el tema
de los derechos humanos.
Como
su propio nombre indica, se trata de una especie de sillón metálico,
preferentemente fijado al suelo para evitar accidentes. Su respaldo es móvil, y
ahí está la verdadera gracia del asunto. El desgraciado ocupante es atado de
pies y manos a la estructura de la silla antes de comenzar. A continuación, se
deja caer el respaldo hacia atrás mientras, de cintura para abajo, el sujeto
permanece inmóvil. La espina dorsal empieza a sentir presión; también el cuello
y las extremidades. El dolor es inaguantable, según dicen; y del dolor, se pasa
a la lesión o a la parálisis. Es fácil convertir a alguien en parapléjico
con este ingenioso artilugio.
José
María ocupa ahora mismo una versión modificada de la silla, que yo personalmente
he diseñado. Le he añadido algunos detalles de mi propia factura, como un
sinfín de salientes y prominencias en forma de botones metálicos y picudas ondulaciones
que coinciden con las áreas más sensibles de su anatomía: nalgas, riñones,
genitales… No, no se puede decir que mi silla sea un sitio que invite al
descanso. Resulta incómoda, los primeros minutos. A partir de ahí, la
incomodidad se convierte en molestia, y ésta, a su vez, en malestar. Al cabo de
unas horas, el desgraciado que se halle sentado haría o diría cualquier cosa
con tal de que le permitieran levantarse. Esa es la idea. Mi añadido a la silla
alemana es un “plus” genial al utensilio original. Ojalá pudiera patentarlo.
-No
puedes imaginarte la de ganas que tenía de volver a verte, querido amigo –le
digo cuando termina de aullar.
Mi
reloj marca las ocho y media de la tarde. El atardecer comienza a declinar,
dando paso a las primeras sombras del ocaso. El corral en el que nos
encontramos está cubierto por un techo de uralita, y las únicas ventanas que
existen se encuentra totalmente cerradas por dentro. La única luz, por tanto,
es la que proporciona una bombilla ennegrecida que cuelga de un cable desnudo. Cae
de lleno sobre Espronceda de tal forma que ilumina perfectamente su rostro. Sin
embargo, él solo puede verme a mí y a Roberto, ya que el resto de la estancia
permanece en penumbra, al menos para él.
-Estás
vivo… Qué alegría, Ángel, temí que… En fin, ya sabes…
-Sí,
lo sé… -creo que sonrío, no estoy seguro. Me está resultando tan interesante la
experiencia que espero que la cosa no se me vaya de las manos-. Pero ya ves,
aquí estoy, vivito y coleando. Y no puedo decir que me haya resultado
precisamente fácil. He pasado por un verdadero calvario para llegar aquí, amigo
mío.
Hace
el esfuerzo de sonreír.
-Perdona
el grito de antes, pero es que por un momento he creído estar viendo un
fantasma. ¿No podrías…? Ya sabes, soltarme.
-Luego,
José María. Antes tengo que asegurarme de que no estás en tratos con el viejo
Simon. Entiéndeme, no puedo correr riesgos –le digo en tono conciliador.
-¿Yo…?
–Su frente se perla de sudor, y sus ojos giran asustados, contradiciendo el
rictus en forma de sonrisa que trata de mantener en sus labios-. ¿Cómo puedes
pensar eso… después de tantos años?
-Bueno,
cuando alguien ha pasado por lo que yo he pasado, lo mejor que puede hacer es desconfiar
de todo el mundo. Incluso de los amigos.
-¿Y
esta silla…?
-Lo
mejor de todo. Será la prueba de tu fidelidad. Así de sencillo.
-Vas
a torturarme –dice mirando a Roberto.
Es
el único que me acompaña ahora. Javier y Estefanía se han quedado fuera, para
vigilar los accesos, o al menos eso es lo que les he dicho a ellos. En
realidad, no quiero que presencien lo que está a punto de suceder.
-Llámalo
como quieras –le respondo, haciendo una señal a mi chófer. Roberto se acerca a
la silla y acciona una palanca situada en el respaldo. Al hacerlo se libera el
travesaño que lo mantiene en su posición, y cae hacia atrás con fuerza.
José
María lanza otro aullido, en esta ocasión de verdadero dolor. Nos espera una
noche muy larga por delante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario