Una
hora después, el rostro desencajado de mi exabogado resulta casi irreconocible.
Hemos repetido la operación, al menos, una docena de veces. Me ha parecido
escuchar un fuerte chasquido en su último descenso parecido al sonido de un
tallo de bambú al quebrarse. Si se trata de la columna vertebral, como
sospecho, Espronceda no volverá a caminar el resto de su vida que, por otro
lado, no se prevé muy larga.
Durante
el proceso, José María ha ido desgranando para nosotros el relato de su trato
con Simon Rothko:
-Contactó
conmigo hace cosa de seis meses, poco después de nuestra operación de compra de
aquellas empresas de armas. Tú estabas muy ocupado con el tema de tus piernas,
por aquel entonces… -me confiesa entre gemidos de dolor, después de haber
probado las excelencias de mi silla alemana-. Me ofreció mucha pasta, Ángel, no
te lo puedes imaginar…
Eso
le cuesta un nuevo viaje con el respaldo de la silla, que culmina con un
aullido que ya no parece ni siquiera humano. Nunca pensé que José María pudiese
vociferar de esa manera. Creí que se iba a portar con más… “elegancia”. Por lo
visto, el dolor extremo es capaz de doblegar los caracteres más arraigados.
-Sí
que me lo puedo imaginar así que, por favor, ahórrame las excusas en ese
sentido. Al grano. ¿Qué planes tiene Simon?
-¿Planes?
¿Qué planes van a ser, Ángel? Hacerse con el control de todo. Ya se ha
convertido en alguien muy cercano a Vladimir Putin. Controla en parte a los
mercenaros del grupo Wagner, a los que está suministrando armamento. Cuando
ganen la guerra…
-No
me lo estás diciendo todo, José María –le interrumpo, haciendo una nueva señal
a Roberto para que accione el mecanismo. Esta vez repito la operación dos veces
sin darle ocasión a hablar. Llegados a este punto, sus gritos se han vuelto
estertorosos. En ambas ocasiones lo dejo suspendido unos minutos, con el
propósito de incrementar la sensación dolorosa. Tiene que ser horrible, lo
admito. Pero ya se sabe, para hacer una tortilla es necesario romper unos
cuantos huevos.
-¿Cuándo
planificasteis secuestrarme? ¿De quién fue la idea?
-Fue
algo… -se detiene y expulsa una bocanada de sangre, seguida del resto del
contenido de su estómago.
-Jefe
–interviene Roberto, inquieto-. Si seguimos, podemos provocarle un shock o una
parada cardíaca.
-Había…
había otra persona. Era quien tomaba las decisiones aquí en España –balbucea.
¿Otra
persona? Esto es algo que no me esperaba. Por un momento, vacilo, sin terminar
de creérmelo. Pienso que está tratando de ganar tiempo, o quizá no sean más que
los delirios provocados por el dolor.
-¿A
quién te refieres?
No
contesta. Mi abogado se ha desvanecido. Le cojo una muñeca y compruebo que aún
tiene pulso, pero que es irregular y arrítmico. Me da la impresión de que está
en las últimas.
-¿Cómo
se llama esa persona? Si es que de verdad existe…
-…
Ex… iste… -creo interpretar que sale de sus labios-. Y tú… co… co… noces.
Está
sonriendo. A pesar de todo. Se ríe de mí, el muy cerdo, porque sabe que está a
punto de morir.
En
un acto impulsivo, acciono la palanca que hay junto al respaldo y mi abogado
cae hacia atrás con todo su peso. Esta vez no hay grito, ni súplica. Solo un sordo
gemido, parecido al de una rueda al desinflarse de golpe. No me hace falta
tomarle el pulso esta vez para saber que ha muerto.
Me
dirijo a Roberto, que contempla la escena con aspecto sereno.
-Bájalo
de ahí. Córtale la cabeza y envíasela a Rothko en un bonito paquete de regalo.
Creo que es hora de que se vaya enterando de que Ángel Salazar ha regresado.
Roberto
asiente.
-¿Y
el resto del cuerpo?
Sonrío.
-Avisa
a esos dos imbéciles y que se pongan a cavar. Javier ya sabe dónde está la
pala.
No hay comentarios:
Publicar un comentario