lunes, 29 de enero de 2024

Capítulo 18. Una partida de ajedrez con el Diablo

 


Pasan los días, las tardes y las noches.

Apenas duermo; tres, cuatro horas, quizá. El resto de la noche progreso con mi rehabilitación, bajo el amparo de la oscuridad. Debo hacer en menos de treinta días el trabajo que en condiciones normales me llevaría meses. Duele, duele mucho, pero merece la pena. La noche que consigo ponerme en pie y avanzar dos pasos vacilantes, siento tal exultación que gritaría. 

Entretanto, mi relación con Herda también progresa. Me cuenta, con profusión de detalles, su día a día, sus miedos, sus esperanzas… Yo finjo escucharlo todo como si realmente me interesase, y veo en sus ojos que ella lo cree sinceramente. Siempre he sido muy convincente.

Creo que, desde mi última charla con Simon, se han relajado con lo de los micrófonos. O quizá nunca han existido; en este momento me resulta imposible saberlo, pero lo cierto es que Herda no muestra ahora problema alguno en explayarse.

A veces, rezamos juntos. Soy yo quien lo propone siempre. Al menos, mientras finjo invocar a Dios, ella permanece en silencio y puedo descansar de su inagotable verborrea. Me causa grima su narración intrascendente y pusilánime. Creo que me recuerda demasiado a mi madre.

Por otra parte, una vez superadas nuestras diferencias, Rothko y yo hemos entablado algo parecido a una amistad. No me engaño respecto a él. Estoy convencido de que me eliminará en cuanto obtenga lo que necesita, pero como no puede hacerse de la noche a la mañana, ha optado por resignarse y tratarme con aquiescencia.

Últimamente charlamos muy a menudo. Las conversaciones comienzan versando sobre negocios, aunque pronto nos desviamos hacia aspectos más personales. Él da a entender que tenemos mucho en común. Me considera algo así como una versión joven e inexperta de sí mismo. A veces, incluso se permite darme consejos para el futuro, olvidando, o aparentando olvidar, que estoy sentenciado a muerte.

-Te he estado observando desde hace mucho tiempo, ya lo sabes –me dice mientras dispone las piezas en un tablero de ajedrez magnético que ha situado a mi alcance, sobre una mesita auxiliar-. No te importa, ¿verdad?, echar una partidita conmigo. Soy muy aficionado, y no puedo desaprovechar la ocasión de medirme con la persona que estuvo a punto de derrotar al gran Gustav Olsen.

-Claro, Simon, me ayudará a matar el tiempo. No hay mucho que hacer por aquí. Le derroté, por cierto.

-¿Ah, sí?

-Debía rendir el Rey en el momento en que me dispararon. Unos segundos más y habría ganado oficialmente la partida.

-Con más razón, entonces. Si no te molesta, jugaré con blancas. Al fin y al cabo, eres el virtual campeón del mundo –me dice socarronamente, mientras gira el tablero para apropiarse de ellas.

-En absoluto.

-Como te decía, te sigo la pista desde… quizá desde que comenzaste a negociar en Bolsa. Me sorprendió la temeridad de tu primera operación. Por cierto, ¿de dónde sacaste los fondos para comprar aquella pequeña empresa dedicada a la comercialización de criptomonedas? ¿Cómo se llamaba…?

-Cryptobusiness

-Eso. La compraste poco antes de que se convirtiera en la gallina de los huevos de oro. Y luego, dos años después, la vendiste por cien millones, mil veces tu inversión inicial.

Durante unos minutos, no contesto. Él ha abierto con la apertura clásica de Ruy López, y yo ya he bloqueado todas sus piezas. En apenas cuatro movimientos, la partida ha quedado sentenciada.

-Y después, nada más deshacerte de ella, ¡puf! La empresa se va a pique. Ganaste mucho dinero, pero creo que cometiste un error, si me permites que te lo diga. Incurriste en una estafa. Te diste a conocer.

-No fui yo, ya lo sabes, sino un tal Umberto Jorio quien figuró en los papeles. Jaque, por cierto.

-¿Sí…? Vaya, creo que lo tengo bastante mal. Debe aburrirte mucho jugar conmigo.

-Siempre me ha aburrido este juego –le miro a los ojos-. ¿Qué es lo que quieres, Simon?

-Nada, es solo que siento curiosidad por ti, como persona. –Toma el Rey con la intención de desplazarlo hacia la única casilla que le queda, pero se lo piensa mejor y, finalmente, lo deja caer sobre el tablero-. Creo que la partida ha terminado.

-Eso parece. Yo también tengo curiosidad. Por ejemplo, comprendo perfectamente que asesinaras a tu propio hijo después de traicionarte. Lo que me intriga es, ¿por qué esa publicidad? Pudiste ejecutarlo en silencio, de manera discreta, y sin embargo optaste por aquel número de la decapitación. ¿Querías dar ejemplo, o fue puro sadismo?

He utilizado un tono sencillo, modesto, como dando a entender que me mueve un mero interés profesional. Sin embargo, la expresión de su cara me informa que ha captado perfectamente el sarcasmo.

-Yo no maté a mi hijo –me dice con la voz apagada por la emoción.

Simon Rothko, el temible y diabólico Príncipe de la Mafia rusa, recoge con parsimonia el tablero de ajedrez y se marcha en silencio. No lo vuelvo a ver hasta dos días después.

miércoles, 24 de enero de 2024

Capítulo 17. Negociando con Simon Rothko

 


Hoy va a ser un día importante. Me dispongo a jugar mis cartas con Rothko, que no es ningún imbécil, y he de mostrarme cauteloso para no cometer errores. Si sospecha lo más mínimo, todo se habría acabado para mí, pero si no… Bueno, este podría ser el principio del fin de mi cautiverio.

Como los días precedentes, entra acompañado de Míster Ceja, que se coloca a los pies de la cama. Esta vez, Rothko no llega a sentarse, anticipándose a mi negativa, así que soy yo quien le pide que lo haga.

-¿Y eso…?

-Ayer estuviste a punto de matarme, y no creo que hoy salga con vida. He reflexionado; hablemos.

Eleva las cejas, sorprendido, pero finalmente coge la silla que poco antes había ocupado Herda.

-Habla.

-Tú ganas. Lo haré. Con una salvedad, y no es negociable.

-Tú dirás.

-Accedo a transferirte los poderes necesarios para manejar mis asuntos. Sé que estás interesado principalmente en mis empresas de armas, ¿verdad?

-Eran mías, hasta que lanzaste tu puta OPA.

-También soy consciente de que no existe ninguna posibilidad de que yo salga con vida de esta celda.

-Bueno… -dice, abriendo las manos en un gesto equívoco.

-Tranquilo, lo comprendo. En tu lugar haría lo mismo. De acuerdo, serán tuyas con la condición de que sea yo quien elija cuándo y cómo debo abandonar este mundo.

-No estás en situación de negociar, Kingsman…

-Moriré de una sobredosis de morfina. Aquí, en esta misma cama. Una muerte dulce, agradable. Ese día, además, el día de mi muerte, me harás traer un buen filete de ternera en su punto. Adoro la ternera, y quiero que sea mi última comida.

-¿Cuándo?

-No espero seguir aquí dentro de un mes. No eres tan buen anfitrión, al fin y al cabo. Por otra parte, es lo que necesitaré para otorgarte todos mis poderes notariales. No dirijo una fábrica de conservas, ¿sabes?

Guarda silencio durante tanto tiempo que empiezo a convencerme de que no aceptará. Se ha olido algo, el viejo cabrón. Pero me sorprende al contestar:

-De acuerdo. Trato hecho –y me extiende la mano que aprieto débilmente para hacerle ver que apenas me quedan fuerzas-. Disfruta de tu mes de vida.

-Espero hacerlo, Simon, espero hacerlo –le digo, ofreciéndole mi mejor sonrisa.

 

Esa tarde, Herda y yo entablamos, por fin, una conversación que podría considerarse de índole personal. Me pregunta si me han vuelto a hacer daño, mientras me cambia el vendaje. Le explico que he decidido colaborar con mis captores.

-Creo que Dios no nos ha hecho el regalo de la vida para que lo desperdiciemos a nuestro antojo. Ayer por la tarde hablé con ese hombre y acepté entregarle lo que me pedía. Él, por su parte, prometió respetar la vida de mi niña querida. Espero que cumpla su palabra.

Ella asiente, sin despegar los labios. Está preocupada por los micrófonos ocultos.

-¿Puedes hablarme de ti? Me has salvado la vida dos veces y apenas te conozco. Solo sé tu nombre, y ni siquiera estoy seguro de que sea el auténtico.

-Sí que lo es.

Guardo silencio, animándola a seguir.

-Vivo con mi madre y mis dos hijos, en una casa pequeña de una sola planta –comenta en voz baja-. Mi marido murió hace dos años. Lo pasamos mal; dos niños pequeños, uno de ellos recién nacido, y sin dinero ni ayudas de ninguna clase. Me vi obligada a refugiarme en casa de mis padres.

-¿Y tu trabajo de enfermera?

-Terminé la carrera hace muchos años, pero no ejercí prácticamente hasta la muerte de mi marido.  

Las palabras, susurradas, salen con cuentagotas, pero no me hace falta más información para deducir la historia de esa mujer. El marido muerto, probablemente es una víctima de las guerras de Simon Rothko. Me atrevería a pensar que fue uno de sus hombres, liquidado quizá por otro sicario durante alguna refriega. Desde entonces, ella trabaja como enfermera para el jefe de su marido. Debe estar bien pagada, pero se nota a la legua que no le gusta nada lo que se ve obligada a hacer. Quizá vive bajo la amenaza constante de que hagan daño a sus hijos.

-¿Los dos son varones? Tus hijos, me refiero.

-No, tengo la parejita. Lisa, de ocho años, y Vasili, de doce.

-Debe estar ya hecho un hombrecito.

-Sí –sonríe-. Aunque le falta su padre. A los dos le falta su padre.

-Bueno, afortunadamente para ellos te tienen a ti. No todos los niños pueden decir lo mismo.

Avanzamos a buen paso. El día de hoy ha sido más que provechoso. La he hecho hablar, y eso es algo que vale mucho. Sé que no tardaré en convertirme en su amigo, o, con suerte, en su amante. 

Pronto seré libre. Conseguiré que ella me saque de aquí, aunque le cueste la vida.

 

viernes, 19 de enero de 2024

Capítulo 16. Una cara nueva

 


Simon Rothko es puntual. Como viene siendo costumbre, se presenta después de la comida, en la que Herda ha logrado colarme un pequeño ejemplar de biblia ortodoxa, escrita en cirílico.

La escondo bajo el colchón en cuanto se marcha la enfermera. No me interesa que Simon sepa de ella. Es un viejo zorro, y podría llegar sospechar algo.

Igual que ayer, se sienta cerca de la cabecera de la cama. Su mirada de serpiente se posa en mis vendajes, una tenue sonrisa se insinúa en sus labios.

-¿Has reflexionado sobre mi propuesta?

-Sí, mucho. No he pegado ojo en toda la noche pensando en ello –le respondo, haciendo patente mi sarcasmo.

-¿Y…?

-He decidido mandarte al diablo. Simon.

En esta ocasión, la paliza es brutal. Me fracturan la nariz y me cierran ambos ojos a fuerza de puñetazos. Cuando terminan (ya que recibe la ayuda de su cejudo acompañante), mi rostro es una masa de carne inflamada y sangrante. Mi visión se ha reducido a una mancha borrosa y apenas puedo escuchar nada.

Debo resistir a toda costa, al menos hoy. Necesito esta cara, este aspecto horroroso.

Herda aparece cinco minutos después de que se hayan marchado. Cuando descubre mi terrible aspecto profiere un gemido, que intenta ahogar sin éxito cubriéndose la boca con la mano. Yo me siento débil y enfermo, y la cabeza me da vueltas por efecto de los golpes, así que no me hace falta fingir que estoy mal.

-¡Dios mío! –musita varias veces, mientras intenta arreglar el desaguisado. Poco puede hacer, sin embargo. Soy consciente de que, sin la intervención de un buen cirujano, me van a quedar algunas cicatrices. A pesar de todo, limpia mis heridas y renueva el vendaje, que esta vez cubre mi rostro hasta hacerme parecer una momia. Aplica hielo en mis ojos y me administra varios comprimidos, analgésicos y antiinflamatorios, que en poco tiempo consiguen que, al menos, pueda abrir los ojos.

-¿Por qué…? ¿Por qué no le da lo que pide? No creo que sea capaz de resistir otra paliza como esta –me susurra mientras trata de suturarme una de las orejas.

-Lo haría, si no fuera porque podría poner en peligro a otra persona, muy querida para mí –me interrumpo, como si tratara de decidir hasta qué punto puedo confiar en ella, y luego añado-: se trata de mi hija. Solo tiene cinco años.

Herda no dice nada, pero noto con alegría que su respiración se agita un breve instante. Acabo de dar en el blanco, de nuevo. Ella también tiene hijos, probablemente amenazados por Rothko. No me cuida solo por dinero. Está aterrorizada. Pero hasta el miedo se puede vencer.

-¿Le importaría…? ¿Podría ayudarme?

-¿Qué? –pregunta en tono cauteloso.

-Me gustaría incorporarme un poco. Ahora mismo necesito rezar. Quedar en paz con Él.

-Por supuesto.

Apoya su mano en mi espalda y, con celoso mimo, me incorpora sobre la cabecera de la cama hasta quedar sentado. Yo entonces recupero la biblia y, abriéndola por el Libro de los Salmos, comienzo a recitar oraciones sin dejar de observarla por el rabillo del ojo.

Ella permanece un instante sin saber qué hacer. Al cabo de unos minutos, la veo arrodillarse en el suelo, a mi lado. Apoya sus brazos en el colchón de mi cama y, juntando las manos en un puño, se une a mis plegarias.

 

Esa noche, no solo consigo mover los dedos de los pies, sino también parte de las piernas, hasta la rodilla. Aunque resulta doloroso y desesperante, me propongo continuar mis ejercicios nocturnos. Un mes, quizá dos, antes de ser capaz de ponerme en pie y caminar con dificultad, calculo. Es una estimación muy optimista, pero me aferro a ella porque no me queda otra opción.

 

martes, 16 de enero de 2024

Capítulo 15. En Dios confío



Aguardo el regreso de Herda como si fuera un amante celoso.

Nunca he llorado, ni he sentido la necesidad de hacerlo. Sin embargo, es una de las habilidades que he tratado de perfeccionar a lo largo de estos últimos años, igual que la lengua de signos o los entresijos de la economía. Es la destreza que más me ha costado controlar, pero siempre he tenido claro lo útil que me puede resultar dominar la actuación, en todas sus variantes. También he sabido que podía llegar un momento en que mi vida pudiera depender de esa habilidad. Y el momento, en efecto, ha llegado.

Cuando la enfermera cruza la puerta, me encuentra hecho un mar de lágrimas. Finjo sentirme avergonzado, y trato de ocultarme con las manos, pero le dejo ver lo suficiente.

Ella me observa con extrañeza al principio, sin decir nada, antes de que por fin se imponga su profesionalidad. Me aparta las manos con suavidad, y procede a limpiarme la cara con una gasa humedecida en suero tibio. Dado que no he hecho nada por cortar la hemorragia, su bandeja pronto se llena de sangre y restos de piel. Por mi parte, he dejado de llorar. No es conveniente, en estos casos, cargar demasiado las tintas ya que podría provocar el efecto contrario al que busco.

Cuando termina de curarme, sujeto con suavidad una de sus manos y la beso. Durante un par de segundos, la mantengo pegada a mis labios, como si esa mano fuera lo más querido por mí. Luego la suelto deprisa, con gesto pudoroso, igual que si hubiese cometido una grave incorrección.

-Le agradezco de veras todo lo que está haciendo por mí. Es usted un ángel. –Le digo en el mejor ucraniano que soy capaz de hablar. Luego, advirtiendo su expresión incómoda, añado-: Perdone si la he molestado. Supongo que, dado su trabajo, estará más que acostumbrada a estas cosas.

-No. No lo estoy –dice despacio, como si eligiera cuidadosamente sus palabras. Su expresión se vuelve furtiva. Claro, qué idiota, debía haberlo supuesto. Esa habitación está repleta de micrófonos y, con toda seguridad, alguno de los hombres de Rothko debe estar escuchando cuanto decimos-. Solo hago mi trabajo.

-Es verdad.

En ese momento me fijo en una cruz dorada de ocho brazos que cuelga de su cuello, y tengo una inspiración.

-Quisiera pedirle un favor, si es posible… No sé si será usted religiosa. Yo sí lo soy, ¿sabe? Desde niño. Hubo un tiempo en que creí que quería hacerme sacerdote, ¿puede creerlo?

-En realidad, sí que soy creyente –me dice, llevándose la mano a la cruz, símbolo de la Iglesia Ortodoxa.

-Entonces… ¿podría…? ¿Sería posible que pudiera proporcionarme una biblia? Una biblia cristiana, ya sabe.

-¿Es usted ortodoxo o católico?

-Soy un verdadero cristiano –respondo con aire ofendido.

Ella sonríe levemente, porque acabo de pronunciar las palabras mágicas. Por supuesto, los ortodoxos, al igual que los católicos, se consideran los auténticos y únicos herederos del cristianismo. Pasa lo mismo con el resto de las religiones. Todas, sin excepción, se arrogan el título de defender la verdadera creencia.

Siempre he considerado interesante el tema de las religiones. Es fascinante el influjo que ejerce sobre la gente la fe en un mito, y el poder que se otorga a la persona que dice hablar en nombre de Dios. Alguna vez he jugueteado con la idea de fundar una religión. Las posibilidades son infinitas.

Por eso mismo, descubrir que mi enfermera podría ser una creyente aumenta mi optimismo. Mejora, y mucho, mis posibilidades con ella. Mis posibilidades de salir de aquí con vida.  

-No sé… tendría que consultarlo… pero imagino que no habría ningún problema con eso. Lo intentaré. ¿Algo… algo más?

-Sí, solo una cosa. Una cosa muy pequeña, en realidad: si alguna vez reza, por favor, acuérdese de mí en sus oraciones.

-Descuide, lo haré.

Se marcha, pero esta vez, me aprieta un instante la mano antes de dejarme.  

                                                         *****

Esa noche, aprovecho la intimidad que me proporciona la oscuridad de mi cuarto para intentar realizar algún movimiento con mis piernas. Después de mucho esfuerzo y concentración, creo que consigo que el dedo gordo de mi pie derecho realice una pequeña genuflexión.

¿Es posible que haya recuperado mis piernas? Todo parece indicar que sí.

Decido que, si logro salir de aquí, respetaré la vida de Elsa Bloch, siempre y cuando no haya tenido nada que ver con mi secuestro.

 

miércoles, 10 de enero de 2024

Capítulo 14. Mi secreto

 




No puedo decir que me sorprenda su salida. ¿Qué otra cosa podía pretender de mí Simon Rothko? Así que no lo puedo evitar. Rompo a reír a carcajada limpia.

-¿Te hace gracia?

-Mucha, Simon. O sea, yo te nombro mi heredero con la finalidad de que tú puedas asesinarme y cobrar la herencia. Esa es tu propuesta, a grandes rasgos. ¿No es para descojonarse?

-Vas a morir, eso lo sabes, ¿verdad?

-No me cabe ninguna duda al respecto.  

-Pero, fíjate. Hay muchas maneras de morir. Si colaboras, te concederé el privilegio de elegir la tuya. –Al decir esto, dirige una mirada al hombre que se encuentra a los pies de mi cama, que me golpea con fuerza en las piernas.

-Eres un idiota, Simon –digo sin inmutarme-. Estoy paralítico, ¿lo habías olvidado? Tendrás que torturarme de cintura para arriba.

Rothko me observa atentamente, buscando en mi rostro alguna señal de dolor. Por fin, menea la cabeza, al parecer convencido.

-Sí, eso me habían dicho, pero no acababa de creerlo. Suponía que era todo una especie de charada que habías organizado, algo parecido a tus identidades falsas. Ángel Salazar, el campeón de ajedrez, capaz de derrotar al gran Gustav Olsen y fingir después su propia muerte, también debería ser capaz de simular una discapacidad.

-¿Y por qué iba a hacer eso?

Intento ganar tiempo para pensar. Mi cabeza es ahora un hervidero de ideas que trato de poner en orden. Porque en el último minuto he obtenido tres revelaciones sorprendentes.

La primera, que Simon Rothko conoce mi verdadera identidad. De las tres, es la que menos me inquieta. Debo suponer que la red de información de que dispone es, como poco, tan buena como la mía, y yo lo habría averiguado de hallarme en su lugar.

La segunda, que Rothko no tiene la menor idea de lo que yo hacía en ese hospital, lo que significa que la persona que me traicionó le ha transmitido una información errónea o incompleta.

-La verdad es que no sé por qué haces las cosas, Salazar –prosigue hablando en su tono siseante-. Eres un tío extraño. Extraño y peligroso. Me fijé en ti hace unos cinco años, cuando empezaste a ganar algún dinero con las putas y la Bolsa. ¿Un bróker proxeneta? No es algo muy común, que digamos. Hice algunas indagaciones y descubrí que habías acumulado, al menos, cinco identidades falsas. Y seguí escarbando, claro, soy así de curioso. De esa forma averigüé lo de tu falsa muerte… Intentabas ser una sombra, un nombre falso escrito al final de un arsenal de documentos. Eso es difícil en nuestro negocio, muchacho. Yo soy viejo comparado contigo. Te podría dar muchos consejos…

-Guárdatelos, no los necesito.

No intento placarlo. Al contrario, dejo mi cara expuesta al puñetazo, procurando que reciba el mayor daño posible. Un sello de oro que luce en el dedo anular me abre una brecha en el pómulo, del que comienza a manar un río de sangre.

-Ya veo que eres un tío duro. Capaz de pegar a un minusválido en su propia cama –le espeto con desprecio.  

Esta vez me golpea en la boca, haciéndome saltar un par de dientes, que escupo al suelo mientras fuerzo una sonrisa.

-No vuelvas a interrumpirme.

-¿Me matarás si lo hago?

-No de la forma que piensas…

-Y no conseguirás nada. Otra muerte inútil a tus espaldas, Simon. Qué decepción, viejo. Te creía más inteligente.

Enrojece, pero esta vez descarga su furia sobre mi abdomen, obligándome a soltar un gemido de dolor.

-¿Quieres que sigamos?

Tardo esta vez unos segundos en recuperar el aliento, y eso parece calmarlo. Decido que ya está bien. Tengo lo que necesitaba.

-De acuerdo –dice al comprobar que permanezco en silencio-. Volveré mañana. Espero que reflexiones esta noche sobre mi propuesta. Es lo mejor, chaval, créeme. Una cosa que aún no sabes de este negocio es que uno debe aceptar la derrota, cuando llega. Y a ti te ha llegado.

Se marchan, dejándome solo y con tiempo para reflexionar, como él mismo ha dicho. Y lo hago sobre la tercera revelación, la mejor de todas.

Me ha dolido la cara, la boca, el estómago, es algo que ya esperaba. Pero hoy el dolor es mi amigo.

Cuando el gorila de Rothko me ha golpeado en las piernas, he notado un leve, reconfortante, hormigueo.

Y ese es mi secreto.

 

 

jueves, 4 de enero de 2024

Capítulo 13. Simon dice

 


Me mantiene vivo porque trama apoderarse de todo. La audacia de su plan es lo que más enfurece. ¿Cómo se atreve?

¿Por qué no me atreví yo antes?

Se ha adelantado, el viejo zorro estepario. Un golpe rápido que yo debería haber previsto. ¿Y Carlos…? Presumo que ya es pasto de los peces, como el hijo traidor de Rothko. Un castigo merecido por su incompetencia.

Mi situación actual me demuestra, una vez más, que no debo confiar en nadie. Puedo utilizar a algunas personas, sí, pero sin caer en el error de creer que pueden llegar ser verdaderos aliados.

La gente es estúpida, por naturaleza. No debo volver a olvidarlo.

La enfermera acude esa misma tarde. Digo tarde, aunque en realidad desconozco la hora y el día en que vivo. La celda es una especie de cueva de paredes encaladas y bóvedas sinuosas, alumbrada por un halógeno de luz blanca, en la que no hay modo de controlar el transcurso del tiempo.

Herda es una mujer de mediana edad, frisando los cuarenta. Rostro enjuto de facciones angulosas, figura delgada, y ojos tristes que albergan una eternidad de otoños. Desde el primer momento intento ganármela, confiando en que sea la persona que menos vínculos mantiene con la organización de Rothko. Si me queda alguna posibilidad de sobrevivir se encuentra en esa mujer.

Sin hablar directamente con ella, mientras me cuida, profiero expresiones a media voz dando a entender que soy un rehén inocente que aguarda su ejecución. Herda no da muestras de comprenderme. Sus gestos son indiferentes, profesionales y metódicos, sin un ápice de compasión. Me quita la ropa y me lava de pies a cabeza. Después cambia la venda de mi espalda, donde se supone que tuvo lugar la operación, y me coloca un pijama abierto, bastante cómodo. Por último, ordena mi traslado a una cama de hospital que acaban de traer, me eleva el respaldo y ajusta las barandillas para evitar caídas. En todo este proceso no pronuncia una palabra, a pesar de mis continuos intentos por llamar su atención.

Por fin, cuando termina, se dirige a mí en un ruso con claro acento de Ucrania:

-Tiene que comer algo. Comenzaremos con líquidos: sopa y zumo de naranja. Si lo tolera bien, esta noche probaremos con pollo a la plancha.

Al menos he obtenido una información con la que no contaba. Deduzco de sus palabras que debe ser mediodía, quizá la tarde.

-Gracias –le contesto con un hilo de voz, en el ucraniano más puro que soy capaz-. No es la comida lo que me preocupa ahora, pero le agradezco mucho lo que está haciendo por mí, Herda.

Ella no responde, aunque creo notar que hay un cambio en su mirada. Un destello de emoción que antes no estaba. O quizá solo sean imaginaciones mías.

Herda me asiste durante la comida, ya que, aunque he recuperado la movilidad de los brazos, aún me cuesta bastante controlarlos. Sospecho que no es solo un efecto de la anestesia. Deben haberme administrado otra sustancia durante mi secuestro.

Al poco de marcharse la enfermera, Simon Rothko pasa a visitarme.

Llega acompañado de un individuo bajo y cuadrado, de espesas cejas negras. Luce una coleta en la que comienzan a verse algunas vetas blancas. Su boca forma un rictus raro que me indica que padece algún tipo de parálisis facial.

-Quiero hablar contigo, Kingsman.

-Por supuesto, estoy a tu servicio.

-No pareces asustado, ni irritado –dice con un deje de admiración-. Tienes temple, a pesar de tu juventud.

-¿Serviría de algo?

-No.

-Lo suponía. No perdamos más el tiempo, Simon. Dime ya qué es lo que quieres de mí.

Rothko coge una silla, la misma que ha utilizado Herda para darme de comer, y toma asiento junto a mi cabecera. El tipo que lo acompaña se queda a los pies de la cama.

-Es muy sencillo, Kingsman. Quiero convertirme en tu heredero.

miércoles, 3 de enero de 2024

Capítulo 12. A merced de mi enemigo

 



En mi despacho guardo un abultado informe sobre Rothko. Los datos conocidos del hombre son interesantes. Muestran un individuo ambicioso y astuto, sin escrúpulos.

En algún aspecto se parece a mí, pero en otros, es muy diferente. Gasta una brutalidad innecesaria, perjudicial para sus intereses. No soy de las personas que titubeen a la hora de tomar medidas extremas. Mato cuando hay que hacerlo, como haría todo el mundo. Pero uno ha de tener siempre cuidado con los excesos.

Rothko ha sido traicionado más de una vez, y la traición procede normalmente del despecho. No basta con que te teman. A ser posible, hay que ganarse el respeto, la devoción. Esa es una de mis reglas.

El miedo nunca es suficiente.

Simon Rothko fue traicionado por uno de sus hijos, hace unos años. Su cabeza apareció en un contenedor de basura y el resto de su cuerpo, cortado en trocitos muy pequeños, fue vertido al mar para alimentar a los peces.

Poca gente sabe eso, por supuesto. Los hijos que le quedan y, posiblemente, yo. Lo averigüé por casualidad. El hombre que lo ejecutó, su hombre de confianza, ahora trabaja para mí.

Entonces me doy cuenta de que yo también he sido traicionado, como él. ¿Por quién? Ojalá me dé tiempo a averiguarlo.

Además de esos datos, el memorándum incluía un par de fotografías, por lo que no me cuesta nada reconocerlo. La cabeza calva, el rostro abotagado, la expresión abyecta en sus ojos, la obesidad incipiente.

Habla en ruso, que alterna con un inglés con acento. Su voz es aguda y siseante, como la de una serpiente.

-Es muy joven –le comenta con aire sorprendido al hombre que se encuentra a su derecha. Ya no lleva la barba falsa ni los harapos, pero no me cuesta reconocer al mendigo del hospital-. ¿Estáis seguros de que es él?

El otro asiente, aunque parece intimidado. Leo sin dificultad la expresión de temor en sus ojos: “¿Y si se hubiera equivocado…?”

-¿Por qué no me preguntas a mí, Simon?

La sorpresa de oírme hablar en ruso le dura solo un instante. Luego asiente, comprensivo. En sus labios se desliza la insinuación leve de una sonrisa.

-Sí, eres tú. Te tengo.

-Me tienes, aunque el mérito no es tuyo, hijo de puta.

-¿No? ¿Y de quién es, entonces?

-De la persona que me vendió.

Me mira con profundo desprecio. Ojalá pudiera saltar sobre él y asfixiarlo con mis propias manos, pero ahora mismo ni siquiera soy capaz de mover los dedos. A pesar de todo, me obligo a sonreír. Soy consciente de que probablemente sea la última vez que lo haga.

-¿Por qué sigo vivo? –se me ocurre preguntarle, por ganar tiempo.

Pero él no contesta esta vez. Se da la vuelta y da instrucciones a sus hombres en voz baja. Yo leo sus labios, algo que me enseñó a hacer un sicario sordo que trabaja para mí. Es un conocimiento que me ha resultado muy útil estos años.

-Alimentadlo. Mantenedlo con vida. Enfermera. –Son las palabras que logro captar.

Bueno, pienso, parece que viviré un poco más. Quién sabe…

Mi cabeza comienza a funcionar a toda velocidad.

Capítulo 34. El Renacido

  El resto del viaje hasta Polonia transcurrió sin sobresaltos importantes. Tuve que abandonar el camión poco después de dejar Leópolis, a...