miércoles, 24 de enero de 2024

Capítulo 17. Negociando con Simon Rothko

 


Hoy va a ser un día importante. Me dispongo a jugar mis cartas con Rothko, que no es ningún imbécil, y he de mostrarme cauteloso para no cometer errores. Si sospecha lo más mínimo, todo se habría acabado para mí, pero si no… Bueno, este podría ser el principio del fin de mi cautiverio.

Como los días precedentes, entra acompañado de Míster Ceja, que se coloca a los pies de la cama. Esta vez, Rothko no llega a sentarse, anticipándose a mi negativa, así que soy yo quien le pide que lo haga.

-¿Y eso…?

-Ayer estuviste a punto de matarme, y no creo que hoy salga con vida. He reflexionado; hablemos.

Eleva las cejas, sorprendido, pero finalmente coge la silla que poco antes había ocupado Herda.

-Habla.

-Tú ganas. Lo haré. Con una salvedad, y no es negociable.

-Tú dirás.

-Accedo a transferirte los poderes necesarios para manejar mis asuntos. Sé que estás interesado principalmente en mis empresas de armas, ¿verdad?

-Eran mías, hasta que lanzaste tu puta OPA.

-También soy consciente de que no existe ninguna posibilidad de que yo salga con vida de esta celda.

-Bueno… -dice, abriendo las manos en un gesto equívoco.

-Tranquilo, lo comprendo. En tu lugar haría lo mismo. De acuerdo, serán tuyas con la condición de que sea yo quien elija cuándo y cómo debo abandonar este mundo.

-No estás en situación de negociar, Kingsman…

-Moriré de una sobredosis de morfina. Aquí, en esta misma cama. Una muerte dulce, agradable. Ese día, además, el día de mi muerte, me harás traer un buen filete de ternera en su punto. Adoro la ternera, y quiero que sea mi última comida.

-¿Cuándo?

-No espero seguir aquí dentro de un mes. No eres tan buen anfitrión, al fin y al cabo. Por otra parte, es lo que necesitaré para otorgarte todos mis poderes notariales. No dirijo una fábrica de conservas, ¿sabes?

Guarda silencio durante tanto tiempo que empiezo a convencerme de que no aceptará. Se ha olido algo, el viejo cabrón. Pero me sorprende al contestar:

-De acuerdo. Trato hecho –y me extiende la mano que aprieto débilmente para hacerle ver que apenas me quedan fuerzas-. Disfruta de tu mes de vida.

-Espero hacerlo, Simon, espero hacerlo –le digo, ofreciéndole mi mejor sonrisa.

 

Esa tarde, Herda y yo entablamos, por fin, una conversación que podría considerarse de índole personal. Me pregunta si me han vuelto a hacer daño, mientras me cambia el vendaje. Le explico que he decidido colaborar con mis captores.

-Creo que Dios no nos ha hecho el regalo de la vida para que lo desperdiciemos a nuestro antojo. Ayer por la tarde hablé con ese hombre y acepté entregarle lo que me pedía. Él, por su parte, prometió respetar la vida de mi niña querida. Espero que cumpla su palabra.

Ella asiente, sin despegar los labios. Está preocupada por los micrófonos ocultos.

-¿Puedes hablarme de ti? Me has salvado la vida dos veces y apenas te conozco. Solo sé tu nombre, y ni siquiera estoy seguro de que sea el auténtico.

-Sí que lo es.

Guardo silencio, animándola a seguir.

-Vivo con mi madre y mis dos hijos, en una casa pequeña de una sola planta –comenta en voz baja-. Mi marido murió hace dos años. Lo pasamos mal; dos niños pequeños, uno de ellos recién nacido, y sin dinero ni ayudas de ninguna clase. Me vi obligada a refugiarme en casa de mis padres.

-¿Y tu trabajo de enfermera?

-Terminé la carrera hace muchos años, pero no ejercí prácticamente hasta la muerte de mi marido.  

Las palabras, susurradas, salen con cuentagotas, pero no me hace falta más información para deducir la historia de esa mujer. El marido muerto, probablemente es una víctima de las guerras de Simon Rothko. Me atrevería a pensar que fue uno de sus hombres, liquidado quizá por otro sicario durante alguna refriega. Desde entonces, ella trabaja como enfermera para el jefe de su marido. Debe estar bien pagada, pero se nota a la legua que no le gusta nada lo que se ve obligada a hacer. Quizá vive bajo la amenaza constante de que hagan daño a sus hijos.

-¿Los dos son varones? Tus hijos, me refiero.

-No, tengo la parejita. Lisa, de ocho años, y Vasili, de doce.

-Debe estar ya hecho un hombrecito.

-Sí –sonríe-. Aunque le falta su padre. A los dos le falta su padre.

-Bueno, afortunadamente para ellos te tienen a ti. No todos los niños pueden decir lo mismo.

Avanzamos a buen paso. El día de hoy ha sido más que provechoso. La he hecho hablar, y eso es algo que vale mucho. Sé que no tardaré en convertirme en su amigo, o, con suerte, en su amante. 

Pronto seré libre. Conseguiré que ella me saque de aquí, aunque le cueste la vida.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Capítulo 34. El Renacido

  El resto del viaje hasta Polonia transcurrió sin sobresaltos importantes. Tuve que abandonar el camión poco después de dejar Leópolis, a...