Simon
Rothko es puntual. Como viene siendo costumbre, se presenta después de la comida, en
la que Herda ha logrado colarme un pequeño ejemplar de biblia ortodoxa, escrita
en cirílico.
La
escondo bajo el colchón en cuanto se marcha la enfermera. No me interesa que
Simon sepa de ella. Es un viejo zorro, y podría llegar sospechar algo.
Igual
que ayer, se sienta cerca de la cabecera de la cama. Su mirada de serpiente se
posa en mis vendajes, una tenue sonrisa se insinúa en sus labios.
-¿Has
reflexionado sobre mi propuesta?
-Sí,
mucho. No he pegado ojo en toda la noche pensando en ello –le respondo,
haciendo patente mi sarcasmo.
-¿Y…?
-He
decidido mandarte al diablo. Simon.
En
esta ocasión, la paliza es brutal. Me fracturan la nariz y me cierran ambos
ojos a fuerza de puñetazos. Cuando terminan (ya que recibe la ayuda de su cejudo
acompañante), mi rostro es una masa de carne inflamada y sangrante. Mi visión
se ha reducido a una mancha borrosa y apenas puedo escuchar nada.
Debo
resistir a toda costa, al menos hoy. Necesito esta cara, este aspecto
horroroso.
Herda
aparece cinco minutos después de que se hayan marchado. Cuando descubre mi
terrible aspecto profiere un gemido, que intenta ahogar sin éxito cubriéndose
la boca con la mano. Yo me siento débil y enfermo, y la cabeza me da vueltas
por efecto de los golpes, así que no me hace falta fingir que estoy mal.
-¡Dios
mío! –musita varias veces, mientras intenta arreglar el desaguisado. Poco puede
hacer, sin embargo. Soy consciente de que, sin la intervención de un buen
cirujano, me van a quedar algunas cicatrices. A pesar de todo, limpia mis
heridas y renueva el vendaje, que esta vez cubre mi rostro hasta hacerme parecer
una momia. Aplica hielo en mis ojos y me administra varios comprimidos,
analgésicos y antiinflamatorios, que en poco tiempo consiguen que, al menos,
pueda abrir los ojos.
-¿Por
qué…? ¿Por qué no le da lo que pide? No creo que sea capaz de resistir otra
paliza como esta –me susurra mientras trata de suturarme una de las orejas.
-Lo
haría, si no fuera porque podría poner en peligro a otra persona, muy querida
para mí –me interrumpo, como si tratara de decidir hasta qué punto puedo
confiar en ella, y luego añado-: se trata de mi hija. Solo tiene cinco años.
Herda
no dice nada, pero noto con alegría que su respiración se agita un breve
instante. Acabo de dar en el blanco, de nuevo. Ella también tiene hijos,
probablemente amenazados por Rothko. No me cuida solo por dinero. Está
aterrorizada. Pero hasta el miedo se puede vencer.
-¿Le
importaría…? ¿Podría ayudarme?
-¿Qué?
–pregunta en tono cauteloso.
-Me
gustaría incorporarme un poco. Ahora mismo necesito rezar. Quedar en paz con Él.
-Por
supuesto.
Apoya
su mano en mi espalda y, con celoso mimo, me incorpora sobre la cabecera de la
cama hasta quedar sentado. Yo entonces recupero la biblia y, abriéndola por el
Libro de los Salmos, comienzo a recitar oraciones sin dejar de observarla por
el rabillo del ojo.
Ella
permanece un instante sin saber qué hacer. Al cabo de unos minutos, la veo
arrodillarse en el suelo, a mi lado. Apoya sus brazos en el colchón de mi cama
y, juntando las manos en un puño, se une a mis plegarias.
Esa
noche, no solo consigo mover los dedos de los pies, sino también parte de las
piernas, hasta la rodilla. Aunque resulta doloroso y desesperante, me propongo
continuar mis ejercicios nocturnos. Un mes, quizá dos, antes de ser capaz de
ponerme en pie y caminar con dificultad, calculo. Es una estimación muy
optimista, pero me aferro a ella porque no me queda otra opción.
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