martes, 16 de enero de 2024

Capítulo 15. En Dios confío



Aguardo el regreso de Herda como si fuera un amante celoso.

Nunca he llorado, ni he sentido la necesidad de hacerlo. Sin embargo, es una de las habilidades que he tratado de perfeccionar a lo largo de estos últimos años, igual que la lengua de signos o los entresijos de la economía. Es la destreza que más me ha costado controlar, pero siempre he tenido claro lo útil que me puede resultar dominar la actuación, en todas sus variantes. También he sabido que podía llegar un momento en que mi vida pudiera depender de esa habilidad. Y el momento, en efecto, ha llegado.

Cuando la enfermera cruza la puerta, me encuentra hecho un mar de lágrimas. Finjo sentirme avergonzado, y trato de ocultarme con las manos, pero le dejo ver lo suficiente.

Ella me observa con extrañeza al principio, sin decir nada, antes de que por fin se imponga su profesionalidad. Me aparta las manos con suavidad, y procede a limpiarme la cara con una gasa humedecida en suero tibio. Dado que no he hecho nada por cortar la hemorragia, su bandeja pronto se llena de sangre y restos de piel. Por mi parte, he dejado de llorar. No es conveniente, en estos casos, cargar demasiado las tintas ya que podría provocar el efecto contrario al que busco.

Cuando termina de curarme, sujeto con suavidad una de sus manos y la beso. Durante un par de segundos, la mantengo pegada a mis labios, como si esa mano fuera lo más querido por mí. Luego la suelto deprisa, con gesto pudoroso, igual que si hubiese cometido una grave incorrección.

-Le agradezco de veras todo lo que está haciendo por mí. Es usted un ángel. –Le digo en el mejor ucraniano que soy capaz de hablar. Luego, advirtiendo su expresión incómoda, añado-: Perdone si la he molestado. Supongo que, dado su trabajo, estará más que acostumbrada a estas cosas.

-No. No lo estoy –dice despacio, como si eligiera cuidadosamente sus palabras. Su expresión se vuelve furtiva. Claro, qué idiota, debía haberlo supuesto. Esa habitación está repleta de micrófonos y, con toda seguridad, alguno de los hombres de Rothko debe estar escuchando cuanto decimos-. Solo hago mi trabajo.

-Es verdad.

En ese momento me fijo en una cruz dorada de ocho brazos que cuelga de su cuello, y tengo una inspiración.

-Quisiera pedirle un favor, si es posible… No sé si será usted religiosa. Yo sí lo soy, ¿sabe? Desde niño. Hubo un tiempo en que creí que quería hacerme sacerdote, ¿puede creerlo?

-En realidad, sí que soy creyente –me dice, llevándose la mano a la cruz, símbolo de la Iglesia Ortodoxa.

-Entonces… ¿podría…? ¿Sería posible que pudiera proporcionarme una biblia? Una biblia cristiana, ya sabe.

-¿Es usted ortodoxo o católico?

-Soy un verdadero cristiano –respondo con aire ofendido.

Ella sonríe levemente, porque acabo de pronunciar las palabras mágicas. Por supuesto, los ortodoxos, al igual que los católicos, se consideran los auténticos y únicos herederos del cristianismo. Pasa lo mismo con el resto de las religiones. Todas, sin excepción, se arrogan el título de defender la verdadera creencia.

Siempre he considerado interesante el tema de las religiones. Es fascinante el influjo que ejerce sobre la gente la fe en un mito, y el poder que se otorga a la persona que dice hablar en nombre de Dios. Alguna vez he jugueteado con la idea de fundar una religión. Las posibilidades son infinitas.

Por eso mismo, descubrir que mi enfermera podría ser una creyente aumenta mi optimismo. Mejora, y mucho, mis posibilidades con ella. Mis posibilidades de salir de aquí con vida.  

-No sé… tendría que consultarlo… pero imagino que no habría ningún problema con eso. Lo intentaré. ¿Algo… algo más?

-Sí, solo una cosa. Una cosa muy pequeña, en realidad: si alguna vez reza, por favor, acuérdese de mí en sus oraciones.

-Descuide, lo haré.

Se marcha, pero esta vez, me aprieta un instante la mano antes de dejarme.  

                                                         *****

Esa noche, aprovecho la intimidad que me proporciona la oscuridad de mi cuarto para intentar realizar algún movimiento con mis piernas. Después de mucho esfuerzo y concentración, creo que consigo que el dedo gordo de mi pie derecho realice una pequeña genuflexión.

¿Es posible que haya recuperado mis piernas? Todo parece indicar que sí.

Decido que, si logro salir de aquí, respetaré la vida de Elsa Bloch, siempre y cuando no haya tenido nada que ver con mi secuestro.

 

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