En
mi despacho guardo un abultado informe sobre Rothko. Los datos conocidos del
hombre son interesantes. Muestran un individuo ambicioso y astuto, sin
escrúpulos.
En
algún aspecto se parece a mí, pero en otros, es muy diferente. Gasta una
brutalidad innecesaria, perjudicial para sus intereses. No soy de las personas
que titubeen a la hora de tomar medidas extremas. Mato cuando hay que hacerlo,
como haría todo el mundo. Pero uno ha de tener siempre cuidado con los excesos.
Rothko
ha sido traicionado más de una vez, y la traición procede normalmente del
despecho. No basta con que te teman. A ser posible, hay que ganarse el respeto,
la devoción. Esa es una de mis reglas.
El
miedo nunca es suficiente.
Simon
Rothko fue traicionado por uno de sus hijos, hace unos años. Su cabeza apareció
en un contenedor de basura y el resto de su cuerpo, cortado en trocitos muy
pequeños, fue vertido al mar para alimentar a los peces.
Poca
gente sabe eso, por supuesto. Los hijos que le quedan y, posiblemente, yo. Lo
averigüé por casualidad. El hombre que lo ejecutó, su hombre de confianza,
ahora trabaja para mí.
Entonces
me doy cuenta de que yo también he sido traicionado, como él. ¿Por quién? Ojalá
me dé tiempo a averiguarlo.
Además
de esos datos, el memorándum incluía un par de fotografías, por lo que no me
cuesta nada reconocerlo. La cabeza calva, el rostro abotagado, la expresión abyecta
en sus ojos, la obesidad incipiente.
Habla
en ruso, que alterna con un inglés con acento. Su voz es aguda y siseante, como
la de una serpiente.
-Es
muy joven –le comenta con aire sorprendido al hombre que se encuentra a su
derecha. Ya no lleva la barba falsa ni los harapos, pero no me cuesta reconocer
al mendigo del hospital-. ¿Estáis seguros de que es él?
El
otro asiente, aunque parece intimidado. Leo sin dificultad la expresión de
temor en sus ojos: “¿Y si se hubiera equivocado…?”
-¿Por
qué no me preguntas a mí, Simon?
La
sorpresa de oírme hablar en ruso le dura solo un instante. Luego asiente,
comprensivo. En sus labios se desliza la insinuación leve de una sonrisa.
-Sí,
eres tú. Te tengo.
-Me
tienes, aunque el mérito no es tuyo, hijo de puta.
-¿No?
¿Y de quién es, entonces?
-De
la persona que me vendió.
Me
mira con profundo desprecio. Ojalá pudiera saltar sobre él y asfixiarlo con mis
propias manos, pero ahora mismo ni siquiera soy capaz de mover los dedos. A
pesar de todo, me obligo a sonreír. Soy consciente de que probablemente sea la
última vez que lo haga.
-¿Por
qué sigo vivo? –se me ocurre preguntarle, por ganar tiempo.
Pero
él no contesta esta vez. Se da la vuelta y da instrucciones a sus hombres en
voz baja. Yo leo sus labios, algo que me enseñó a hacer un sicario sordo que
trabaja para mí. Es un conocimiento que me ha resultado muy útil estos años.
-Alimentadlo.
Mantenedlo con vida. Enfermera. –Son las palabras que logro captar.
Bueno,
pienso, parece que viviré un poco más. Quién sabe…
Mi
cabeza comienza a funcionar a toda velocidad.
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