miércoles, 3 de enero de 2024

Capítulo 12. A merced de mi enemigo

 



En mi despacho guardo un abultado informe sobre Rothko. Los datos conocidos del hombre son interesantes. Muestran un individuo ambicioso y astuto, sin escrúpulos.

En algún aspecto se parece a mí, pero en otros, es muy diferente. Gasta una brutalidad innecesaria, perjudicial para sus intereses. No soy de las personas que titubeen a la hora de tomar medidas extremas. Mato cuando hay que hacerlo, como haría todo el mundo. Pero uno ha de tener siempre cuidado con los excesos.

Rothko ha sido traicionado más de una vez, y la traición procede normalmente del despecho. No basta con que te teman. A ser posible, hay que ganarse el respeto, la devoción. Esa es una de mis reglas.

El miedo nunca es suficiente.

Simon Rothko fue traicionado por uno de sus hijos, hace unos años. Su cabeza apareció en un contenedor de basura y el resto de su cuerpo, cortado en trocitos muy pequeños, fue vertido al mar para alimentar a los peces.

Poca gente sabe eso, por supuesto. Los hijos que le quedan y, posiblemente, yo. Lo averigüé por casualidad. El hombre que lo ejecutó, su hombre de confianza, ahora trabaja para mí.

Entonces me doy cuenta de que yo también he sido traicionado, como él. ¿Por quién? Ojalá me dé tiempo a averiguarlo.

Además de esos datos, el memorándum incluía un par de fotografías, por lo que no me cuesta nada reconocerlo. La cabeza calva, el rostro abotagado, la expresión abyecta en sus ojos, la obesidad incipiente.

Habla en ruso, que alterna con un inglés con acento. Su voz es aguda y siseante, como la de una serpiente.

-Es muy joven –le comenta con aire sorprendido al hombre que se encuentra a su derecha. Ya no lleva la barba falsa ni los harapos, pero no me cuesta reconocer al mendigo del hospital-. ¿Estáis seguros de que es él?

El otro asiente, aunque parece intimidado. Leo sin dificultad la expresión de temor en sus ojos: “¿Y si se hubiera equivocado…?”

-¿Por qué no me preguntas a mí, Simon?

La sorpresa de oírme hablar en ruso le dura solo un instante. Luego asiente, comprensivo. En sus labios se desliza la insinuación leve de una sonrisa.

-Sí, eres tú. Te tengo.

-Me tienes, aunque el mérito no es tuyo, hijo de puta.

-¿No? ¿Y de quién es, entonces?

-De la persona que me vendió.

Me mira con profundo desprecio. Ojalá pudiera saltar sobre él y asfixiarlo con mis propias manos, pero ahora mismo ni siquiera soy capaz de mover los dedos. A pesar de todo, me obligo a sonreír. Soy consciente de que probablemente sea la última vez que lo haga.

-¿Por qué sigo vivo? –se me ocurre preguntarle, por ganar tiempo.

Pero él no contesta esta vez. Se da la vuelta y da instrucciones a sus hombres en voz baja. Yo leo sus labios, algo que me enseñó a hacer un sicario sordo que trabaja para mí. Es un conocimiento que me ha resultado muy útil estos años.

-Alimentadlo. Mantenedlo con vida. Enfermera. –Son las palabras que logro captar.

Bueno, pienso, parece que viviré un poco más. Quién sabe…

Mi cabeza comienza a funcionar a toda velocidad.

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