Me
mantiene vivo porque trama apoderarse de todo. La audacia de su plan es lo que
más enfurece. ¿Cómo se atreve?
¿Por qué no me atreví yo
antes?
Se
ha adelantado, el viejo zorro estepario. Un golpe rápido que yo debería haber
previsto. ¿Y Carlos…? Presumo que ya es pasto de los peces, como el hijo
traidor de Rothko. Un castigo merecido por su incompetencia.
Mi
situación actual me demuestra, una vez más, que no debo confiar en nadie. Puedo
utilizar a algunas personas, sí, pero sin caer en el error de creer que pueden
llegar ser verdaderos aliados.
La
gente es estúpida, por naturaleza. No debo volver a olvidarlo.
La
enfermera acude esa misma tarde. Digo tarde, aunque en realidad desconozco la
hora y el día en que vivo. La celda es una especie de cueva de paredes
encaladas y bóvedas sinuosas, alumbrada por un halógeno de luz blanca, en la
que no hay modo de controlar el transcurso del tiempo.
Herda
es una mujer de mediana edad, frisando los cuarenta. Rostro enjuto de facciones
angulosas, figura delgada, y ojos tristes que albergan una eternidad de otoños.
Desde el primer momento intento ganármela, confiando en que sea la persona que
menos vínculos mantiene con la organización de Rothko. Si me queda alguna
posibilidad de sobrevivir se encuentra en esa mujer.
Sin
hablar directamente con ella, mientras me cuida, profiero expresiones a media
voz dando a entender que soy un rehén inocente que aguarda su ejecución. Herda
no da muestras de comprenderme. Sus gestos son indiferentes, profesionales y
metódicos, sin un ápice de compasión. Me quita la ropa y me lava de pies a
cabeza. Después cambia la venda de mi espalda, donde se supone que tuvo lugar
la operación, y me coloca un pijama abierto, bastante cómodo. Por último,
ordena mi traslado a una cama de hospital que acaban de traer, me eleva el
respaldo y ajusta las barandillas para evitar caídas. En todo este proceso no
pronuncia una palabra, a pesar de mis continuos intentos por llamar su
atención.
Por
fin, cuando termina, se dirige a mí en un ruso con claro acento de Ucrania:
-Tiene
que comer algo. Comenzaremos con líquidos: sopa y zumo de naranja. Si lo tolera
bien, esta noche probaremos con pollo a la plancha.
Al
menos he obtenido una información con la que no contaba. Deduzco de sus palabras
que debe ser mediodía, quizá la tarde.
-Gracias
–le contesto con un hilo de voz, en el ucraniano más puro que soy capaz-. No es
la comida lo que me preocupa ahora, pero le agradezco mucho lo que está
haciendo por mí, Herda.
Ella
no responde, aunque creo notar que hay un cambio en su mirada. Un destello de
emoción que antes no estaba. O quizá solo sean imaginaciones mías.
Herda
me asiste durante la comida, ya que, aunque he recuperado la movilidad de los
brazos, aún me cuesta bastante controlarlos. Sospecho que no es solo un efecto
de la anestesia. Deben haberme administrado otra sustancia durante mi
secuestro.
Al
poco de marcharse la enfermera, Simon Rothko pasa a visitarme.
Llega
acompañado de un individuo bajo y cuadrado, de espesas cejas negras. Luce una
coleta en la que comienzan a verse algunas vetas blancas. Su boca forma un
rictus raro que me indica que padece algún tipo de parálisis facial.
-Quiero
hablar contigo, Kingsman.
-Por
supuesto, estoy a tu servicio.
-No
pareces asustado, ni irritado –dice con un deje de admiración-. Tienes temple,
a pesar de tu juventud.
-¿Serviría
de algo?
-No.
-Lo
suponía. No perdamos más el tiempo, Simon. Dime ya qué es lo que quieres de mí.
Rothko
coge una silla, la misma que ha utilizado Herda para darme de comer, y toma
asiento junto a mi cabecera. El tipo que lo acompaña se queda a los pies de la
cama.
-Es
muy sencillo, Kingsman. Quiero convertirme en tu heredero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario