domingo, 31 de diciembre de 2023

Capítulo 11. Secuestrado

 



Uno no sale de una anestesia de forma súbita. Es como despertar de la muerte. O sea no, quiero decir, sucede con parsimonia, muy poco a poco. Primero llegan los sonidos, aún tenues, ininteligibles. A continuación, los olores, el tacto de la ropa, el dolor… Finalmente, en un momento dado, tomas conciencia de quién eres, y, a veces (no siempre ocurre), de dónde te encuentras.

Sin embargo, cuando yo despierto, ya sé a ciencia cierta que no estoy en ningún hospital.

Abro los ojos a una oscuridad envuelta en silencio. Intento hablar, pero no soy capaz de emitir sonido alguno. Claro, estúpido -me digo-, son los efectos de la anestesia. Mi lengua es un trapo seco dentro de una boca que, de momento, no me pertenece. Además, la garganta me duele horriblemente a causa de la intubación.

Mi cerebro vuelve a funcionar, y eso me consuela un poco. Muevo la cabeza de un lado a otro, tratando de recuperar la movilidad, y compruebo que nada me lo impide. Noto un cosquilleo en la punta de los dedos. Inhalo aire para llenar mis pulmones, y mis fosas nasales se inundan de olor a roca húmeda y a salitre. Debo encontrarme muy cerca del mar, en una especie de sótano excavado en la roca.

¿Qué ha ocurrido? Es obvio que me han tendido una trampa, pero ¿quién?

Solo se me ocurre una persona.

Lucho contra el sopor que trata de vencerme, y para ello me esfuerzo en recuperar el movimiento de los brazos. De repente, mientras empiezo a notar que mis dedos se estiran, se me ocurre preguntarme si Elsa logró terminar su trabajo antes de que me secuestraran. Es una tontería pensar en eso ahora, lo sé. Lo más probable es que muera pronto.

Envío una orden a mis piernas, algo que no intentaba desde hacía mucho tiempo. Ni siquiera recuerdo bien cómo hacerlo.  

Nada. No siento absolutamente nada. Siguen sin obedecerme. Y eso, más que la situación en la que me encuentro, es lo que me llena de frustración.

La luz se enciende de improviso, y al principio me hace daño a los ojos, lo que significa que he permanecido inconsciente más tiempo del que imaginaba.

“Un día. Llevo así veinticuatro horas por lo menos”, concluyo al notar el olor de mis excrementos mezclados con orina. He debido evacuar mientras dormía.

La puerta se abre y entra Simon Rothko.


jueves, 28 de diciembre de 2023

Capítulo 10. No es más que un maldito sueño

 


Una enfermera y un celador acuden a mi habitación a las 16.30 exactamente. La enfermera no es la misma de esta mañana, sino una señora mayor de cabello corto y gris, sin teñir. Tiene la nariz recta y el busto generoso, propio de las germánicas. Esta no sonríe, ni sonreirá.

-Buenas tardes, venimos a acompañarle al quirófano –me aclara innecesariamente en perfecto alemán.

-Por supuesto, estoy preparado.

-Aún no. Debe quitarse la ropa y ponerse esto –me ordena, entregándome uno de esos pijamas verdes de papel, abiertos por detrás.

-Necesitaré ayuda.

Ella frunce el ceño, aunque al final se ve obligada a desvestirme y a colocarme ella misma la liviana indumentaria. Luego me conectan a un suero y me pasan a la camilla, desde donde tiene lugar el tránsito por el hospital en dirección al quirófano.

Allí tumbado, casi desnudo, y con el brazo conectado a un sistema de gotero como si de una cadena de presidiario se tratara, me siento absolutamente indefenso.

Nunca en mi vida he tenido miedo. Jamás. Y no es miedo lo que noto en ese instante, sino aprensión. Mi corazón late desbocado y mi respiración se acelera.

Me recibe una cohorte de batas verdes en las que solo puedo distinguir los ojos y el contorno de sus figuras. Identifico claramente a Elsa, algo más baja que el resto. Su mirada es glacial, así que le dedico una sonrisa acompañada de un guiño burlón.

Lenguaje universal. Recuerda, es lo que significa. Recuérdame.

El anestesista, que destaca sobre el resto por su volumen y las ridículas gafas doradas que sobresalen por encima de la mascarilla, es quien se acerca a mí en primer lugar. A una orden suya, un enfermero inyecta algo en el suero. Sus ojos me evocan a alguien, aunque en ese momento no logro ubicarlo.

-Respire por aquí, despacio y profundamente –me dice, colocándome una especie de mascarilla que cubre mi boca y mi nariz.

Lo último que veo es el reflejo dorado de las gafas del anestesista.  

 

Sueño.

Nadie sabe qué son los sueños, por qué ocurren. Hay quien dice que nuestro cerebro juega mientras sueña, que se toma una especie de recreo de la realidad. Otros, que mientras soñamos vivimos otras vidas, en otros mundos similares a este. Por fin, no falta quien asegura que los sueños son proyecciones del futuro, augurios que elabora nuestro inconsciente para prevenirnos.

Yo casi nunca sueño. Y no puedo explicar por qué me ocurre a veces. Casi siempre cuando está a punto de sucederme algo malo.

Hoy, mientras duermo bajo los efectos de la anestesia, visualizo el día en que morí.

Regreso al escenario donde se celebra la final del campeonato mundial de ajedrez. El pelirrojo Olsen, la infalible computadora humana, observa incrédulo el tablero. Un desconocido de diecinueve años acaba de derrotarlo en apenas nueve movimientos. No es posible. Nadie, nunca, lo había vencido hasta ahora. Y por eso él se resiste a rendir el Rey, aunque sabe que está obligado a hacerlo.

Entonces veo a Ventura, mi asesino. Se acaba de alzar de entre la multitud de espectadores con su cámara en ristre, haciendo ver que es uno más de las decenas de periodistas que invaden la primera fila de butacas. Me apunta con ella, preparado para disparar, y solo yo sé que no es una cámara de fotos lo que sostiene. Levanto el brazo, en cuyo extremo ha aparecido de repente una pistola, y aprieto el gatillo.

Suenan los disparos, como un único trueno en mitad de la noche, y el público, silencioso hasta el momento, comienza a gritar. Su bala golpea en mi pecho, a la altura del corazón, y se queda incrustada en mi chaleco antibalas. La mía, en cambio, entra limpiamente en su frente, acabando con su vida.

Lo he hecho, pienso mientras cierro los ojos para escenificar mi muerte. He acabado con él. Por fin soy libre.

Ahora no estoy en mi cuerpo. Floto por encima de él y soy capaz de verlo todo, de sentirlo todo, como un espectador más de ese trozo de película que es mi vida. Es cuando descubro que estoy soñando.

La gente comienza a acudir en tropel. Murmullos, gritos ahogados, bisbiseos. Todos ansían tocarme, pero nadie lo intenta. Esperan a alguien con autoridad, que sepa qué es lo que debe hacer. Solo gritos y lamentos, nada de ayuda.

Contaba con eso.

Es entonces cuando llega el médico que debe certificar mi muerte.

Solo que no es el hombre contratado por Espronceda, sino un individuo desharrapado, con el pelo crespo y sucio. Lo reconozco de inmediato. Se trata del pedigüeño que expulsó el vigilante a la entrada del hospital. Por supuesto, no era ningún pedigüeño.

“No dejéis que se acerque a mí”, grito con todas mis fuerzas, olvidando que estoy en mitad de un sueño. “Es uno de los hombres de Rothko. Ha venido a matarme”. Pero nadie me escucha, nadie me ayuda.

El vagabundo se acerca a mí y finge auscultarme. Como se trata de un sueño, a ninguno de los presentes parece extrañarle que un tipo cubierto de harapos se arrogue el papel de un médico. La muchedumbre, entretanto, se aprieta más y más sobre mí, como si quisiera devorarme. Por un momento, eso es lo que temo que va a suceder. Me dispongo a contemplar un acto de canibalismo colectivo.

Tengo que despertar, me digo, esto ya ha durado demasiado.

No quiero ver cómo sacian su apetito conmigo.

El mendigo frunce el ceño y menea la cabeza, con aire preocupado.

“Este hombre está muerto”, asegura. “Nada puedo hacer por él”.

Me levantan entre todos los presentes y me trasladan en procesión hasta un ataúd que ha aparecido de repente en medio del escenario. Gustav Olsen me contempla en la distancia y su rostro no refleja nada. Debe sentirse feliz, me digo observándolo todo desde el aire. Al fin y al cabo, mi muerte ha impedido su derrota.

Entonces me mira. No al cuerpo inerte que hay en el ataúd, sino a mi yo consciente que flota en el aire. Su gesto impasible se transforma en una mueca sonriente. A través de su boca entreabierta vislumbro unos dientes amarillentos y sarrosos en lugar de la dentadura perfecta que esperaba.

“No se puede ganar siempre, Ángel”, me dice con la voz de Simon Rothko. “A veces toca perder”.

“Yo nunca pierdo, Simon”.

En ese momento, la muchedumbre que se arremolina junto al ataúd se queda en total silencio y vuelve hacia mí su mirada, como si hubieran escuchado mis últimas palabras.

Reconozco algunos rostros. Está mi madre muerta y mi padre muerto. José María, mi abogado, que parece muy disgustado. También veo a Elsa Bloch y al obeso anestesista, con sus gafas doradas. Y Carlos.

Mi guardaespaldas está muerto. Alguien le ha cortado el cuello de oreja a oreja, y puedo ver su garganta a través de la larga herida sangrante.

“Me pillaron con la guardia baja, jefe. Lo siento, no volverá a pasar”.

“Más lo siento yo, créeme”, le respondo sin mover los labios.

Es solo un maldito sueño.

Tengo que despertar. Tengo que despertar ya.

Sin embargo, por más que lo intento, no lo consigo.

domingo, 24 de diciembre de 2023

Capítulo 9. La ira del insecto

 


Despierto con las primeras luces del alba, que en Suiza es gélido y azul. El sol no calienta en esta tierra, pero yo, desde la confortable calidez de mi habitación, tan solo puedo imaginar los rigores del frío.

Me visita una enfermera, que se dirige a mí en alemán. Conozco el idioma, aunque no me manejo en él con la misma soltura que con el francés. En presencia de Carlos, me explica el programa previsto para esta mañana. Analítica de sangre antes del desayuno, un electrocardiograma, y una radiografía de tórax. Después, entrevista con el anestesista. Si todo es correcto, esta misma tarde me trasladarán al quirófano.

No es la primera vez que me operan. Sufrí unas cuantas intervenciones durante los meses posteriores a mi “lesión”. Normalmente, el preoperatorio se realiza dos días antes, pero en mi caso se ha agilizado todo el proceso en atención a mi especial situación personal o, en otras palabras, después de realizar un nuevo y generoso desembolso con cargo al proyecto de investigación de la doctora Bloch.

Asiento a todo lo que dice la enfermera, e incluso intercalo alguna pregunta, solo por aparentar interés, aunque la verdad es que únicamente pienso en lo que será mi vida a partir de mañana. Meses duros, dolorosos, de rehabilitación en un gimnasio privado que he alquilado en las afueras de Lausana, atendido por mi propio equipo y acompañado en todo momento por Carlos y José María.

José María, claro. Los negocios.

Rothko está moviéndose deprisa. Ha comprado la totalidad de la empresa armamentística más potente de Europa, la BAE Systems. Por mi parte, mi OPA ha logrado hacerse con el control de las francesas Safran, Airbus, Thales y Dassault, la alemana Rheinmetall y las italianas Leonardo y Fincantieri. La lucha es total.

La guerra en Europa es inminente. Los políticos… qué estúpidos. No ven, no quieren ver. Se niegan a aceptar que el despliegue de Rusia junto a la frontera ucraniana es el preámbulo de una conflagración abierta. Y ellos siguen hablando, escuchando al ministro de exteriores ruso, que se frota las manos satisfecho ante la estulticia de sus colegas.

Y todo esto sucede, precisamente, cuando me hallo en mi momento más vulnerable. Pero no puedo alejarme ahora de todo. No me lo puedo permitir, sería un suicidio. En mi mundo, o estás arriba de la cadena, o te conviertes en presa legítima de cualquier advenedizo.

-¿Ha comprendido todo lo que le he dicho, señor Kingsman?

-Sí, enfermera, muchas gracias –respondo ofreciéndole la mejor sonrisa de Ángel Salazar.

Ella me la devuelve, sorprendida y halagada al mismo tiempo. Luego procede a extraerme la analítica de sangre completa, acto que realiza con la consabida circunspección de los profesionales alemanes. No trata de enredarme con su cháchara, ni tampoco intenta caer simpática. Las únicas palabras que me dirige son para pedirme que oprima el apósito con el fin de evitar que se forme un hematoma.

-Enseguida le traerán el desayuno.

-Perfecto.

Le dedico una melancólica mirada al salir. Una de las cosas que perdí al convertirme en un lisiado fue el apetito sexual. La muchacha es guapa, sí. En otras circunstancias habría sentido el deseo de follármela, pero ahora…

Pronto, pronto, me recuerdo a mí mismo. Pronto volveré a ser el que era.

El resto de la mañana transcurre con vertiginosa rapidez. Me trasladan (cosa que odio) de un lugar a otro para realizarme las distintas pruebas. Todo lo acepto mansamente, sin rechistar. Hoy toca ser cordero. Por último, un rollizo espécimen protegido por una bata verde y unas doradas gafas redondas, me somete a un interrogatorio sobre mi salud y mis hábitos de vida. Deduzco que se trata del anestesista que asistirá a mi operación, aunque él no lo dice en ningún momento.

-Ahora descanse usted –me aconseja, al terminar-. No sé si le habrán explicado que deberá mantenerse en ayunas. Es decir, tendrá que saltarse la comida.  

-Me han informado de ello.

-¿Su última ingesta ha sido…?

-El almuerzo de esta mañana.

-Perfecto, en ese caso puede tomar algún zumo, aunque sin pasarse. Nos veremos esta tarde.

-Hasta la tarde, doctor.

Me quedo a solas con Carlos, que me ha acompañado durante toda la jornada. Hace un rato lo he sorprendido hojeando un libro, algo que no me esperaba en absoluto. Es curioso lo que ignoramos a veces de las personas que creemos conocer. Me había formado una idea acerca de este hombre despiadado y cínico en la que no cabía en modo alguno la lectura.

-¿De qué va el libro?  

Enrojece un poco al responder:

-Iba sobre… nada, en realidad.

-Vamos, hombre, no tienes de qué avergonzarte. Es solo que me ha parecido curioso. No te hacía leyendo, simplemente.

-De alguna manera hay que matar el tiempo cuando no hay curro, jefe. –Saca el libro, que guardaba en un bolsillo interior de su abrigo, lo que me da la oportunidad de vislumbrar el borde de la culata de su revólver-. Se llama La ira del insecto. Es de un escritor de Murcia, un tal… -echa una ojeada a la portada-. Antonio Munuera.

-¿Está bien?

-A mí me está gustando, jefe –y comienza a resumirme el argumento. Como ha dicho, no está mal. Hay venganza y muerte entre esas páginas. Lástima que yo nunca disponga de tiempo que “matar” con novelas, como le sucede a Carlos.

Cuando termina, nos quedamos en silencio, sin saber qué decir. Maldita sea, debo reconocerlo, estoy nervioso. La operación. Aún tengo la sensación de que hay algo que se me escapa. Algo que debería haber tenido en cuenta.

Pero yo no cometo errores.

-Creo… creo que dormiré un rato –le digo a Carlos, que aún sostiene el libro entre las manos-. Espera fuera… leyendo.

Es curioso, sí. Curiosa la forma en la que suceden las cosas. Curioso, por ejemplo, cómo a veces nuestro subconsciente retiene los datos para transformarlos en intuiciones, en corazonadas o presentimientos, y otras veces no.

Por ejemplo, cuando Carlos abandona mi habitación, en ningún momento sospecho que es la última vez que lo veo con vida.


jueves, 21 de diciembre de 2023

Capítulo 8. No eres tú, soy yo

 


Como suponía, Elsa Bloch no abre la boca. De todas formas, el joven, su prometido, se percata de que ha sucedido algo extraño, ya que le dirige una mirada de sorpresa cuando acude a la puerta de la limusina para recogerla.

-Félicitations, mon ami, pour votre prochain mariage –le saludo, con una sonrisa.  

Su gesto de sorpresa da paso a la indignación. Creo que va a soltar alguna expresión injuriosa, pero Elsa consigue que se calme y lo aleja de allí, no sin antes dirigirme una última mirada de terror.

-¿Todo bien, jefe? –me pregunta Carlos.

-Todo perfecto. Vamos, ayudadme a llegar a mi habitación. Necesito descansar.

Un guardia de seguridad está discutiendo con un desharrapado que deshoja un periódico sentado en el suelo, junto a la entrada del hospital. Discuten en francés y luego en romanche. Por fin, el viejo accede a levantarse y abandonar el sitio, no sin antes dedicarle un rosario de apóstrofes que el vigilante digiere con total estoicismo.

Ya se aleja cuando, de improviso, se da la vuelta y clava su mirada en nosotros. Ha adivinado que somos, probablemente, la causa de su desahucio. Me recuerda a un animal salvaje. No hace falta ser un genio para colegir que ese hombre nos odia en este instante con toda su alma.

 

La habitación está a mi gusto. Se ha ordenado la evacuación completa de esta ala de hospital, tal y como pedí.

El hospital universitario de Lausana no se distingue precisamente por su moderno diseño, pero está considerado como uno de los mejores del mundo. Cuenta con instalaciones punteras en Europa, y sus grupos de investigación están a la vanguardia en neurología, en parte gracias a mis aportaciones.

Mi habitación no es una suite del Palace, pero me proporciona privacidad y algunas comodidades extras. Por supuesto, la comida es una de ellas. Nunca he soportado la cocina de los hospitales, me recuerdan demasiado a episodios de mi vida que prefiero mantener enterrados.

-¿Deseas que me quede contigo, jefe? –me pregunta Carlos, que no se decide a marcharse.

-¿Por qué cojones habría de querer eso? –le espeto, irritado. Luego, rebajando algo mi brusquedad inicial, añado-: Tal y como acordamos, tú ocuparás la habitación que hay enfrente. Acomódate como puedas. Solo te pido que tengas el móvil siempre encendido y a mano. Tú, José María, puedes hospedarte en el hotel que hay a dos calles de aquí. No es muy cómodo, según tengo entendido, pero así estarás más accesible en caso de que te necesite para algo.

Los dos se miran, indecisos aún. Eso termina por cabrearme.

-Largaos de una puta vez.

Se marchan en silencio. Me quedo solo, que es lo que quería. Necesito reflexionar.

¿Por qué he amenazado a Elsa Bloch? Intento convencerme de que ha sido para asegurarme su cooperación. Evitar que se relaje. Sé que para ella el dinero no es importante, si no está destinado a financiar su investigación. Es difícil comprar a las Elsas de este mundo. Se les debe persuadir de otras formas, porque igualmente todas esas “Elsas” tienen algo que perder.

¿Pero es esa la razón por la que le he hecho daño? ¿Es la única razón?

No, no lo es.  

Me ha gustado hacerlo, esa es la verdad.

La expresión aterrorizada de esos ojos que minutos antes mostraban una actitud altanera e insobornable. El reto de doblegarla, mi victoria sobre un espíritu indomable, seguro de sí mismo. Me ha gustado, sí. Lo he disfrutado.

No lo había planeado, lo que ha ocurrido ha sido fruto de una improvisación, una, quizá, inspiración de última hora. De todas formas, creo que a partir de este momento la señora Bloch, eminente científica, laureada doctora en Medicina, pensará mucho en mí.

Esta noche, ahora mismo, Elsa me tiene en su mente.

La noche.

Ha llegado. Un manto gris de neblina desciende sobre las calles de Lausana, cubriéndolas como una gasa fría y etérea.

Pediré la cena, pero antes me daré un baño.

lunes, 18 de diciembre de 2023

Capítulo 7. Elsa Bloch

 


Aterrizamos sin novedad en el aeropuerto de Ginebra a las 16.35, horario local. Nada más tocar tierra, mi jet se dirige directamente hacia un hangar privado, lejos de las miradas curiosas de los pasajeros de vuelos comerciales. Como estaba previsto, acude a recibirme la comitiva de médicos. Elsa Bloch se encuentra entre ellos, tal y como ordené.

La propia doctora encabeza al grupo. No parece contenta de verme, pero intenta fingirlo al menos. Se dirige a nosotros en francés, y me complace advertir su sorpresa cuando le respondo con fluidez en el mismo idioma.

-Buenas tardes, espero que haya disfrutado del viaje.

-En realidad, odio volar.

-Pues cualquiera lo diría, considerando que posee usted un avión privado…

-No siempre puede uno hacer lo que desea, doctora. Creo que estará conmigo de acuerdo en eso.

Bloch esboza una sonrisa que solo se asoma a sus labios. Ha comprendido la indirecta.

-El viaje a Lausana apenas nos llevará una hora. Hemos dispuesto una ambulancia, como puede usted ver. Sígame, por favor.

-Prefiero mi propio medio de transporte, doctora. De hecho, espero que pueda acompañarme –le digo, señalando la limusina negra estacionada a pocos metros del avión.

Elsa Bloch palidece al escucharme.

-No es lo que estaba previsto, señor Kingsman. La idea era que ingresara directamente. Antes de la intervención deberemos someterle a una serie de pruebas. La ambulancia facilitará el acceso a la clínica y garantizará su privacidad.

-No veo en qué puede afectar que el traslado se realice en mi vehículo privado. Créame, dadas las circunstancias, es lo más seguro.

En ese momento, se abre la puerta de la limusina y aparece la figura prominente y musculosa de Carlos. No lo he visto desde hace tres años, pero no aprecio en él ningún cambio notable. Su figura imponente, su cabeza perfectamente rasurada, y su tez morena, agitanada, no han sufrido una variación significativa. La cicatriz que afea su rostro a la altura de la mejilla derecha es menos visible a causa de unas gafas de sol, estilo aviador, que cubre parte de su cara. Supongo que debe resultar intimidante para un ciudadano corriente.

-Acompáñeme, doctora. –Ella vuelve la cabeza, cruzando su mirada con el grupo que aguarda detrás. Me parece distinguir entre ellos a uno o dos de los investigadores infiltrados por mí. En ese momento, un chico joven, de rostro blanquecino y cabello dorado como el de un querubín de Rubens, se adelanta y le coge una mano.

José María hace ademán de intervenir, pero lo freno con la mirada.

-No se lo estoy pidiendo, doctora.

Ella, finalmente, se decide. Hace un gesto tranquilizador a su equipo y se suelta con suavidad de la mano del joven, que debe ser su novio o algo parecido.

Carlos le abre la puerta con galantería, esbozando una media sonrisa que no le resta un ápice de ferocidad. Si ella supiera cuántas muertes tiene en su haber ese hombre, dudo que hubiera aceptado acompañarme con tanta mansedumbre. Luego acciona la rampa para que pueda entrar con mi silla de ruedas. José María se sienta delante, junto a su antiguo cliente.

-¿Qué tal, José María? Cuánto tiempo.

-Sí, bastante. Tienes buen aspecto.

-Lo mismo digo.

Y eso es todo. Abogado y cliente se abrochan el cinturón de seguridad y no despegan los labios en todo el trayecto. Sospecho que yo soy la causa de ello.

-Cierra la mampara, Carlos, me gustaría mantener una conversación privada con la doctora Bloch.

-Por supuesto, jefe.

Casi al mismo tiempo, una pantalla de metacrilato se desliza desde el lateral del coche, insonorizando la parte trasera de la limusina.

-Doctora Bloch –digo en cuanto estoy seguro de que nadie puede oírnos-, permítame manifestarle que es para mí un verdadero placer conocerla por fin personalmente.

-¿Qué es lo que quiere, señor Kingsman?

-Es usted directa, no se anda por las ramas. Mejor así, doctora. Debo reconocer que a mí también me molesta mucho perder el tiempo en cortesías. Claro, algunas veces resultan necesarias para apaciguar los escrúpulos de determinado tipo de personas, pero no por ello dejan de ser un incordio, ¿no le parece?

Elsa Bloch, que hasta entonces se había obcecado en mantener la vista fija en el cabezal del asiento delantero, se gira y me mira a los ojos. Entonces veo que se encuentra realmente enfadada, y también, un poco asustada.

-¿Qué quiere de mí? ¿Por qué estoy aquí, en este coche?

-Tranquila. –Levanto la mano para apaciguarla. Me divierte la situación, por lo inusual. No recuerdo cuándo fue la última vez que otra persona se atrevió a hablarme así-. Está aquí por dos razones: una, para satisfacer mi curiosidad, y dos, para garantizar mi seguridad.

-¿Su seguridad? ¿No pensará usted…?

-Yo lo pienso todo, doctora. Por esa razón sigo vivo –la corto con sequedad-. Ya le he dicho que se tranquilice. Estando conmigo, no corre usted ningún peligro. Este vehículo es un auténtico tanque. Ni una bomba podría dañarlo.

A pesar de mis palabras, la doctora insiste.

-¿Satisfacer su curiosidad?

-Sí, verá, el teléfono está bien, pero llegado el momento resulta insuficiente para abordar ciertos detalles. Me refiero a la operación, por supuesto –aclaro con una sonrisa.

-Tiene todos los informes.

-Los tengo, sí.

-¿Hay algo que no entiende?

-Al contrario, Elsa, lo comprendo todo. Pero los informes son eso… informes. Por ejemplo, usted asegura que al no haberse empleado nunca este tratamiento en humanos es imposible garantizar los resultados. No se moja mucho. Personalmente, entre usted y yo, ¿qué opina realmente?

En su fisonomía observo la indecisión que siente. Por un lado, desea mantener la cautela propia de los científicos, por otro, le impulsa la necesidad natural de hablar con libertad.  

-Le aseguro que lo que usted me diga ahora no saldrá jamás de aquí. Es más, desde este momento me retracto de lo que le dije por teléfono la semana pasada. Le ruego que me disculpe, doctora. Digamos que me pilló usted en un día malo –cubro su mano con la mía-. En cualquier caso, y sea cual fuere el resultado, continuaré sufragando su investigación.

Esto es verdad. Lo que no aclaro es quién de su equipo, salvo ella, conservaría la vida en el supuesto de un fracaso.

-Está bien, señor Kingsman.

-Llámeme Hugo, por favor.

-Preferiría no hacerlo.

-Claro. Me recuerda usted a Bartleby, el escribiente.

-¿Quién…?

-Nadie. Fue algo que leí hace años. Continúe, por favor.

-Tenga en cuenta que lo que pueda decirle no tiene ningún valor científico. No son más que hipótesis.

-Lo entiendo.

-Pues… en principio, y teniendo en consideración todo lo que acabo de comentarle, yo diría que las expectativas son bastante buenas. Si tuviera que arriesgar un número, yo diría que podríamos contar con algo en torno al setenta y cinco por ciento de probabilidades de éxito.

-Setenta y cinco… -sopeso la cifra en mi cabeza y por primera vez soy consciente del peligro real que corro-. No está mal. Y en caso de éxito, ¿cuándo opina usted que podré volver a caminar?

-Es difícil de decir. En ratas se logró la misma semana de la intervención. En humanos será más complicado. Han transcurrido casi diez años de su lesión, según su informe médico. Quizá… de seis meses a un año para una total recuperación.

Todavía tengo mi mano sobre la suya. No se ha atrevido a retirarla, a pesar de que es evidente su deseo de hacerlo. Tiembla.

Cierro mis dedos sobre ella y oprimo con fuerza.

-¿Qué hace?

Intenta desasirse, pero solo consigue que incremente la presión.

-¡Me hace daño!

-¿De veras?  

-¡Suélteme! ¡Socorro!

En la parte delantera del coche, Carlos y José María fingen conversar. Veo sus labios moverse. Cuando Elsa grita, José María se inclina sobre la radio y sintoniza un canal de música que no podemos escuchar a causa de la mampara insonorizada que nos separa.

-¿No cree usted que podría hallarse la forma de agilizar mi recuperación? Ha pasado tanto tiempo desde que perdí el uso de mis piernas que estoy realmente impaciente por recuperarlo.

-¡Por favor! Duele… Si me rompe la mano, me será imposible operarle mañana.

-No se preocupe por eso. Le sorprendería el control que tengo sobre mi fuerza.

-Por favor…

-Me preocupa usted, doctora. Es muy valiosa para mí, ¿lo sabía?

-Por… favor…

-Es la primera vez que la veo, y sin embargo, debo confesarle que le he tomado mucho afecto. Creo que… Sí, puedo decírselo, estoy convencido de que sabrá guardarme esta confidencia. Creo que me he enamorado de usted, Elsa.

-Duele… mucho….

Aprieto con más fuerza durante un segundo antes de aflojar la presión.

-¡Oh! Pero qué desastre. Otra vez me he dejado llevar. Le ruego que me disculpe, doctora.

En cuanto se ve libre, Elsa Bloch aparta la mano y la recoge sobre su regazo. Acto seguido, rompe a llorar. Ahora está asustada, asustada de verdad.

Carlos y José María continúan hablando por encima de la música. No podemos oírlos, pero por el movimiento de sus labios deduzco que están comentando el buen tiempo que disfruta Suiza a pesar del pleno invierno. Ni una vez vuelven la cabeza.

Cuando se atenúan los sollozos de la doctora, comento con mi voz más cálida:

-Supongo que el chico que trató de impedirle que viniera conmigo será su pareja, o…

-Vamos a casarnos dentro de un mes –suelta con fiereza, a pesar de las lágrimas. 

-Enhorabuena, es un hombre afortunado. Pero… doctora. Si de verdad lo quiere, si desea protegerlo, le aconsejo fervientemente que guarde el secreto sobre lo que acaba de suceder aquí.

-Es usted un monstruo.

Yo me reclino hacia atrás y cierro los ojos. Me siento agotado por el viaje.

 


viernes, 15 de diciembre de 2023

Capítulo 6. Vuelo a Lausana

 


“Informamos a los señores pasajeros que en breves momentos dará comienzo el despegue. Les rogamos que permanezca en sus asientos con el cinturón de seguridad correctamente abrochado. Gracias”. 

No me gusta volar. Lo odio, quizá porque, durante unas pocas horas, no soy yo quien controla mi destino. Ni siquiera el hecho de ser el propietario del avión me ayuda a vencer mis prejuicios al respecto.

Las instrucciones de seguridad que proporcionan las azafatas durante el vuelo me harían sonreír si no me pareciesen una auténtica tomadura de pelo. ¿De verdad alguien piensa que existe una mínima posibilidad de sobrevivir en caso de que el avión decida caer desde el cielo?

-¿Le apetece tomar una bebida? ¿Algo para comer?

Es una mujer morena, baja, con una acusada tendencia a engordar. Cuarenta y cinco a cincuenta años. Sonríe. Una sonrisa vacua, bovina. Me desagrada. Toda ella me desagrada. Ni siquiera su voz me parece adecuada.

-¿Te he pedido yo algo?

-No…, yo solo…

-Lárgate.

La sonrisa beatífica se borra de su rostro y la sustituye una expresión de alarma y miedo. La observo con fastidio alejarse en dirección a la cabina, meciendo su enorme trasero al compás de los tacones demasiado altos.

-¿Quién se ocupa de contratar a las azafatas? –le pregunto a José María, sentado a mi lado.

-No lo sé. Supongo que la empresa responsable del mantenimiento del avión.

-Vale, asegúrate de que la despidan en cuanto aterricemos. No quiero volverla a ver.

-De acuerdo –me responde, sin levantar la vista de su ordenador.

-José María.

-¿Sí?

-Ya sabes que me gusta que la gente me mire a los ojos cuando le hablo. Simple cuestión de respeto.

Por fin, alza la mirada.

-Y tú, ¿crees que no te respeto?

Por una vez, agradezco estar atado a mi silla de ruedas. Si no fuera por ella, quizá nada habría evitado que me arrojase sobre él y le partiese el cráneo.

-Eso deberías preguntártelo a ti mismo.

Abre la boca para decir algo, pero lo piensa mejor y la vuelve a cerrar. No importa, puedo imaginar su respuesta. Que él fue quien me ayudó a organizar el montaje de mi propia muerte hace diez años. La sangre falsa en mi pecho, el médico que me administró la ketamina para inducirme el estado de catalepsia y simular una muerte falsa. La ambulancia que me trasladó hasta mi destino final. Mi nueva identidad. Mi nueva vida.

Todo planeado por mí, ejecutado por él.

Nunca hasta ahora se había atrevido a reprochármelo, pero parece que algunas cosas están cambiando en los últimos tiempos.

Me obligo a olvidar el incidente y centrarme en lo que está por venir. Ese es mi nuevo poder mental. Compartimentar mis emociones, no sucumbir a los impulsos que tanto me perjudicaron en el pasado. Soy yo, es cierto, pero, de alguna manera, no soy yo. Creo que la experiencia me ha servido para mejorar, y eso me hace preguntarme si aún me queda por aprender alguna cosa. El tiempo lo dirá, supongo.

También soy filósofo, a mi manera.

martes, 12 de diciembre de 2023

Capítulo 5. Carlos

 



Carlos contacta conmigo al día siguiente. No está mal. Ha debido trabajar deprisa, ya que solo me llama cuando un encargo está terminado. Su voz de barítono constipado me proporciona un árido resumen de sus actividades. Es una de las pocas personas que tiene mi número, y al único que le permito telefonearme sin previo aviso. Sus informes son tan escuetos que en su caso prefiero la comunicación directa.

-Todo ha ido bien –me confirma.

-Ya lo imagino. Ninguna dificultad, entonces.

-En absoluto. ¿Esperabas otra cosa?

-No, pero sigo teniendo curiosidad por saber cómo logró escapar esa chica.

-Lo suponía. Por eso me tomé la libertad de mantener con ellos una pequeña charla antes de mandarlos de viaje.

-¿Y…?

-Ella se lo trabajaba después de cada jornada. Lo más probable es que lograra colarle algo en la bebida, sin que se diera cuenta. O quizá es que el tipo era así de subnormal, quién sabe. El caso es que el puto imbécil se quedó dormido una de las noches. Después, no tuvo más que robarle las llaves y salir pitando. Así de sencillo.

-Ya veo –digo en tono resignado-. Me molesta pensar que una organización perfecta pueda sucumbir tan fácilmente por la estupidez de una sola persona –comento para mi coleto.

-Así es, jefe... ¿No tienes curiosidad por saber cómo conseguí que hablaran?

La verdad es que no, pero hay que reconocer que Carlos ha hecho un buen trabajo, así que finjo un interés que en realidad no siento.

-Claro. Cuenta.

-Lo imaginaba –dice en tono de regocijo, mientras yo ahogo un suspiro de impaciencia-. A él solo tuve que retorcerle un poco el brazo y romperle los dedos de una mano. Cantó como un pajarito. No lo va a creer, pero fue la chica quien me lo puso realmente difícil. Sospecho que a esas alturas ya había adivinado que no saldría de allí con vida, porque resistió mi interrogatorio durante más de dos horas. Una tía dura, esa rumana. Me dio un poco de pena, la verdad. Era guapa.

-Estupendo, Carlos, gracias –le interrumpo. Tengo asuntos más graves de los que ocuparme-. Dentro de unos minutos recibirás tu transferencia. La suma de costumbre. Tómate un descanso, vete a la playa, o a la montaña si quieres, pero no te pierdas de vista. Es probable que te vuelva a llamar pronto.

-Comprendido, jefe.

Cuelgo el teléfono. Durante unos minutos, me dedico a contemplar la ciudad desde mi ventana mientras tableteo sobre la mesa. El viaje está preparado hasta el mínimo detalle, según me acaba de informar Reus y, sin embargo, no me acabo de librar de la sensación de que las cosas no marchan como debieran. Qué maldita casualidad que ese hijo de perra de Rothko haya decidido elegir este momento para moverse. Según los informes médicos que me ha enviado Bloch, cuando todo termine, deberé permanecer una semana en observación. Y, si todo sale bien, aún tendré por delante un largo período de rehabilitación.

Más le vale que salga bien.

Más le vale.

viernes, 8 de diciembre de 2023

Capítulo 4. Simon Rothko


 

-Tenemos que hablar –me informa Espronceda a través del intercomunicador.

-Estoy en mi despacho.

-Voy para allá. Esto es urgente.

José María se presenta menos de un minuto después de cortar la comunicación. Me basta echarle una mirada para cerciorarme de que la cosa es seria. Enseguida, antes de que abra la boca, adivino el motivo de su preocupación.

-Rothko, ¿verdad?

El abogado se sienta sin pedirme permiso y abre su portátil encima de mi mesa. Todo lo paso por alto, aunque me produce irritación. Quizá más adelante tenga que hablar con él sobre ese tema, pero me da la impresión de que no es el momento adecuado.

-¿Qué pasa?

-Está tramando algo, y no tengo la menor idea de qué se trata.

-Adelante.

Comienza a hablar, y yo, mientras le escucho, hago un rápido recorrido de lo que sé sobre Rothko, considerado como el mafioso más peligroso del mundo, y, por lo que parece, el mayor de mis problemas en estos momentos.

Simon Rothko, nacido el 30 de agosto de 1958, jefe del crimen de origen ucraniano y de religión judía, considerado por el FBI y la Europol como el "jefe de jefes" de la mayoría de los sindicatos mafiosos rusos en el mundo. Se dice que controla RosUkrEnergo, una empresa activamente involucrada en las disputas de gas entre Rusia y Ucrania.

Tiene su base en Moscú y se le supone padre de cinco hijos y tres hijas. Está estrechamente relacionado con el grupo de crimen denominado Solntsevskaya Bratva. Las figuras políticas con las que tiene estrechas alianzas incluyen a  Yury Luzhkov, el exalcalde de Moscú, Dmytró Fírtash y Leonid Derkach, exjefe del Servicio de Seguridad de Ucrania. El exPrimer Ministro de Ucrania fue a la Corte por la presunta destrucción de los archivos relacionados con él. Acostumbra a deshacerse de sus enemigos mediante el empleo de coches-bomba, aunque parece que últimamente está empezando a experimentar con el veneno, muy al estilo del gobierno ruso.

-… Y eso es lo que sabemos, de momento.

Lleva varios minutos hablando, y aunque mi mente ha estado divagando todo ese tiempo, soy capaz de recordar cada detalle de su exposición.

-Así que mi amigo Simon está comprando acciones de empresas armamentísticas aquí en Europa.

-Básicamente, sí. Lo que no comprendemos, de momento, es el motivo de esa inversión. Conociéndolo como lo conocemos…

-Está claro, José María –le interrumpo-. Posee información de primera mano sobre el estallido de una guerra. Probablemente en Europa.

-¿En Europa? No lo creo. Desde lo de Yugoslavia la cosa ha estado bastante tranquila por aquí...

-Te equivocas. Rusia va a declarar la guerra a Ucrania, estoy convencido de ello. Deben haberle informado desde el Kremlin, donde tiene sus contactos. Viejo zorro…

Me quedo un instante pensativo, explorando las posibilidades. Al parecer, todavía no se ha corrido la voz entre los mercados. Según Espronceda, la compra de acciones ha sido llevada a cabo con la mayor discreción para no levantar la liebre. Nosotros lo hemos averiguado únicamente a causa de la vigilancia especial a la que estamos sometiendo a las empresas de Rothko desde hace dos años. El tiempo que dura la guerra que él y yo mantenemos.

-Está bien. Ya que contamos con información privilegiada, seríamos estúpidos si no la utilizáramos en nuestro provecho. Solo que, en este caso, nos vamos a dejar a un lado las sutilezas. Contacta con esas mismas empresas y lanza una OPA contra todas ellas. O espera… Mejor… mejor que lo haga Markus –digo refiriéndome a mi alter ego ruso-. Vamos a divertirnos un poco.

-No sé si contamos con tantos activos. Estamos hablando de mucho dinero.

Me sonrío. ¡Pobre José María! Uno de los mejores abogados de España, si no el mejor, pero aún conserva esa pátina de candidez que tenía el día que lo conocí.

-Quizá debería haberte informado hace un tiempo. Tú controlas mis empresas de esta parte, pero en los últimos años hemos estado invirtiendo también en Estados Unidos y China. Expandirse o morir, ya sabes… Te daré las claves para que puedas movilizar lo que necesites. Lo quiero todo, ¿de acuerdo? Esta vez vamos a aplastar a esa rata de Simon.

Espronceda asiente. Me da la impresión de que está contrariado por no haberle informado antes del volumen real de mis negocios. Mejor así. Debe saber qué lugar ocupa en todo esto.

-¿Algún problema?

-Ningún problema.

-Estupendo, ponte en marcha…-Cuando se dirige hacia la puerta, lo detengo-. Creo que te comenté que la semana que viene salgo de viaje.

-¿A Lausana?

-Sí. Por fin.

-Me alegro. Espero que todo vaya bien.

Se marcha, finalmente, dejándome la sensación de que algo no termina de encajar.

¡Bah!, me digo alejando de mí los negros pensamientos como quien espanta una bandada de moscas.

Lo tengo todo bajo control, ¿qué podría salir mal?


Capítulo 34. El Renacido

  El resto del viaje hasta Polonia transcurrió sin sobresaltos importantes. Tuve que abandonar el camión poco después de dejar Leópolis, a...