miércoles, 28 de febrero de 2024

Capítulo 24. Enterrado vivo

 



Me rodea la oscuridad absoluta, el silencio absoluto. Ignoro si continúo vivo o si ya he muerto. No siento nada, salvo mi propio pensamiento. No puedo moverme.

Si he muerto, esto debe ser el infierno.

Trato de gritar. De mis labios surge una especie de rugido desentonado. Algo salvaje, algo que nunca había oído. Y eso está mejor, mejor, me ayuda a combatir la desesperación que comienza a invadirme.

No, no he muerto. Aún. Ahora mismo debería encontrarme en el interior de un pozo, rodeado de cadáveres en estado de putrefacción. Y sin embargo…

Pero ¿dónde estoy? Si tan solo fuera capaz de moverme, de tantear el espacio que me rodea, quizá así podría…

Entonces recuerdo. La ketamina. A dosis altas produce un efecto similar al de la anestesia, por lo que tardaré un tiempo en recuperar la movilidad. Una hora debería ser suficiente.

No, no puedo, no puedo esperar tanto.

¿Y ese olor? ¿No es el de la tierra húmeda?

Grito de nuevo, esta vez de pura rabia y, de alguna manera, consigo que mi brazo se eleve unos centímetros solo para tropezar con una superficie rugosa y áspera.

Un tablón de madera. Estoy en el interior de un ataúd, enterrado quizá bajo varios metros de tierra.

Mi corazón se dispara. Lo escucho retumbar en mis oídos, como un tambor desacompasado. No puedo evitarlo, tengo miedo. Por primera vez en mi vida, mi cerebro escapa a mi control y me siento desfallecer.

Hay una solución. Debe haberla. Todo problema la tiene.

Me han enterrado, es obvio. Por algún motivo, Simon Rothko ha decidido buscarme otro lugar para darme el último adiós. Quizá haya sido su última muestra de respeto. O quizá, algo le haya hecho sospechar. Pero no, en ese caso le bastaba con descerrajarme un tiro en la cabeza, y eso en sí es una buena noticia, ya que significa que realmente me creen muerto.

¿Podría salir de allí? Depende. Si la madera de mi ataúd es de baja calidad, si los hombres de Rothko no han cavado demasiado profundo, es posible que tenga una oportunidad. En cuanto haya recuperado mis fuerzas.

Por un momento, me vienen a la mente las leyendas sobre enterrados vivos, cuentos de viejas contados al amor de la lumbre en las noches de difuntos. Relatos sobre cadáveres hallados con las uñas rotas y sangrantes, resecas bocas abiertas en un último grito de espanto y agonía. Cuentos de miedo.

Nada de eso me ayudará. El oxígeno, es ahí donde está la clave. Mientras me quede una gota de aire, hay esperanza. Debo economizarlo, relajar los músculos, ralentizar mi respiración, aguardar el momento en que me vuelvan las fuerzas, y entonces, intentarlo.

Soy fuerte. Desde que quedé paralítico me he preocupado de fortalecer mis brazos a fin de compensar mi minusvalía. Una vez fui capaz de levantar una mancuerna cargada con cincuenta kilos. Podría estrangular a una persona con una sola mano. Pero ¿será suficiente? Ya lo veremos.

Al cabo de un rato, comienzo a notar un cosquilleo en la punta de los dedos. Sin embargo, el aire se ha enrarecido y cada bocanada apenas alimenta mis fatigados pulmones.

Ahora o nunca. No me queda tiempo.  

Apoyo las palmas de mis manos sobre la tapa de mi ataúd. Por fortuna es bastante hondo, lo que me concede espacio suficiente para flexionar mis codos y obtener un punto de apoyo. Aprieto los dientes y empujo con toda mi fuerza. La hija de puta es pesada como una lápida de mármol y apenas consigo desplazarla unos centímetros, lo justo para que entre algo de aire acompañado de un puñado de tierra maloliente.

No voy a conseguirlo. Al menos, no de este modo. No se han limitado a echar unas cuantas paladas sobre la caja, sino que han cavado una auténtica sepultura. Debe haber un metro de tierra ahora mismo acumulado encima de mi ataúd.

Piensa, Ángel. Siempre se te ha dado bien pensar. Esta vez, es tu vida lo que está en juego.

Mi error ha sido intentar elevarla directamente. En cambio, si la empujo hacia un lado, apoyando ambas manos sobre el lateral, la presión debería ser menor. Probablemente, si lo consigo, mi caja se inundará de tierra, por lo que tendré que moverme deprisa para no morir asfixiado.

Me contengo cinco minutos con el fin de reunir el resto de mis fuerzas, pero no puedo demorarme mucho, apenas me queda oxígeno. Así que esta vez me concentro en el lado derecho de mi caja, para lo cual debo realizar un escorzo que, inevitablemente, me restará empuje.

Pienso en Simon Rothko, pero el odio no es suficiente. Lo que hay entre nosotros son solo negocios, no le guardo auténtico rencor. Es otra persona la que provoca en mí una cólera salvaje, la que insufla mis músculos de fuerza. Cuando la visualizo, cuando concentro toda mi furia en ella, presiento que puedo hacerlo. No es una opción ahora, se ha convertido en una obligación.

La tapa de mi ataúd improvisado es solo una tabla liviana apresada bajo unos cuantos grumos de tierra movediza.

Aprieto los dientes, preparo los tendones, tenso los músculos y empujo con la fuerza que da la desesperación, el odio, la furia, el ansia de venganza. Yo soy Ángel Salazar y no puedo morir así.

Y esta vez la tapa se eleva, muy poco a poco, y acaba deslizándose hacia un lado. Como había previsto, una turba de tierra, piedras y raíces invade mi tumba. Noto los terrones penetrando entre mi ropa, cubriendo mis ojos y mi boca. Creo percibir una resbaladiza criatura escabullirse en el interior de mis calzoncillos. No puedo respirar y, de momento, mis piernas no me sirven. Así que extiendo mis brazos y comienzo a trepar hacia la salvación. El hedor de la putrefacción inunda mis sentidos y llego a pensar que todo lo que me rodea es muerte y oscuridad.

He cometido un error de cálculo y me va a costar la vida. Lo que me separa de la superficie es toda la eternidad. Y moriré aquí, atrapado en este océano de inmundicia, enterrado vivo bajo unos cuantos metros de tierra.

En un último esfuerzo, extiendo mi brazo derecho, mis dedos tropiezan con algo, una roca quizá, y se rompen. Y, sin embargo, si pudiera abrir la boca, gritaría de alegría. Porque en ese instante noto que otros dedos, finos y extremadamente cálidos, rodean mi muñeca y tiran hacia arriba.

lunes, 19 de febrero de 2024

Capítulo 23. Una muerte dulce

 


Parece un cortejo fúnebre, ya sabes.

Simon es quien lo encabeza, seguido del Cejas, de cuyos puños guardo recuerdos tan gratos que espero poder conversar con él a solas algún día; un par de gorilas más a los que no he visto en la vida y, por supuesto, mi enfermera, que será la encargada de administrarme la droga.

Todo está dispuesto. Rothko me tiende el último documento pendiente de rúbrica. Su gesto inane pretende decir que para él nada de esto es personal, que los negocios son así, que así es la vida. Los demás, como obedeciendo a una directriz de su jefe, mantienen la expresión circunspecta que se esperaría en cualquier velatorio. Parece que esta gente respeta la muerte. Es quizá un ritual, una tradición, la de mostrar esa última cortesía a la persona que vas a liquidar.

Estampo mi firma al pie de los documentos, en el lugar previamente señalado con una X, imagino que por el abogado de Rothko, y al acabar, este me estrecha la mano.

-Buen viaje, Salazar. Ojalá nos hubiéramos conocido en otras circunstancias.

-Un buen jugador ha de reconocer cuando ha perdido. Enhorabuena, acabas de convertirte en un hombre muy rico.

-Eso parece. Me alegra que te tomes las cosas así… con esa deportividad. Eres un hombre valiente.

Le sonrío. Mi última sonrisa antes de morir, debe pensar él. Quizá tenga razón. Ya veremos.

Después se apartan y dejan espacio para que Herda pueda trabajar. Enseguida me doy cuenta de que no está bien. Le tiemblan las manos y su rostro parece más pálido de lo habitual. Eso me infunde un instante de temor. Estúpida puta. Si Rothko llega a sospechar que le sucede algo (hay pocas cosas que se le escapen al viejo zorro), podría echar a perder todo el maldito plan.

Trato de tranquilizarla con la mirada, pero no lo consigo. Cuando intenta canalizarme una vena, inexplicablemente falla.

-¿Hay algún problema, Herda? –pregunta Rothko, aproximándose.

-No, ninguno, Simon –me apresuro a responder con naturalidad-. Ha sido culpa mía, me he movido sin querer. A estas alturas y todavía me dan miedo las agujas, ¿te lo puedes creer?

-¡Um! –rezonga, pero esta vez permanece al lado de la enfermera. No he logrado convencerlo del todo.

Le cojo la mano a Herda y se la oprimo durante un segundo.

-Lo siento, esta vez me quedaré quieto como una estatua. Me ha cuidado usted muy bien, enfermera, le agradezco de veras todo lo que ha hecho por mí.

Esta vez lo consigue. Veo mi sangre pasar al trasto de plástico que conecta con el suero. Es una llave de tres pasos, que sigue una mecánica muy parecida a la que se emplea en las cañerías de agua. Lo conozco muy bien, no en vano he vivido entre hospitales gran parte de mi vida.

Una vez asegura el sistema a mi brazo con esparadrapo, el siguiente paso es administrarme la droga: según lo pactado con Rothko, una dosis de morfina capaz de provocarme un fallo cardiorrespiratorio irreversible. De acuerdo con el plan que hemos trazado Herda y yo, en realidad debería tratarse de ketamina en cantidad suficiente como para inducirme un estado semicomatoso parecido a la muerte.

Introduce la mano en su bata y extrae la jeringuilla con el líquido transparente que trata de ocultar a los ojos de su jefe. Buena precaución, pienso. Todo es posible; incluso que Simon Rothko sea capaz de distinguir la consistencia de morfina.

Herda gira la llave de tres vías, cerrando el paso temporalmente hacia el suero, e inyecta la jeringa en el sistema. Cuando ha introducido la totalidad del líquido, la extrae del conector y vuelve a girar la llave hasta dejarla en su posición original. Ya está hecho. Noto cómo la sustancia penetra en mi torrente sanguíneo y, casi de inmediato, empieza embargarme una pesada somnolencia.

-Adiós –atino a decir un instante antes de que el mundo se convierta en un fundido a negro.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Capítulo 22. Sobre la libertad

 


La ketamina. Una sustancia que no me es desconocida. Fue la misma que empleamos en mi primera “muerte”. Induce un estado de inconsciencia durante el que las constantes vitales se atenúan, casi hasta hacerse imperceptibles. Por supuesto, un médico sería capaz de advertir el engaño, pero por lo que Herda me dice, lo más probable es que sea ella quien “certifique” mi muerte. Después me trasladarán a un cementerio de coches propiedad de una de las empresas de Simon, y me ocultarán en una especie de pozo que suelen usar para estas cosas.

El plan, huelga decirlo, no me gusta nada.

Está sujeto a demasiados imprevistos. Que alguien decida rematarme de un tiro, por ejemplo. O que Simon cambie de planes para deshacerse de mi cadáver en el último momento: enterramiento, incineración… las posibilidades son infinitas. No olvido que permaneceré inconsciente durante varias horas, a merced de una simple enfermera de carácter apocado.

Exploro todas las alternativas buscando una salida a la situación, pero no la encuentro. ¿Escaparme por las bravas? ¿Arrebatarle el arma a uno de los guardias y enfrentarme yo solo a todo un ejército de asesinos? Lo intentaría, si tuviera fuerzas para ello. No es el miedo lo que me detiene, sino la certeza de que no pasaría de la primera puerta.

De momento, lo único positivo es que me restablezco con rapidez. Mis paseos nocturnos por la habitación cada vez son menos dolorosos y, a instancias de Herda, he incluido algunos ejercicios que están fortaleciendo mis atrofiadas piernas. Ahora me felicito de no haber abandonado la rehabilitación física en todos estos años. Mis pesadas sesiones diarias con los mejores fisioterapeutas del país están dando su fruto.

Hoy he recibido otra visita de Simon. Tras intercambiar de nuevo información respecto a mis empresas, y firmar algunos documentos, se ha sentado junto a mi cabecera con una botella de licor en la mano. Este hombre es una cuba.

Sonríe, con esa sonrisa de lobo viejo y desdentado que aparece en su rostro cuando se encuentra de buen humor.

-Vladimir Putin tiene el proyecto de restablecer el antiguo esplendor de la Rusia soviética. Se considera a sí mismo una especie de Pedro El Grande. Ucrania es solo el primer paso. Después… quién sabe. Todo es posible –comenta en tono de confidencia-. Será una dictadura encubierta, que mantendrá hasta adquirir el poder suficiente como para autoproclamarse líder supremo, algo del estilo de Corea del Norte.

-¿Por qué me dices todo esto?

-No lo sé. Supongo que me interesa tu opinión.

-Para mí las dictaduras y las democracias vienen a ser la misma cosa. En cualquier régimen existe corrupción, codicia y ansias de poder, y yo me beneficio de eso, al igual que tú. La libertad no existe.

-Discrepo en eso, mi joven amigo. Existe, al menos cierto tipo de libertad. Y de esa libertad es de la que realmente vivimos tú y yo.

Lo observo con extrañeza, sin comprender bien a dónde quiere ir a parar. Él, que se da cuenta, me sonríe con aire de superioridad.

-Me refiero a la libertad entendida como el derecho a elegir. Entenderás que esta forma de libertad resulta muy conveniente para nuestros intereses, ¿verdad? En las supuestas democracias (coincido contigo en que es un término bastante equívoco), los ciudadanos “libres” suelen elegir ser imbéciles. El legítimo, inalienable y sagrado derecho a ser imbécil. Nadie en su sano juicio aceptaría ser despojado de su derecho a ser y comportarse como un idiota. Nosotros vivimos a expensas de esos idiotas, y de las personas que dependen de ellos. Así que, en cierto modo, somos deudores de la libertad, ¿no te parece?

-Bueno, depende del modo en que lo consideres. La gente es imbécil porque nosotros los conducimos a ello. Alimentamos su adicción a las drogas, al sexo, al dinero, a la violencia. En cierto modo, los obligamos a elegir ser imbéciles.

-Sí, sí, ya sé, pero si lo hacemos es porque gozan de ese derecho. ¿Cuánto dinero has ganado tú en Corea del Norte, por ejemplo?

Me cruzo de brazos. Touché.

Rothko despliega otra vez su sonrisa, y su feo rostro se vuelve aún más horrible. Su intento de mostrarse afectuoso es repulsivo.

-Hablemos de otra cosa. Dentro de una semana habremos terminado el papeleo. Mis abogados me informan que estamos a un paso de consolidar la operación. Celebrémoslo –me dice, mientras llena los vasos.

-No me gusta beber.

-Lo sé. Pero un día es un día, joven amigo. Bebe conmigo, por favor.

-Está bien –levanto uno de los vasos, que ha dispuesto sobre la mesa auxiliar que hay junto a mi cama, y lo choco con el suyo-. ¿Por qué brindamos?

-¿Por una operación exitosa?

El hijo de puta pretende hacerme brindar por mi propia muerte. No deja de tener su gracia, si lo piensas. Me prometo a mí mismo que mi próximo brindis será por la cabeza de ese cabrón.  

-Me parece bien.

No me mojo los labios hasta asegurarme de que el propio Rothko apura su vaso. Él se percata de ello y lo celebra con una estentórea carcajada que retumba en las paredes de mi celda. Nunca lo he visto reír de esa manera.

Está bien, me digo. Ríe, hijo de puta, ríe.

 

 

Esa noche, con la luz apagada, Herda entra en mi cuarto. No sé cómo ha logrado convencer a los guardias para que la dejen pasar. Debo suponer que no ha sido dinero lo que les haya ofrecido a cambio.

Se desnuda lentamente, de espaldas a mí, y se tumba a mi lado.

¿Cuánto hace que no tengo sexo? Ni me acuerdo ya.

La mujer es fea, quizá la más fea con la que me he acostado hasta ahora. Sus pechos son blandos, vacíos; sus rodillas enjutas, sus muslos, demasiado gruesos, cubiertos de vello y surcados de venas varicosas. Y, sin embargo, mi cuerpo responde de inmediato. Noto la sangre fluir de nuevo por mis cuerpos cavernosos, devolviéndome una sensación que, por olvidada, recibo con gratitud y sorpresa. Mi pene se erige de nuevo, y busca.

¿Cuánto tiempo? No puedo recordarlo.

Ella sabe qué hacer. Ha estado casada. Rodea mi polla con su mano y la masajea con suavidad. No necesito más. Abruptamente, inesperadamente, siento que llega el primer orgasmo, un torrente de placer tan intenso que me deja helado, con la boca desencajada en un rictus de placentera agonía. No soy capaz más que de balbucear un suspiro.

Ella entonces me besa. Su boca desprende un aliento fétido a enjuague bucal barato. Lo soporto, aunque ardo en deseos de apartarla de mí, ahora que creo haber terminado.

Pero, repito, ella sabe lo que hay que hacer.

Mientras me besuquea, sus manos no permanecen ociosas. Mi pene húmedo de semen resbala entre ellas como un pez vivo arrancado del agua hasta que, para mi sorpresa, siento que vuelve a la vida. Escucho su gemido triunfal cuando lo aferra con violencia para guiarme hacia su interior. En la penumbra que nos envuelve, puedo contemplar su cuerpo corcovear sobre mí…

¿Cuánto? Mucho, mucho tiempo.

Me repele su hediondo hedor, y sin embargo, mi polla es un pedernal sobre un amasijo de barro húmedo.

Cuando termina, cuando terminamos, no me dice nada. Yo tampoco. Solo quiero que se vaya, que me deje solo, porque ahora la aborrezco más que nunca, y temo que ella lo advierta si me obliga a dirigirle la palabra.

Se viste de espaldas, ocultándome su cuerpo, y sale de la habitación.

No vuelvo a verla hasta el día de mi muerte.

domingo, 11 de febrero de 2024

Capítulo 21. Plan de huida

 


         

-Ha decidido asesinarme a finales de esta semana. No me queda tiempo, Herda.

Ella me coge la mano y se la lleva a los labios. Después esconde su cara en mi pecho.

-Lo sé. Los oigo hablar. Incluso he averiguado cómo piensan hacerlo. Te inyectarán…, me obligarán a inyectarte, una dosis letal de morfina.

Bueno, al menos cumplen su palabra.

-Ojalá pudiera morir durante unas horas y despertarme a tu lado –exclamo en tono apasionado.

Ella se queda mirándome, estupefacta. Sus ojos se agrandan. Acaba de tener una idea magnífica, una idea que yo mismo acabo de proporcionarle.

-Existe una sustancia, una droga -susurra en mi oído-, que produce un efecto similar al de la muerte. No recuerdo cómo se llama…

A punto estoy de nombrarla yo, lo cual hubiera supuesto un colosal error. Si ella llegara a sospechar en algún momento que la estoy manipulando podría echarlo todo a rodar.

-No quiero que te involucres en esto, Herda.

-¡Ketamina! ¡Acabo de acordarme! A la dosis adecuada induce un estado de catalepsia que puede llegar a confundirse con la muerte.

Ahora susurra a un volumen tan bajo que apenas puedo distinguir sus palabras. Está aterrada, pero también decidida. Oculto mi alegría bajo la máscara y pronuncio horrorizado:

-Pero… no me conoces. ¿Arriesgarías tu vida y tu libertad por un desconocido? Está tu familia, tus hijos…

-Eres un hombre bueno, un hombre señalado por Dios. Si no lo intento, nunca me le perdonaría. Huiremos lejos de él, sé cómo hacerlo, conozco un lugar donde podríamos refugiarnos durante un tiempo al menos. Tenemos una oportunidad –dice exaltada la pobre ilusa.

-¡No! Ni se te ocurra, amor mío. Por nada del mundo querría te pusieras en peligro. Déjame, olvídame. Es lo mejor para ti.

-No puedo hacerlo. Creo… creo que te quiero –me dice. Entonces le tomo la cara con delicadeza y la beso en los labios, donde noto sus lágrimas de felicidad.

En mi interior me río, me río, me río. Oh, sí, cuánto me río.

miércoles, 7 de febrero de 2024

Capítulo 20. Jaque mate

 




-Si no lo hiciste tú, ¿quién fue?

Simon Rothko ha pasado a verme de nuevo. Empezaba a pensar que no volvería a visitarme después de su abrupta despedida de la otra tarde. Lo encuentro más locuaz que de costumbre. Probablemente, no pierde de vista que pronto no seré más que un recuerdo y quiere disfrutar de su juguete hasta el último instante.

Insiste con el ajedrez. Solo por soltarle la lengua, le dejo jugar más tiempo, retrasando mi victoria. Creo que estoy siendo lo bastante sutil hasta que él me amonesta con la mirada. El muy zorro se ha dado cuenta.  

Ha traído consigo una botella de vodka que sirve en vasos pequeños. Yo apenas toco el mío. El alcohol me aturde. No me gusta la sensación de falsa euforia que proporciona. Por congraciarme con él, mojo mis labios con finos sorbos tratando de disimular mi aprensión.

Después de un par de tragos, al comienzo de la tercera partida, habiendo escuchado su alardeado discurso durante más de media hora, me atrevo a retomar nuestra conversación por donde la dejamos.

No responde inmediatamente. Aunque Rothko goza de una fisonomía bastante inexpresiva, puedo leer en ella que esperaba mi pregunta. Adelanta su caballo hasta situarlo delante del Rey y contesta:

-Nunca lo supe, pero tengo mis sospechas.

-¿Ah, sí? Déjame adivinar… Alguien de tu propia familia. Quizá otro de tus hijos o hijas.

Levanta la vista del tablero y me dedica una mirada feroz. Sin embargo, termina por asentir:

-Es posible. Nunca lo sabré.

-En absoluto crees eso.

-No es asunto tuyo.

-No te sería nada difícil averiguarlo –insisto.

-Tú no tienes familia. No lo entenderías.

-No, no la tengo, eso es verdad. Pero si la tuviera, y supiera que uno de ellos me traiciona, no titubearía.

Estoy pensando en mi padre. ¿Conocerá Rohtko esa vieja historia? Es probable que sí, ya que por un breve instante me contempla horrorizado. Es entonces cuando adquiero la seguridad de que mi mayor adversario no es más que un viejo, rancio e inútil. Merece desaparecer.

De repente me sonríe. Ha leído mi pensamiento, o al menos parte de él.

-Bueno, tú pronto no tendrás que preocuparte por ese tipo de cosas, Ángel.

En lugar de responder, desplazo mi Alfil Blanco.

-Jaque. Mate.

sábado, 3 de febrero de 2024

Capítulo 19. Un milagro verdadero

 



La noche pasada logré dar un breve paseo por mi habitación, apoyado en la pared. Si alguien hubiera podido contemplarme, arrastrándome con gesto dolorido por el recinto de mi prisión, pensaría que soy un enfermo grave intentando pedir ayuda.

En realidad, estoy exultante. Me recupero mucho más aprisa de lo que jamás hubiera pensado. Si dispusiera de un mes, dos meses más… Podría escapar de aquí por mis propios medios, eliminar a todos los guardias, incluso al propio Rothko. Pero no me queda tanto tiempo. Han transcurrido dos semanas desde nuestro acuerdo, lo que me deja quince días de plazo para planificar mi fuga.

Necesito a esa enfermera mojigata. Ni aun teniendo un arma…

De repente, se me ocurre una idea.

 

 

Hoy aguardo con ansia la visita de Herda. Como no tengo un reloj que me permita medir el tiempo cuento con desesperación los segundos en mi cerebro, que los deforma y acelera hasta hacerme creer que mi enfermera se retrasa, que no se presentará hoy.

¡Qué frustrante es depender de otra persona! ¡Cuánto me hace odiarla!

Por fin, a punto de desesperar, oigo su voz y sus pasos en el exterior de mi celda.

Al abrir la puerta, me encuentra rezando. Finjo, con el rostro enardecido y los ojos cerrados, un trance religioso en el que permanezco sordo, mudo y ciego. Cuando por fin “regreso” ella me está observando con una mezcla de preocupación y miedo.

-¿Qué te ha ocurrido?

-No me creerías –respondo, haciendo ver que siento vergüenza por haber sido sorprendido.

-Sí que lo haría. Te creería.

Clavo mi mirada en ella y le tomo la mano. Se la aprieto con fuerza, un poco más de lo necesario, hasta que gime de dolor. Es igual, ella lo confundirá con pasión cuando en realidad es ira.

-Creo que Él me ha hablado. Me ha respondido. Dice… dice que puedo volver a caminar si mi fe es verdadera. Pero yo sé que eso no puede ser. Es imposible. Según los médicos, tengo la espalda totalmente destrozada.

Ella duda. Me mira de hito en hito, intentando discernir si me burlo de ella, si estoy loco… o si digo la verdad. Quiere creer. Necesita creer.

-¿Hay…? Ya sabes –pregunto señalando el techo, las paredes.

-No. Ya no.

Lo suponía. Rothko ha ordenado retirar los micrófonos, ahora que pasa tanto tiempo en mi compañía.

-Ayúdame, coge mi mano, por favor.

-Es peligroso… podrías hacerte daño.

-¿De veras crees que eso me preocupa? Piénsalo bien.

A través de sus ojos temerosos y exaltados, advierto que acaba de despertar al hecho de que estoy desahuciado. Soy un prisionero de Simon Rothko, y eso implica una muerte segura. Lo más probable es que yo no sea la primera persona que ha tenido que cuidar antes de ser ejecutada por su jefe.

Me tiende la mano. Las dos manos. Me aferro a ellas y cierro los ojos. Musito entre labios, como si invocara a Dios y, acto seguido, muevo una pierna. Dejo pasar el asombrado gemido que escapa de su boca, y enseguida, muevo la otra.

Ahora estoy sentado en la cama, con los pies apoyados sobre el suelo.

-Ayúdame.

-Oh, Dios mío.

Ella tira de mí con fuerza y yo me pongo en pie haciendo ver que me duele, lo cual es verdad. Entonces Herda, sin poder contenerse más, me abraza y besa mis labios.

Ha sucedido un milagro ante sus ojos. Un milagro auténtico.

 

Capítulo 34. El Renacido

  El resto del viaje hasta Polonia transcurrió sin sobresaltos importantes. Tuve que abandonar el camión poco después de dejar Leópolis, a...