lunes, 19 de febrero de 2024

Capítulo 23. Una muerte dulce

 


Parece un cortejo fúnebre, ya sabes.

Simon es quien lo encabeza, seguido del Cejas, de cuyos puños guardo recuerdos tan gratos que espero poder conversar con él a solas algún día; un par de gorilas más a los que no he visto en la vida y, por supuesto, mi enfermera, que será la encargada de administrarme la droga.

Todo está dispuesto. Rothko me tiende el último documento pendiente de rúbrica. Su gesto inane pretende decir que para él nada de esto es personal, que los negocios son así, que así es la vida. Los demás, como obedeciendo a una directriz de su jefe, mantienen la expresión circunspecta que se esperaría en cualquier velatorio. Parece que esta gente respeta la muerte. Es quizá un ritual, una tradición, la de mostrar esa última cortesía a la persona que vas a liquidar.

Estampo mi firma al pie de los documentos, en el lugar previamente señalado con una X, imagino que por el abogado de Rothko, y al acabar, este me estrecha la mano.

-Buen viaje, Salazar. Ojalá nos hubiéramos conocido en otras circunstancias.

-Un buen jugador ha de reconocer cuando ha perdido. Enhorabuena, acabas de convertirte en un hombre muy rico.

-Eso parece. Me alegra que te tomes las cosas así… con esa deportividad. Eres un hombre valiente.

Le sonrío. Mi última sonrisa antes de morir, debe pensar él. Quizá tenga razón. Ya veremos.

Después se apartan y dejan espacio para que Herda pueda trabajar. Enseguida me doy cuenta de que no está bien. Le tiemblan las manos y su rostro parece más pálido de lo habitual. Eso me infunde un instante de temor. Estúpida puta. Si Rothko llega a sospechar que le sucede algo (hay pocas cosas que se le escapen al viejo zorro), podría echar a perder todo el maldito plan.

Trato de tranquilizarla con la mirada, pero no lo consigo. Cuando intenta canalizarme una vena, inexplicablemente falla.

-¿Hay algún problema, Herda? –pregunta Rothko, aproximándose.

-No, ninguno, Simon –me apresuro a responder con naturalidad-. Ha sido culpa mía, me he movido sin querer. A estas alturas y todavía me dan miedo las agujas, ¿te lo puedes creer?

-¡Um! –rezonga, pero esta vez permanece al lado de la enfermera. No he logrado convencerlo del todo.

Le cojo la mano a Herda y se la oprimo durante un segundo.

-Lo siento, esta vez me quedaré quieto como una estatua. Me ha cuidado usted muy bien, enfermera, le agradezco de veras todo lo que ha hecho por mí.

Esta vez lo consigue. Veo mi sangre pasar al trasto de plástico que conecta con el suero. Es una llave de tres pasos, que sigue una mecánica muy parecida a la que se emplea en las cañerías de agua. Lo conozco muy bien, no en vano he vivido entre hospitales gran parte de mi vida.

Una vez asegura el sistema a mi brazo con esparadrapo, el siguiente paso es administrarme la droga: según lo pactado con Rothko, una dosis de morfina capaz de provocarme un fallo cardiorrespiratorio irreversible. De acuerdo con el plan que hemos trazado Herda y yo, en realidad debería tratarse de ketamina en cantidad suficiente como para inducirme un estado semicomatoso parecido a la muerte.

Introduce la mano en su bata y extrae la jeringuilla con el líquido transparente que trata de ocultar a los ojos de su jefe. Buena precaución, pienso. Todo es posible; incluso que Simon Rothko sea capaz de distinguir la consistencia de morfina.

Herda gira la llave de tres vías, cerrando el paso temporalmente hacia el suero, e inyecta la jeringa en el sistema. Cuando ha introducido la totalidad del líquido, la extrae del conector y vuelve a girar la llave hasta dejarla en su posición original. Ya está hecho. Noto cómo la sustancia penetra en mi torrente sanguíneo y, casi de inmediato, empieza embargarme una pesada somnolencia.

-Adiós –atino a decir un instante antes de que el mundo se convierta en un fundido a negro.

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