Parece
un cortejo fúnebre, ya sabes.
Simon
es quien lo encabeza, seguido del Cejas, de cuyos puños guardo recuerdos tan
gratos que espero poder conversar con él a solas algún día; un par de gorilas
más a los que no he visto en la vida y, por supuesto, mi enfermera, que será la
encargada de administrarme la droga.
Todo
está dispuesto. Rothko me tiende el último documento pendiente de rúbrica. Su
gesto inane pretende decir que para él nada de esto es personal, que los
negocios son así, que así es la vida. Los demás, como obedeciendo a una
directriz de su jefe, mantienen la expresión circunspecta que se esperaría en
cualquier velatorio. Parece que esta gente respeta la muerte. Es quizá un
ritual, una tradición, la de mostrar esa última cortesía a la persona que vas a
liquidar.
Estampo
mi firma al pie de los documentos, en el lugar previamente señalado con una X,
imagino que por el abogado de Rothko, y al acabar, este me estrecha la mano.
-Buen
viaje, Salazar. Ojalá nos hubiéramos conocido en otras circunstancias.
-Un
buen jugador ha de reconocer cuando ha perdido. Enhorabuena, acabas de
convertirte en un hombre muy rico.
-Eso
parece. Me alegra que te tomes las cosas así… con esa deportividad. Eres un
hombre valiente.
Le
sonrío. Mi última sonrisa antes de morir, debe pensar él. Quizá tenga razón. Ya
veremos.
Después
se apartan y dejan espacio para que Herda pueda trabajar. Enseguida me doy
cuenta de que no está bien. Le tiemblan las manos y su rostro parece más pálido
de lo habitual. Eso me infunde un instante de temor. Estúpida puta. Si Rothko
llega a sospechar que le sucede algo (hay pocas cosas que se le escapen al
viejo zorro), podría echar a perder todo el maldito plan.
Trato
de tranquilizarla con la mirada, pero no lo consigo. Cuando intenta canalizarme
una vena, inexplicablemente falla.
-¿Hay
algún problema, Herda? –pregunta Rothko, aproximándose.
-No,
ninguno, Simon –me apresuro a responder con naturalidad-. Ha sido culpa mía, me
he movido sin querer. A estas alturas y todavía me dan miedo las agujas, ¿te lo
puedes creer?
-¡Um!
–rezonga, pero esta vez permanece al lado de la enfermera. No he logrado
convencerlo del todo.
Le
cojo la mano a Herda y se la oprimo durante un segundo.
-Lo
siento, esta vez me quedaré quieto como una estatua. Me ha cuidado usted muy
bien, enfermera, le agradezco de veras
todo lo que ha hecho por mí.
Esta
vez lo consigue. Veo mi sangre pasar al trasto de plástico que conecta con el
suero. Es una llave de tres pasos, que sigue una mecánica muy parecida a la que
se emplea en las cañerías de agua. Lo conozco muy bien, no en vano he vivido
entre hospitales gran parte de mi vida.
Una
vez asegura el sistema a mi brazo con esparadrapo, el siguiente paso es
administrarme la droga: según lo pactado con Rothko, una dosis de morfina capaz
de provocarme un fallo cardiorrespiratorio irreversible. De acuerdo con el plan
que hemos trazado Herda y yo, en realidad debería tratarse de ketamina en
cantidad suficiente como para inducirme un estado semicomatoso parecido a la
muerte.
Introduce
la mano en su bata y extrae la jeringuilla con el líquido transparente que
trata de ocultar a los ojos de su jefe. Buena precaución, pienso. Todo es
posible; incluso que Simon Rothko sea capaz de distinguir la consistencia de
morfina.
Herda
gira la llave de tres vías, cerrando el paso temporalmente hacia el suero, e
inyecta la jeringa en el sistema. Cuando ha introducido la totalidad del
líquido, la extrae del conector y vuelve a girar la llave hasta dejarla en su
posición original. Ya está hecho. Noto cómo la sustancia penetra en mi torrente
sanguíneo y, casi de inmediato, empieza embargarme una pesada somnolencia.
-Adiós
–atino a decir un instante antes de que el mundo se convierta en un fundido a
negro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario