miércoles, 14 de febrero de 2024

Capítulo 22. Sobre la libertad

 


La ketamina. Una sustancia que no me es desconocida. Fue la misma que empleamos en mi primera “muerte”. Induce un estado de inconsciencia durante el que las constantes vitales se atenúan, casi hasta hacerse imperceptibles. Por supuesto, un médico sería capaz de advertir el engaño, pero por lo que Herda me dice, lo más probable es que sea ella quien “certifique” mi muerte. Después me trasladarán a un cementerio de coches propiedad de una de las empresas de Simon, y me ocultarán en una especie de pozo que suelen usar para estas cosas.

El plan, huelga decirlo, no me gusta nada.

Está sujeto a demasiados imprevistos. Que alguien decida rematarme de un tiro, por ejemplo. O que Simon cambie de planes para deshacerse de mi cadáver en el último momento: enterramiento, incineración… las posibilidades son infinitas. No olvido que permaneceré inconsciente durante varias horas, a merced de una simple enfermera de carácter apocado.

Exploro todas las alternativas buscando una salida a la situación, pero no la encuentro. ¿Escaparme por las bravas? ¿Arrebatarle el arma a uno de los guardias y enfrentarme yo solo a todo un ejército de asesinos? Lo intentaría, si tuviera fuerzas para ello. No es el miedo lo que me detiene, sino la certeza de que no pasaría de la primera puerta.

De momento, lo único positivo es que me restablezco con rapidez. Mis paseos nocturnos por la habitación cada vez son menos dolorosos y, a instancias de Herda, he incluido algunos ejercicios que están fortaleciendo mis atrofiadas piernas. Ahora me felicito de no haber abandonado la rehabilitación física en todos estos años. Mis pesadas sesiones diarias con los mejores fisioterapeutas del país están dando su fruto.

Hoy he recibido otra visita de Simon. Tras intercambiar de nuevo información respecto a mis empresas, y firmar algunos documentos, se ha sentado junto a mi cabecera con una botella de licor en la mano. Este hombre es una cuba.

Sonríe, con esa sonrisa de lobo viejo y desdentado que aparece en su rostro cuando se encuentra de buen humor.

-Vladimir Putin tiene el proyecto de restablecer el antiguo esplendor de la Rusia soviética. Se considera a sí mismo una especie de Pedro El Grande. Ucrania es solo el primer paso. Después… quién sabe. Todo es posible –comenta en tono de confidencia-. Será una dictadura encubierta, que mantendrá hasta adquirir el poder suficiente como para autoproclamarse líder supremo, algo del estilo de Corea del Norte.

-¿Por qué me dices todo esto?

-No lo sé. Supongo que me interesa tu opinión.

-Para mí las dictaduras y las democracias vienen a ser la misma cosa. En cualquier régimen existe corrupción, codicia y ansias de poder, y yo me beneficio de eso, al igual que tú. La libertad no existe.

-Discrepo en eso, mi joven amigo. Existe, al menos cierto tipo de libertad. Y de esa libertad es de la que realmente vivimos tú y yo.

Lo observo con extrañeza, sin comprender bien a dónde quiere ir a parar. Él, que se da cuenta, me sonríe con aire de superioridad.

-Me refiero a la libertad entendida como el derecho a elegir. Entenderás que esta forma de libertad resulta muy conveniente para nuestros intereses, ¿verdad? En las supuestas democracias (coincido contigo en que es un término bastante equívoco), los ciudadanos “libres” suelen elegir ser imbéciles. El legítimo, inalienable y sagrado derecho a ser imbécil. Nadie en su sano juicio aceptaría ser despojado de su derecho a ser y comportarse como un idiota. Nosotros vivimos a expensas de esos idiotas, y de las personas que dependen de ellos. Así que, en cierto modo, somos deudores de la libertad, ¿no te parece?

-Bueno, depende del modo en que lo consideres. La gente es imbécil porque nosotros los conducimos a ello. Alimentamos su adicción a las drogas, al sexo, al dinero, a la violencia. En cierto modo, los obligamos a elegir ser imbéciles.

-Sí, sí, ya sé, pero si lo hacemos es porque gozan de ese derecho. ¿Cuánto dinero has ganado tú en Corea del Norte, por ejemplo?

Me cruzo de brazos. Touché.

Rothko despliega otra vez su sonrisa, y su feo rostro se vuelve aún más horrible. Su intento de mostrarse afectuoso es repulsivo.

-Hablemos de otra cosa. Dentro de una semana habremos terminado el papeleo. Mis abogados me informan que estamos a un paso de consolidar la operación. Celebrémoslo –me dice, mientras llena los vasos.

-No me gusta beber.

-Lo sé. Pero un día es un día, joven amigo. Bebe conmigo, por favor.

-Está bien –levanto uno de los vasos, que ha dispuesto sobre la mesa auxiliar que hay junto a mi cama, y lo choco con el suyo-. ¿Por qué brindamos?

-¿Por una operación exitosa?

El hijo de puta pretende hacerme brindar por mi propia muerte. No deja de tener su gracia, si lo piensas. Me prometo a mí mismo que mi próximo brindis será por la cabeza de ese cabrón.  

-Me parece bien.

No me mojo los labios hasta asegurarme de que el propio Rothko apura su vaso. Él se percata de ello y lo celebra con una estentórea carcajada que retumba en las paredes de mi celda. Nunca lo he visto reír de esa manera.

Está bien, me digo. Ríe, hijo de puta, ríe.

 

 

Esa noche, con la luz apagada, Herda entra en mi cuarto. No sé cómo ha logrado convencer a los guardias para que la dejen pasar. Debo suponer que no ha sido dinero lo que les haya ofrecido a cambio.

Se desnuda lentamente, de espaldas a mí, y se tumba a mi lado.

¿Cuánto hace que no tengo sexo? Ni me acuerdo ya.

La mujer es fea, quizá la más fea con la que me he acostado hasta ahora. Sus pechos son blandos, vacíos; sus rodillas enjutas, sus muslos, demasiado gruesos, cubiertos de vello y surcados de venas varicosas. Y, sin embargo, mi cuerpo responde de inmediato. Noto la sangre fluir de nuevo por mis cuerpos cavernosos, devolviéndome una sensación que, por olvidada, recibo con gratitud y sorpresa. Mi pene se erige de nuevo, y busca.

¿Cuánto tiempo? No puedo recordarlo.

Ella sabe qué hacer. Ha estado casada. Rodea mi polla con su mano y la masajea con suavidad. No necesito más. Abruptamente, inesperadamente, siento que llega el primer orgasmo, un torrente de placer tan intenso que me deja helado, con la boca desencajada en un rictus de placentera agonía. No soy capaz más que de balbucear un suspiro.

Ella entonces me besa. Su boca desprende un aliento fétido a enjuague bucal barato. Lo soporto, aunque ardo en deseos de apartarla de mí, ahora que creo haber terminado.

Pero, repito, ella sabe lo que hay que hacer.

Mientras me besuquea, sus manos no permanecen ociosas. Mi pene húmedo de semen resbala entre ellas como un pez vivo arrancado del agua hasta que, para mi sorpresa, siento que vuelve a la vida. Escucho su gemido triunfal cuando lo aferra con violencia para guiarme hacia su interior. En la penumbra que nos envuelve, puedo contemplar su cuerpo corcovear sobre mí…

¿Cuánto? Mucho, mucho tiempo.

Me repele su hediondo hedor, y sin embargo, mi polla es un pedernal sobre un amasijo de barro húmedo.

Cuando termina, cuando terminamos, no me dice nada. Yo tampoco. Solo quiero que se vaya, que me deje solo, porque ahora la aborrezco más que nunca, y temo que ella lo advierta si me obliga a dirigirle la palabra.

Se viste de espaldas, ocultándome su cuerpo, y sale de la habitación.

No vuelvo a verla hasta el día de mi muerte.

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