-Ha decidido asesinarme a finales de esta semana. No me queda tiempo, Herda.
Ella
me coge la mano y se la lleva a los labios. Después esconde su cara en mi
pecho.
-Lo
sé. Los oigo hablar. Incluso he averiguado cómo piensan hacerlo. Te inyectarán…,
me obligarán a inyectarte, una dosis letal de morfina.
Bueno, al menos cumplen
su palabra.
-Ojalá
pudiera morir durante unas horas y despertarme a tu lado –exclamo en tono
apasionado.
Ella
se queda mirándome, estupefacta. Sus ojos se agrandan. Acaba de tener una idea
magnífica, una idea que yo mismo acabo de proporcionarle.
-Existe
una sustancia, una droga -susurra en mi oído-, que produce un efecto similar al
de la muerte. No recuerdo cómo se llama…
A
punto estoy de nombrarla yo, lo cual hubiera supuesto un colosal error. Si ella
llegara a sospechar en algún momento que la estoy manipulando podría echarlo
todo a rodar.
-No
quiero que te involucres en esto, Herda.
-¡Ketamina!
¡Acabo de acordarme! A la dosis adecuada induce un estado de catalepsia que
puede llegar a confundirse con la muerte.
Ahora
susurra a un volumen tan bajo que apenas puedo distinguir sus palabras. Está
aterrada, pero también decidida. Oculto mi alegría bajo la máscara y pronuncio
horrorizado:
-Pero…
no me conoces. ¿Arriesgarías tu vida y tu libertad por un desconocido? Está tu
familia, tus hijos…
-Eres
un hombre bueno, un hombre señalado por Dios. Si no lo intento, nunca me le
perdonaría. Huiremos lejos de él, sé cómo hacerlo, conozco un lugar donde
podríamos refugiarnos durante un tiempo al menos. Tenemos una oportunidad –dice
exaltada la pobre ilusa.
-¡No!
Ni se te ocurra, amor mío. Por nada del mundo querría te pusieras en
peligro. Déjame, olvídame. Es lo mejor para ti.
-No
puedo hacerlo. Creo… creo que te quiero –me dice. Entonces le tomo la cara con
delicadeza y la beso en los labios, donde noto sus lágrimas de felicidad.
En
mi interior me río, me río, me río. Oh, sí, cuánto me río.
No hay comentarios:
Publicar un comentario