miércoles, 28 de febrero de 2024

Capítulo 24. Enterrado vivo

 



Me rodea la oscuridad absoluta, el silencio absoluto. Ignoro si continúo vivo o si ya he muerto. No siento nada, salvo mi propio pensamiento. No puedo moverme.

Si he muerto, esto debe ser el infierno.

Trato de gritar. De mis labios surge una especie de rugido desentonado. Algo salvaje, algo que nunca había oído. Y eso está mejor, mejor, me ayuda a combatir la desesperación que comienza a invadirme.

No, no he muerto. Aún. Ahora mismo debería encontrarme en el interior de un pozo, rodeado de cadáveres en estado de putrefacción. Y sin embargo…

Pero ¿dónde estoy? Si tan solo fuera capaz de moverme, de tantear el espacio que me rodea, quizá así podría…

Entonces recuerdo. La ketamina. A dosis altas produce un efecto similar al de la anestesia, por lo que tardaré un tiempo en recuperar la movilidad. Una hora debería ser suficiente.

No, no puedo, no puedo esperar tanto.

¿Y ese olor? ¿No es el de la tierra húmeda?

Grito de nuevo, esta vez de pura rabia y, de alguna manera, consigo que mi brazo se eleve unos centímetros solo para tropezar con una superficie rugosa y áspera.

Un tablón de madera. Estoy en el interior de un ataúd, enterrado quizá bajo varios metros de tierra.

Mi corazón se dispara. Lo escucho retumbar en mis oídos, como un tambor desacompasado. No puedo evitarlo, tengo miedo. Por primera vez en mi vida, mi cerebro escapa a mi control y me siento desfallecer.

Hay una solución. Debe haberla. Todo problema la tiene.

Me han enterrado, es obvio. Por algún motivo, Simon Rothko ha decidido buscarme otro lugar para darme el último adiós. Quizá haya sido su última muestra de respeto. O quizá, algo le haya hecho sospechar. Pero no, en ese caso le bastaba con descerrajarme un tiro en la cabeza, y eso en sí es una buena noticia, ya que significa que realmente me creen muerto.

¿Podría salir de allí? Depende. Si la madera de mi ataúd es de baja calidad, si los hombres de Rothko no han cavado demasiado profundo, es posible que tenga una oportunidad. En cuanto haya recuperado mis fuerzas.

Por un momento, me vienen a la mente las leyendas sobre enterrados vivos, cuentos de viejas contados al amor de la lumbre en las noches de difuntos. Relatos sobre cadáveres hallados con las uñas rotas y sangrantes, resecas bocas abiertas en un último grito de espanto y agonía. Cuentos de miedo.

Nada de eso me ayudará. El oxígeno, es ahí donde está la clave. Mientras me quede una gota de aire, hay esperanza. Debo economizarlo, relajar los músculos, ralentizar mi respiración, aguardar el momento en que me vuelvan las fuerzas, y entonces, intentarlo.

Soy fuerte. Desde que quedé paralítico me he preocupado de fortalecer mis brazos a fin de compensar mi minusvalía. Una vez fui capaz de levantar una mancuerna cargada con cincuenta kilos. Podría estrangular a una persona con una sola mano. Pero ¿será suficiente? Ya lo veremos.

Al cabo de un rato, comienzo a notar un cosquilleo en la punta de los dedos. Sin embargo, el aire se ha enrarecido y cada bocanada apenas alimenta mis fatigados pulmones.

Ahora o nunca. No me queda tiempo.  

Apoyo las palmas de mis manos sobre la tapa de mi ataúd. Por fortuna es bastante hondo, lo que me concede espacio suficiente para flexionar mis codos y obtener un punto de apoyo. Aprieto los dientes y empujo con toda mi fuerza. La hija de puta es pesada como una lápida de mármol y apenas consigo desplazarla unos centímetros, lo justo para que entre algo de aire acompañado de un puñado de tierra maloliente.

No voy a conseguirlo. Al menos, no de este modo. No se han limitado a echar unas cuantas paladas sobre la caja, sino que han cavado una auténtica sepultura. Debe haber un metro de tierra ahora mismo acumulado encima de mi ataúd.

Piensa, Ángel. Siempre se te ha dado bien pensar. Esta vez, es tu vida lo que está en juego.

Mi error ha sido intentar elevarla directamente. En cambio, si la empujo hacia un lado, apoyando ambas manos sobre el lateral, la presión debería ser menor. Probablemente, si lo consigo, mi caja se inundará de tierra, por lo que tendré que moverme deprisa para no morir asfixiado.

Me contengo cinco minutos con el fin de reunir el resto de mis fuerzas, pero no puedo demorarme mucho, apenas me queda oxígeno. Así que esta vez me concentro en el lado derecho de mi caja, para lo cual debo realizar un escorzo que, inevitablemente, me restará empuje.

Pienso en Simon Rothko, pero el odio no es suficiente. Lo que hay entre nosotros son solo negocios, no le guardo auténtico rencor. Es otra persona la que provoca en mí una cólera salvaje, la que insufla mis músculos de fuerza. Cuando la visualizo, cuando concentro toda mi furia en ella, presiento que puedo hacerlo. No es una opción ahora, se ha convertido en una obligación.

La tapa de mi ataúd improvisado es solo una tabla liviana apresada bajo unos cuantos grumos de tierra movediza.

Aprieto los dientes, preparo los tendones, tenso los músculos y empujo con la fuerza que da la desesperación, el odio, la furia, el ansia de venganza. Yo soy Ángel Salazar y no puedo morir así.

Y esta vez la tapa se eleva, muy poco a poco, y acaba deslizándose hacia un lado. Como había previsto, una turba de tierra, piedras y raíces invade mi tumba. Noto los terrones penetrando entre mi ropa, cubriendo mis ojos y mi boca. Creo percibir una resbaladiza criatura escabullirse en el interior de mis calzoncillos. No puedo respirar y, de momento, mis piernas no me sirven. Así que extiendo mis brazos y comienzo a trepar hacia la salvación. El hedor de la putrefacción inunda mis sentidos y llego a pensar que todo lo que me rodea es muerte y oscuridad.

He cometido un error de cálculo y me va a costar la vida. Lo que me separa de la superficie es toda la eternidad. Y moriré aquí, atrapado en este océano de inmundicia, enterrado vivo bajo unos cuantos metros de tierra.

En un último esfuerzo, extiendo mi brazo derecho, mis dedos tropiezan con algo, una roca quizá, y se rompen. Y, sin embargo, si pudiera abrir la boca, gritaría de alegría. Porque en ese instante noto que otros dedos, finos y extremadamente cálidos, rodean mi muñeca y tiran hacia arriba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Capítulo 47. Un nuevo comienzo

  Han transcurrido dos semanas desde que mantuve mi última charla con José María. En este tiempo no se han producido grandes acontecimientos...