Me
rodea la oscuridad absoluta, el silencio absoluto. Ignoro si continúo vivo o si
ya he muerto. No siento nada, salvo mi propio pensamiento. No puedo moverme.
Si
he muerto, esto debe ser el infierno.
Trato
de gritar. De mis labios surge una especie de rugido desentonado. Algo salvaje,
algo que nunca había oído. Y eso está mejor, mejor, me ayuda a combatir la
desesperación que comienza a invadirme.
No,
no he muerto. Aún. Ahora mismo debería encontrarme en el interior de un pozo, rodeado
de cadáveres en estado de putrefacción. Y sin embargo…
Pero
¿dónde estoy? Si tan solo fuera capaz de moverme, de tantear el espacio que me
rodea, quizá así podría…
Entonces
recuerdo. La ketamina. A dosis altas produce un efecto similar al de la
anestesia, por lo que tardaré un tiempo en recuperar la movilidad. Una hora
debería ser suficiente.
No, no puedo, no puedo
esperar tanto.
¿Y
ese olor? ¿No es el de la tierra húmeda?
Grito
de nuevo, esta vez de pura rabia y, de alguna manera, consigo que mi brazo se
eleve unos centímetros solo para tropezar con una superficie rugosa y áspera.
Un
tablón de madera. Estoy en el interior de un ataúd, enterrado quizá bajo varios
metros de tierra.
Mi
corazón se dispara. Lo escucho retumbar en mis oídos, como un tambor
desacompasado. No puedo evitarlo, tengo miedo. Por primera vez en mi vida, mi
cerebro escapa a mi control y me siento desfallecer.
Hay una solución. Debe
haberla. Todo problema la tiene.
Me
han enterrado, es obvio. Por algún motivo, Simon Rothko ha decidido buscarme
otro lugar para darme el último adiós. Quizá haya sido su última muestra de
respeto. O quizá, algo le haya hecho sospechar. Pero no, en ese caso le bastaba
con descerrajarme un tiro en la cabeza, y eso en sí es una buena noticia, ya
que significa que realmente me creen muerto.
¿Podría
salir de allí? Depende. Si la madera de mi ataúd es de baja calidad, si los
hombres de Rothko no han cavado demasiado profundo, es posible que tenga una
oportunidad. En cuanto haya recuperado mis fuerzas.
Por
un momento, me vienen a la mente las leyendas sobre enterrados vivos, cuentos
de viejas contados al amor de la lumbre en las noches de difuntos. Relatos
sobre cadáveres hallados con las uñas rotas y sangrantes, resecas bocas
abiertas en un último grito de espanto y agonía. Cuentos de miedo.
Nada
de eso me ayudará. El oxígeno, es ahí donde está la clave. Mientras me quede
una gota de aire, hay esperanza. Debo economizarlo, relajar los músculos,
ralentizar mi respiración, aguardar el momento en que me vuelvan las fuerzas, y
entonces, intentarlo.
Soy
fuerte. Desde que quedé paralítico me he preocupado de fortalecer mis brazos a
fin de compensar mi minusvalía. Una vez fui capaz de levantar una mancuerna
cargada con cincuenta kilos. Podría estrangular a una persona con una sola
mano. Pero ¿será suficiente? Ya lo veremos.
Al
cabo de un rato, comienzo a notar un cosquilleo en la punta de los dedos. Sin
embargo, el aire se ha enrarecido y cada bocanada apenas alimenta mis fatigados
pulmones.
Ahora o nunca. No me
queda tiempo.
Apoyo
las palmas de mis manos sobre la tapa de mi ataúd. Por fortuna es bastante
hondo, lo que me concede espacio suficiente para flexionar mis codos y obtener
un punto de apoyo. Aprieto los dientes y empujo con toda mi fuerza. La hija de
puta es pesada como una lápida de mármol y apenas consigo desplazarla unos
centímetros, lo justo para que entre algo de aire acompañado de un puñado de
tierra maloliente.
No
voy a conseguirlo. Al menos, no de este modo. No se han limitado a echar unas
cuantas paladas sobre la caja, sino que han cavado una auténtica sepultura.
Debe haber un metro de tierra ahora mismo acumulado encima de mi ataúd.
Piensa, Ángel. Siempre se
te ha dado bien pensar. Esta vez, es tu vida lo que está en juego.
Mi
error ha sido intentar elevarla directamente. En cambio, si la empujo hacia un
lado, apoyando ambas manos sobre el lateral, la presión debería ser menor.
Probablemente, si lo consigo, mi caja se inundará de tierra, por lo que tendré
que moverme deprisa para no morir asfixiado.
Me
contengo cinco minutos con el fin de reunir el resto de mis fuerzas, pero no
puedo demorarme mucho, apenas me queda oxígeno. Así que esta vez me concentro
en el lado derecho de mi caja, para lo cual debo realizar un escorzo que,
inevitablemente, me restará empuje.
Pienso
en Simon Rothko, pero el odio no es suficiente. Lo que hay entre nosotros son
solo negocios, no le guardo auténtico rencor. Es otra persona la que provoca en
mí una cólera salvaje, la que insufla mis músculos de fuerza. Cuando la
visualizo, cuando concentro toda mi furia en ella, presiento que puedo hacerlo.
No es una opción ahora, se ha convertido en una obligación.
La tapa de mi ataúd
improvisado es solo una tabla liviana apresada bajo unos cuantos grumos de
tierra movediza.
Aprieto
los dientes, preparo los tendones, tenso los músculos y empujo con la fuerza
que da la desesperación, el odio, la furia, el ansia de venganza. Yo soy Ángel
Salazar y no puedo morir así.
Y
esta vez la tapa se eleva, muy poco a poco, y acaba deslizándose hacia un lado.
Como había previsto, una turba de tierra, piedras y raíces invade mi tumba.
Noto los terrones penetrando entre mi ropa, cubriendo mis ojos y mi boca. Creo
percibir una resbaladiza criatura escabullirse en el interior de mis
calzoncillos. No puedo respirar y, de momento, mis piernas no me sirven. Así
que extiendo mis brazos y comienzo a trepar hacia la salvación. El hedor de la
putrefacción inunda mis sentidos y llego a pensar que todo lo que me rodea es
muerte y oscuridad.
He
cometido un error de cálculo y me va a costar la vida. Lo que me separa de la
superficie es toda la eternidad. Y moriré aquí, atrapado en este océano de
inmundicia, enterrado vivo bajo unos cuantos metros de tierra.
En
un último esfuerzo, extiendo mi brazo derecho, mis dedos tropiezan con algo,
una roca quizá, y se rompen. Y, sin embargo, si pudiera abrir la boca, gritaría
de alegría. Porque en ese instante noto que otros dedos, finos y extremadamente
cálidos, rodean mi muñeca y tiran hacia arriba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario