Mi
habitación es un cuartucho sin ventanas que ocupa unos dos metros cuadrados. La
cama en la que descanso probablemente pertenezca a un niño, ya que mis pies
sobresalen por el borde y chocan con la pared. Y eso es lo más maravilloso de
todo. Que soy capaz de sentir en mis dedos el frescor del empapelado.
Ahora
estoy solo. Herda ha regresado a la cueva, como ella lo llama, y los niños se
encuentran en el colegio, aunque, claro, ninguno de ellos sabe que yo estoy
aquí. Creo que también hay un viejo por ahí, pero todavía no he llegado a
verlo.
Por
lo que sé, han transcurrido dos días con sus noches desde que me rescató de mi
sepultura. Según ella, me hallaba inconsciente, a punto de sufrir una parada
cardiorrespiratoria por la falta de oxígeno, así que supongo que le debo la
vida por segunda vez.
Por
otro lado, nada de esto hubiera pasado de no ser por su incompetencia. Este
detalle, claro, nunca se lo he mencionado. Por desagradable que me pueda
parecer, en estos momentos dependo de ella para sobrevivir.
Tras
evaluar mi situación actual, he llegado a la conclusión de que ahora mismo me
encuentro fuera de peligro, siempre y cuando la enfermera mantenga el pico
cerrado. De todas formas, mi instinto me dice que no debo prolongar mi estancia
en esta casa. Por lo que sé, me encuentro en un pequeño pueblo costero de
Ucrania, cerca de Odesa, y ya se sabe lo que ocurre en los pueblos pequeños.
Antes o después alguien notará algo raro, al viejo se le soltará la lengua o
los niños comentarán en su colegio que hay un extranjero durmiendo en su cama.
Este tipo de cosas terminan por saberse en estos sitios.
Incluso
es posible que a estas alturas haya llegado a oídos de Rothko la extraña
historia sobre el desconocido que vive con su enfermera. A mi viejo amigo no le
costaría nada sumar dos y dos.
Herda
me ha contado parte de la historia, al menos la que ella conoce. Fue Bohdan, el
Cejas, quien sugirió a Simon Rothko la conveniencia de buscar un lugar más
seguro para ocultar mi cuerpo. Incluso se barajó la posibilidad de mi incineración.
Según la enfermera, Simon se opuso desde el principio a esa idea e insistió en
que se me diera un enterramiento digno. Finalmente se escogió para mi
inhumación un bosquecillo cercano a Odesa, junto a una arboleda de encinas.
Ella tardó más de dos días en descubrir mi nuevo paradero, y solo gracias a que
escuchó por casualidad una conversación entre varios de los hombres que
participaron en el enterramiento.
La
suerte, esta vez, estuvo de mi parte, supongo. Después de un día de búsqueda,
halló un lugar donde la tierra parecía más oscura que el resto, señal de que
había sido removida recientemente. No había llevado consigo ninguna herramienta
para cavar, por lo que se vio obligada a escarbar con sus propias manos, que no
tardaron en tropezar con la mía. Justo a tiempo, por lo que me explicó. Unos
minutos más, y de nada hubieran servido sus esfuerzos para reanimarme.
Y
aquí estoy. De milagro, pero vivo. La pregunta ahora no es si debo largarme de
aquí, sino cuándo. Mi instinto me está alertando de que desaparezca lo antes
posible, y en los últimos tiempos estoy aprendiendo a hacerle caso.
La
puerta de mi habitación se abre, y unos ojos azules me observan con aire
inquisitivo a través de la penumbra. Enseguida compruebo que no me miran
directamente, sino que parecen contemplar un lugar indeterminado sobre mi
cabeza. Ese hombre es ciego.
-¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? –pregunta
en un dialecto cerrado del ucraniano.
-Soy
un amigo.
-¿Amigo
de mi hija? ¿O amigo de su marido?
Por
el tono despectivo, deduzco que su yerno no gozaba de su aprecio precisamente,
lo que confirma mis sospechas sobre la ocupación del marido de Herda, y el
papel que jugaba en la organización de Rothko.
-No
conocía a su marido. Herda me salvó la vida. Es mi enfermera.
-¿Enfermera?
–el viejo arruga su boca desdentada y lanza un gargajo al suelo, muy cerca de
sus propios pies-. Ella trabaja para ese mafioso, para ese hanhster…
-No
sé nada de eso. Herda cuidaba de mí.
El
ciego avanza hasta el centro de la habitación. Es más viejo de lo que pensaba,
probablemente rondará los ochenta. Camina encorvado, apoyado en un nudoso
bastón de madera que utiliza a modo de guía. Su rostro enjuto, surcado de
arrugas y manchas grises, cubierto de una sombra de barba afeitada de modo
irregular, carece de expresión. Cuando abre la boca, me doy cuenta de que se
debe a que prácticamente no tiene dentadura.
-Tú
eres otro mafioso, ¿no es verdad? Nunca debió traerte aquí. Esta es mi casa…
La
situación comienza a ponerse tensa, y no estoy seguro de que pueda seguir
aguantando las impertinencias del ciego. Por otra parte, ¿qué puedo hacer? He
intentado levantarme y, aunque he recuperado la sensibilidad en las piernas,
todavía me siento muy débil. Necesitaré al menos un par de días para recuperar
mis fuerzas.
En
ese momento me sobresalta una explosión muy potente, no muy lejos de donde nos
encontramos. Yo doy un salto en la cama, pero el viejo apenas se inmuta.
-¿Qué
ha sido eso?
El
ciego tuerce el gesto, al parecer sorprendido por mi pregunta.
-¿Dónde
has estado, muchacho? ¿Cómo es posible que no sepas…? –De nuevo, otra
explosión, mucho más próxima. El viejo aguarda a que cese el estrépito antes de
añadir-: Son las salvas con las que nos saluda todas las mañanas ese hijo de
puta ruso.
-¿Estamos
en guerra?
-Desde
hace una semana. El cerdo de Putin. Primero fue Crimea. Y antes Donetsk,
Lugansk. Hay quien dice que su intención es terminar pronto, quizá con una
bomba atómica… Pero ¿cómo es que no sabes nada? ¿Has estado encerrado en una
cueva, acaso?
-Algo
parecido.
Ha
ocurrido tal y como yo predije. Comprendo ahora la prisa de Rothko por hacerse
con todo mi negocio armamentístico, la audacia de su operación. Debe estar
amasando una fortuna a mi costa. La noticia no es que me alegre, precisamente.
Esperaba regresar a tiempo, antes de que la situación estallase. En fin, por lo
menos sigo vivo.
-Ayer
no bombardearon.
-Suelen
lanzarlas durante la noche. Hoy es la primera vez que nos atacan por el día.
Supongo que están comenzando a impacientarse. Pero no lo tendrán fácil –repone
con cierto aire de regocijo.
Con
mucho esfuerzo consigo incorporarme. Lo hago muy despacio para evitar el mareo
de la última vez. Estaba solo, en la oscuridad, y me faltó muy poco para caer
al suelo. Es la hora de la prudencia, por muchos deseos que tenga de ponerme en
marcha.
-¿Sabe
cuándo regresará Herda?
-¿Esa
perra? –farfulla su boca desdentada-. Salió hace dos horas con los niños. Es lo
único que sé.
Tendré
que hacerlo solo, entonces. No voy a pedirle ayuda a ese viejo imbécil. Además,
seguro que, aunque quisiera prestármela, terminaríamos rodando los dos por el
suelo.
-¿Qué
haces? –me pregunta al escuchar mis esfuerzos.
-Quiero
asomarme un momento.
-Mi
hija ha dicho que nadie debe verte. Quédate en la cama.
-¿Cómo
se llama?
-Vasili.
-¿Igual
que su nieto?
-¿Cómo
sabes…?
-Escuche,
Vasili, si lo que desea es que me marche de su casa, será mejor que me ayude.
Cuanto antes me restablezca, antes podrá librarse de mí. ¿No es eso lo que
quiere?
El
viejo parece meditarlo un momento. Al cabo de unos segundos, se acerca hasta la
cama y me ofrece su brazo. Cuando me apoyo en él para ponerme en pie, descubro
que es más fuerte de lo que parece a simple vista, y que yo estoy más débil de
lo que imaginaba. Da igual, tengo que empezar a moverme o nunca podré escapar
de allí.
La
habitación contigua es un pequeño salón en el que hay una chimenea apagada,
cuatro sillas de madera y una mesa redonda de camilla. Junto a un viejo sillón
agujereado de quemaduras, encuentro la única ventana, que se halla cubierta por
una fea cortina de lana verde.
Le
pido al viejo que me conduzca hasta allí. Para mi alegría, noto que regresan
mis fuerzas con cada paso. Quizá no necesita más que un par de días de
recuperación, pero necesitaré alimentarme bien. Hasta ahora solo he tomado algo
de sopa y yogur.
Aparto
un trozo de cortina y atisbo el exterior con precaución. Fuera, reina el caos y
la destrucción.
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