martes, 12 de marzo de 2024

Capítulo 25. Un país en guerra

 


Mi habitación es un cuartucho sin ventanas que ocupa unos dos metros cuadrados. La cama en la que descanso probablemente pertenezca a un niño, ya que mis pies sobresalen por el borde y chocan con la pared. Y eso es lo más maravilloso de todo. Que soy capaz de sentir en mis dedos el frescor del empapelado.

Ahora estoy solo. Herda ha regresado a la cueva, como ella lo llama, y los niños se encuentran en el colegio, aunque, claro, ninguno de ellos sabe que yo estoy aquí. Creo que también hay un viejo por ahí, pero todavía no he llegado a verlo.

Por lo que sé, han transcurrido dos días con sus noches desde que me rescató de mi sepultura. Según ella, me hallaba inconsciente, a punto de sufrir una parada cardiorrespiratoria por la falta de oxígeno, así que supongo que le debo la vida por segunda vez.

Por otro lado, nada de esto hubiera pasado de no ser por su incompetencia. Este detalle, claro, nunca se lo he mencionado. Por desagradable que me pueda parecer, en estos momentos dependo de ella para sobrevivir.

Tras evaluar mi situación actual, he llegado a la conclusión de que ahora mismo me encuentro fuera de peligro, siempre y cuando la enfermera mantenga el pico cerrado. De todas formas, mi instinto me dice que no debo prolongar mi estancia en esta casa. Por lo que sé, me encuentro en un pequeño pueblo costero de Ucrania, cerca de Odesa, y ya se sabe lo que ocurre en los pueblos pequeños. Antes o después alguien notará algo raro, al viejo se le soltará la lengua o los niños comentarán en su colegio que hay un extranjero durmiendo en su cama. Este tipo de cosas terminan por saberse en estos sitios.

Incluso es posible que a estas alturas haya llegado a oídos de Rothko la extraña historia sobre el desconocido que vive con su enfermera. A mi viejo amigo no le costaría nada sumar dos y dos.

Herda me ha contado parte de la historia, al menos la que ella conoce. Fue Bohdan, el Cejas, quien sugirió a Simon Rothko la conveniencia de buscar un lugar más seguro para ocultar mi cuerpo. Incluso se barajó la posibilidad de mi incineración. Según la enfermera, Simon se opuso desde el principio a esa idea e insistió en que se me diera un enterramiento digno. Finalmente se escogió para mi inhumación un bosquecillo cercano a Odesa, junto a una arboleda de encinas. Ella tardó más de dos días en descubrir mi nuevo paradero, y solo gracias a que escuchó por casualidad una conversación entre varios de los hombres que participaron en el enterramiento.

La suerte, esta vez, estuvo de mi parte, supongo. Después de un día de búsqueda, halló un lugar donde la tierra parecía más oscura que el resto, señal de que había sido removida recientemente. No había llevado consigo ninguna herramienta para cavar, por lo que se vio obligada a escarbar con sus propias manos, que no tardaron en tropezar con la mía. Justo a tiempo, por lo que me explicó. Unos minutos más, y de nada hubieran servido sus esfuerzos para reanimarme.

Y aquí estoy. De milagro, pero vivo. La pregunta ahora no es si debo largarme de aquí, sino cuándo. Mi instinto me está alertando de que desaparezca lo antes posible, y en los últimos tiempos estoy aprendiendo a hacerle caso.

La puerta de mi habitación se abre, y unos ojos azules me observan con aire inquisitivo a través de la penumbra. Enseguida compruebo que no me miran directamente, sino que parecen contemplar un lugar indeterminado sobre mi cabeza. Ese hombre es ciego.

-¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? –pregunta en un dialecto cerrado del ucraniano.

-Soy un amigo.

-¿Amigo de mi hija? ¿O amigo de su marido?

Por el tono despectivo, deduzco que su yerno no gozaba de su aprecio precisamente, lo que confirma mis sospechas sobre la ocupación del marido de Herda, y el papel que jugaba en la organización de Rothko.

-No conocía a su marido. Herda me salvó la vida. Es mi enfermera.

-¿Enfermera? –el viejo arruga su boca desdentada y lanza un gargajo al suelo, muy cerca de sus propios pies-. Ella trabaja para ese mafioso, para ese hanhster…

-No sé nada de eso. Herda cuidaba de mí.

El ciego avanza hasta el centro de la habitación. Es más viejo de lo que pensaba, probablemente rondará los ochenta. Camina encorvado, apoyado en un nudoso bastón de madera que utiliza a modo de guía. Su rostro enjuto, surcado de arrugas y manchas grises, cubierto de una sombra de barba afeitada de modo irregular, carece de expresión. Cuando abre la boca, me doy cuenta de que se debe a que prácticamente no tiene dentadura.

-Tú eres otro mafioso, ¿no es verdad? Nunca debió traerte aquí. Esta es mi casa…  

La situación comienza a ponerse tensa, y no estoy seguro de que pueda seguir aguantando las impertinencias del ciego. Por otra parte, ¿qué puedo hacer? He intentado levantarme y, aunque he recuperado la sensibilidad en las piernas, todavía me siento muy débil. Necesitaré al menos un par de días para recuperar mis fuerzas.

En ese momento me sobresalta una explosión muy potente, no muy lejos de donde nos encontramos. Yo doy un salto en la cama, pero el viejo apenas se inmuta.

-¿Qué ha sido eso?

El ciego tuerce el gesto, al parecer sorprendido por mi pregunta.

-¿Dónde has estado, muchacho? ¿Cómo es posible que no sepas…? –De nuevo, otra explosión, mucho más próxima. El viejo aguarda a que cese el estrépito antes de añadir-: Son las salvas con las que nos saluda todas las mañanas ese hijo de puta ruso.

-¿Estamos en guerra?

-Desde hace una semana. El cerdo de Putin. Primero fue Crimea. Y antes Donetsk, Lugansk. Hay quien dice que su intención es terminar pronto, quizá con una bomba atómica… Pero ¿cómo es que no sabes nada? ¿Has estado encerrado en una cueva, acaso?

-Algo parecido.

Ha ocurrido tal y como yo predije. Comprendo ahora la prisa de Rothko por hacerse con todo mi negocio armamentístico, la audacia de su operación. Debe estar amasando una fortuna a mi costa. La noticia no es que me alegre, precisamente. Esperaba regresar a tiempo, antes de que la situación estallase. En fin, por lo menos sigo vivo.

-Ayer no bombardearon.

-Suelen lanzarlas durante la noche. Hoy es la primera vez que nos atacan por el día. Supongo que están comenzando a impacientarse. Pero no lo tendrán fácil –repone con cierto aire de regocijo.

Con mucho esfuerzo consigo incorporarme. Lo hago muy despacio para evitar el mareo de la última vez. Estaba solo, en la oscuridad, y me faltó muy poco para caer al suelo. Es la hora de la prudencia, por muchos deseos que tenga de ponerme en marcha.

-¿Sabe cuándo regresará Herda?

-¿Esa perra? –farfulla su boca desdentada-. Salió hace dos horas con los niños. Es lo único que sé.

Tendré que hacerlo solo, entonces. No voy a pedirle ayuda a ese viejo imbécil. Además, seguro que, aunque quisiera prestármela, terminaríamos rodando los dos por el suelo.  

-¿Qué haces? –me pregunta al escuchar mis esfuerzos.

-Quiero asomarme un momento.

-Mi hija ha dicho que nadie debe verte. Quédate en la cama.

-¿Cómo se llama?

-Vasili.

-¿Igual que su nieto?

-¿Cómo sabes…?

-Escuche, Vasili, si lo que desea es que me marche de su casa, será mejor que me ayude. Cuanto antes me restablezca, antes podrá librarse de mí. ¿No es eso lo que quiere?

El viejo parece meditarlo un momento. Al cabo de unos segundos, se acerca hasta la cama y me ofrece su brazo. Cuando me apoyo en él para ponerme en pie, descubro que es más fuerte de lo que parece a simple vista, y que yo estoy más débil de lo que imaginaba. Da igual, tengo que empezar a moverme o nunca podré escapar de allí.

La habitación contigua es un pequeño salón en el que hay una chimenea apagada, cuatro sillas de madera y una mesa redonda de camilla. Junto a un viejo sillón agujereado de quemaduras, encuentro la única ventana, que se halla cubierta por una fea cortina de lana verde.

Le pido al viejo que me conduzca hasta allí. Para mi alegría, noto que regresan mis fuerzas con cada paso. Quizá no necesita más que un par de días de recuperación, pero necesitaré alimentarme bien. Hasta ahora solo he tomado algo de sopa y yogur.

Aparto un trozo de cortina y atisbo el exterior con precaución. Fuera, reina el caos y la destrucción.

 

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