lunes, 27 de mayo de 2024

Capítulo 33. Cuestión de prioridades

 



El bulto gime de dolor. Le dirijo una mirada rápida, ya que estoy esperando la llegada del grandullón, pero es suficiente para confirmar mis sospechas. Se trata de una mujer. Joven, casi una niña, a juzgar por su voz y su tamaño. No pierdo el tiempo con ella. Repto hacia el muerto y le sustraigo las gafas de visión nocturna. Después lo empujo detrás de la puerta, a sabiendas de que será el primer lugar que compruebe el mercenario. Luego me escondo al otro lado del mostrador, junto al bulto de la muchacha, que me servirá de escudo en caso de que decida disparar primero y preguntar después.

Y hago bien, porque una larga ráfaga precede la entrada del militar. Algunas de sus balas impactan en el cuerpo de su superior, al que yo creía muerto. Un gemido prolongado, su último estertor, me informan de que me equivocaba.

No me ha visto. Aprovecho su pausa para recargar, le apunto al cuerpo, rogando para que aún me quede munición en el arma, y aprieto el gatillo: KA-PA-KA-PA-KA-PA. El grandullón también cae, en el mismo umbral de la puerta de la gasolinera.

-Por favor… ayuda… -se lamenta el bulto que hay a mi lado.

Me arrastro hasta el soldado al que acabo de tirotear para comprobar que está muerto. No lo estaba. Tengo que dispararle de nuevo, esta vez a la cabeza, que rebota contra el suelo a consecuencia del impacto. La mitad de su cara, todavía protegida por el casco y las gafas de visión nocturna, desaparece. Después me asomo a la ventana más cercana y vigilo durante unos minutos. Nada se mueve, nadie se acerca. Estamos solos.

Ahora sí, me intereso por la muchacha; necesito información.

-¿Quién eres tú? ¿Quiénes eran ellos? ¿Qué hacían aquí?

-Socorro… Mi hermana… -me suplica, dirigiendo su mirada a la parte de atrás del mostrador.

Allí hay una niña, de unos ocho años aproximadamente, completamente desnuda. Las piernas abiertas, separadas, los muslos ensangrentados. No le veo la cara, cubierta de sangre y porquería. Está muerta.

-Ayuda…

Se ha quitado la manta mugrienta que la cubre y ahora puedo ver su cuerpo, tan maltratado como el de su hermana. No debe haber cumplido los catorce años. Ni siquiera puedo imaginarme su historia. Es probable que los mercenarios que acabo de ejecutar las hayan secuestrado de su casa, o que sean las supervivientes de algún ataque furtivo en la ciudad. O quizá, simplemente, tuvieron la mala suerte de pasar por allí. Es probable que sus padres hayan muerto, igual que su hermana. Así es la guerra.

He cambiado de idea. La chica no me es útil. Y tampoco creo que esté en condiciones de proporcionarme ninguna información de valor.

-Ayuda… Por favor.

Registro los cuerpos de los soldados muertos y me incauto de munición y algo de comida que llevaban encima. Dejo el dinero. No creo que me sirva de nada a partir de ahora. Luego abandono aquel edificio infausto y regreso a mi camión. Esta vez, puedo repostar sin problemas. Lleno el tanque y salgo pitando de allí.

Rodearé Borodianka, la ciudad maldita, y continuaré viaje hasta la frontera con Polonia. Esta vez, sin paradas. Luego encontraré la forma de regresar a España, a Madrid.

Luego…

Luego llegará el momento de ajustar cuentas.

jueves, 9 de mayo de 2024

Capítulo 32. Mercenarios o comadrejas

 


 

El camión es un viejo Nissan con más de treinta años. La ballesta cruje como un demonio cada vez que hundo sus ruedas en cualquiera de los socavones que cubren la maltrecha calzada. A pesar de todo, el viaje transcurre sin incidencias hasta Borodianka.

A medida que avanza la noche, el aire comienza a llenarse de los familiares ecos de los bombardeos. El estruendo proviene de Kiev, que está siendo acometida por el ejército ruso. Si cae esta noche, el resto del país también caerá, como un castillo de naipes arrastrado por el viento. Da igual. Gente que mata a gente… ¿Qué importan estos o aquellos?

Espigas de trigo amarilleando el suelo. Gotas de lluvia cayendo en el océano. Césped recién cortado sobre la hierba.

Pero no me gusta. Es peligroso. Aunque el frente está ahora en Kiev, el ruso es un ejército indisciplinado, mercenario, sin honor. Podría encontrarme con batallones sueltos, con algún lobo solitario, y yo estoy débil e inerme. Anatoly no tenía en sus bolsillos más que un teléfono móvil y un puñado de grivnas, que ya he juntado con el dinero que encontré entre las ropas de los dos viejos de Fontanka.

El móvil está desbloqueado. Podría intentar una llamada a España, pero no lo haré hasta no estar seguro de quién o quiénes me traicionaron. Eso, con suerte, sucederá muy pronto. Mientras tanto, solo me queda la opción de sobrevivir, sea como sea.

Llego a Borodianka. Maldita ciudad. Maldita. Tengo que detenerme porque el chivato de la reserva está encendido desde Kiev. Calculo que me queda gasolina para treinta o cuarenta kilómetros como mucho.

A la entrada de esta ciudad, que no es más que una calle hipertrofiada, encuentro una gasolinera que aún permanece en pie. Es noche cerrada, y no se observa movimiento por los alrededores. A pesar de todo, detengo el camión y apago el motor y las luces. Bajo el cristal y aguzo el oído, pero solo me llega el retumbar de las bombas que arrecian sobre la capital. Me separan sesenta kilómetros, pero da la sensación de que estuvieran cayendo allí mismo.

No me queda más remedio que intentarlo, si no quiero renunciar al camión. Arranco de nuevo y avanzo hasta situarme junto a uno de los surtidores. No espero que venga nadie a atenderme, es más que obvio que el lugar lleva abandonado algún tiempo. Quizá ni siquiera queda gasolina en los depósitos.

El grito, más bien jadeo, llega a mis oídos en el preciso instante en el que extraigo la manguera. Proviene del interior de la gasolinera, una construcción muy similar a cualquiera de las que se pueden encontrar en España.

¿Qué hacer? El sonido que acabo de escuchar resulta poco tranquilizador. Podría tratarse de un grupo de soldados ensañándose con alguna desventurada, o algo peor. Tengo que salir de allí.

Pero en el momento en que vuelvo a dejar la manguera en su sitio, noto en mi nuca el frío contacto de un cañón.

-El menor movimiento y eres hombre muerto –me ordena alguien en perfecto ruso.

-Has sido muy silencioso.

-¿De verdad? –replica con sarcasmo. Y añade en tono más perentorio-: ¡Camina, vamos!

Me conduce al interior de la tienda, cuya puerta se abre de improviso. Una cabeza de la que solo puedo distinguir un casco y unas gruesas gafas nocturnas nos hace signos para que entremos. Nada más atravesar el umbral, recibo una fuerte patada en la espalda que me arroja al suelo.

-Sois muy amables.

-Cállate, imbécil –contesta mi captor. Es un hombre alto y de complexión fuerte. Es lo único que puedo ver de él, ya que tiene el rostro totalmente cubierto como su compañero.

Son dos. Tienen el uniforme gastado y las botas sucias, agujereadas. Además, no llevan insignias ni galones. Mercenarios. Probablemente desertores.

-¿Quién eres? –me pregunta el que nos ha abierto la puerta, varios centímetros más bajo que su compañero. A pesar de ello, su voz chillona y autoritaria me hace pensar que es quien lleva la voz cantante en esa sociedad.

-Un civil que huye, nada más.

-¿Estás solo?

-Sí. Intento llegar a la frontera con Polonia. –Señalo al exterior con la cabeza-. Ese de ahí fuera es mi camión. Registradlo, si queréis, está vacío.

En ese momento se oye un gemido. Hay alguien más con nosotros.

Intento volverme, pero solo alcanzo a ver una sombra, un bulto pequeño que tiembla junto al mostrador de la tienda. La bota del grandullón me obliga a quedarme quieto con una patada en el estómago.

-Eso no te incumbe –me espeta el jefe. Luego, dirigiéndose a su compañero-. Comprueba si es cierto lo que dice sobre el camión. ¿Y las llaves?

-En el contacto.

El grandullón sale de la tienda, dejándome a solas con su superior y el bulto tembloroso del suelo.  

-¿Sois desertores?

-Calla la boca, si quieres vivir.

Suelto una carcajada que el soldado recibe con sorpresa. Se levanta las gafas y puedo verle los ojos. Son de comadreja. Astutos y serviles.

-¿De qué me va a servir? Vais a matarme igual. Sois mercenarios de Wagner, ¿verdad? Carniceros a sueldo…

El soldado reacciona como yo esperaba. Levanta su fusil, un AK-12 de asalto, y trata de golpearme en la cabeza. En cuanto se halla a mi alcance lo sujeto con las dos manos, apartando de mí el cañón, y tiro con todas mis fuerzas.

-¡Cerdo! –protesta, al verse desarmado-. Entonces se vuelve hacia la puerta, no sé si con intención de huir o de avisar a su compañero.

Evidentemente, no puedo permitirlo.

Desde el suelo, le envío una ráfaga. La comadreja ejecuta un baile acrobático y se desploma como un muñeco desinflado.  

miércoles, 1 de mayo de 2024

Capítulo 31. Qué bello es vivir

 


El viaje termina para Anatoly –así se llama el infeliz conductor- cuando dejamos de ver los últimos tejados de Kiev.

Casualmente, nada más abandonar la ciudad me entran unas ganas terribles de mear. Escojo un tramo de carretera de aspecto apocalíptico y le ruego a Anatoly que detenga el camión. No parece muy convencido. Recibe mi propuesta con un mohín de desagrado, pero no encuentra ninguna excusa para negarse a atender mi petición.

Los bombardeos han hecho estragos en la calzada, repleta de cráteres de tamaño irregular. El lugar elegido se encuentra rodeado de casas semiderruidas y campos de trigo calcinados. No hay un alma a la vista.

Si la hubiera, tampoco me importaría.

-Lo siento mucho –me disculpo al bajar del camión.  

-No hay problema, amigo, pero dese prisa –responde, vigilando el cielo. Creo que se arrepiente de haber aceptado mi propuesta. Son las cinco de la tarde y el sol ya comienza a declinar.

Camino unos metros de modo errático, como si anduviera buscando el lugar adecuado, y en cuanto me pierde de vista rodeo completamente el camión para situarme de nuevo junto a la puerta del conductor. Veo su brazo, asomando por la ventana, pero él no me ve a mí. Está silbando una tonada que acompaña de ridículos canturreos. Debe ser alguna canción popular ucraniana.

Creo haber dicho en alguna parte que durante estos años me he dedicado a ejercitar mis brazos. Una manera de compensar mi invalidez, supongo. Trabajo intenso, duro, constante, que hoy por fin da sus frutos.

Sinceramente, dudo que existan muchas personas en el mundo capaces estrangular a un varón adulto con una sola mano.

Pagaría por saber lo que pasa por la cabeza de este hombre durante el minuto largo que dura su agonía. Sus ojos permanecen clavados en los míos todo el tiempo. Por ellos desfilan la sorpresa, la incredulidad, el miedo y, al final, una cruda resignación. Yo no aparto la mirada en ningún momento, tratando de desentrañar esos últimos instantes de vida.

No me considero un sádico. De hecho, me desagrada profundamente matar a una persona, salvo que sea necesario. La tortura tampoco me satisface. Es un recurso. Un recurso útil, la mayoría de las veces. Forma parte del trabajo.

Pero he de confesar que siempre he sentido curiosidad por esos postreros momentos en los que la persona sabe, tiene la certeza absoluta, de que va a morir. Se ha dicho que tu vida entera pasa ante tus ojos, como una película de cine. Yo siempre he pensado que eso no son más que gilipolleces románticas. En la mente de este pobre hombre solo está mi cara, mi mano, mis ojos, el deseo de vivir, la incapacidad de luchar. Solo eso, y nada más.

Cuando todo termina, arrojo su cuerpo a la cuneta más cercana. Me ha costado un poco bajarlo. Mis brazos no pueden compensar del todo la debilidad de mis piernas, todavía atrofiadas por el largo período de inactividad. Antes de regresar al camión, con el que espero alcanzar Polonia, me veo obligado a descansar junto a la puerta abierta. A pesar del frío (cómo echo de menos la calidez de mi país), un pegajoso chorrete de sudor me recorre la espalda hasta humedecer mi ropa interior. En otra época me habría causado malestar, pero los acontecimientos de las últimas semanas han hecho de mí una persona más paciente.

Capítulo 34. El Renacido

  El resto del viaje hasta Polonia transcurrió sin sobresaltos importantes. Tuve que abandonar el camión poco después de dejar Leópolis, a...