lunes, 22 de abril de 2024

Capítulo 30. Siempre me sorprende la ingenuidad de la gente

 




Despierto con la sensación de haber descansado durante toda una semana. La mujer que se interesó por el estado de Lisa me contempla con su eterna sonrisa, sentada en el suelo del remolque y con la espalda apoyada sobre una caja de cartón que probablemente guarde lo poco que le queda en la vida. Después me entero de que su marido lucha en el frente y que no tiene noticias de él desde hace más de una semana.

Me dice que Lisa ha tomado un poco de pan y unos sorbos de agua de su cantimplora, pero que sigue desconectada. Ya no está en mis brazos, sino que descansa sobre una manta en el suelo. Me acerco a ella y la observo con detenimiento. Creo que hay un cambio en sus ojos, que empieza a reaccionar. Soy consciente de que cuando vuelva en sí tendré un problema, pero ya cruzaré ese puente en su momento.

Hemos avanzado lo suficiente como para dejar atrás lo peor de la guerra, es lo que se comenta en el interior del camión. No han visto tropas rusas desde que salimos de Fontanka, y ahora nos encontramos a pocos kilómetros de Kiev. Es el destino final para la mayoría de mis compañeros de viaje.

Pregunto si alguien tiene planeado continuar camino hasta Polonia. Algunos vuelven la cabeza, otros me miran con extrañeza.

-En Kiev estaremos seguros. No se atreverán a bombardearla. Europa y Estados Unidos no se lo permitirían –me asegura un chico joven que viaja con su esposa y un bebé de meses.

Los demás asienten, dándole la razón. Yo oculto una sonrisa. Me sorprende la ingenuidad de esta gente a pesar de la experiencia vivida. Todavía no quieren aceptar el desastre que se avecina. Muy bien, pronto tendrán que hacerlo.

En cualquier caso, me urge encontrar un medio de transporte, ya que aún nos separan novecientos kilómetros de mi destino. Necesitaré hablar a solas con el conductor en cuanto se detenga.

La niña parpadea y mueve la cabeza en todas direcciones. Después nos mira a todos con sorpresa, deteniéndose finalmente en mí.

-Hola, Lisa. Ya era hora de que regresaras –le digo en el tono más afectuoso que puedo.  

Vuelve a parpadear, y su rostro enrojece de angustia. Está claro que no me reconoce.

Creo que acabo de llegar al dichoso puente. Ahora toca cruzarlo.

-Soy tu tío Iván, el de España, ¿no te acuerdas? Estaba con vosotros cuando cayeron las bombas.

Ella persiste en su silencio. Por su rostro comienzan a rodar gruesas lágrimas que se oscurecen al contacto con su piel tiznada. La mujer que la ha cuidado mientras dormía se apresura a limpiárselas con un pañuelo, más sucio si cabe que el rostro de la niña.

-¿Y mamá…? ¿Y mi hermano?

La miro con gravedad sin contestar, tan solo un leve movimiento negativo de mi cabeza. Ella comprende. Rompe a llorar y se arroja a los brazos de la mujer, que la recibe con gesto conmovido.

Valoro mis opciones. Quizá sea esta una buena oportunidad para deshacerme de la cría. He logrado llegar a Kiev, y no sé lo que me encontraré más adelante, ya que carezco de medios para informarme sobre el estado de la guerra. Podría suponer un estorbo para lo que me resta de viaje.

-Señora –le digo, aprovechando el momento de cercanía-. Por diversas razones yo he proseguir viaje hasta Polonia. Tal y como están las cosas, sería peligroso para la pobre Lisa. Además, necesita descanso y atención médica. ¿Podría usted hacerse cargo de ella temporalmente?

-Pero… no me conoce… ni yo a usted.

-No hace falta. Me parece una buena persona y sé que cuidará de ella. Y sería solo durante pocos días. En cuanto me sea posible regresaré para llevarla a España. Tome, aquí tiene mi teléfono –le digo, apuntándole en un papel el primer número que me viene a la cabeza, junto a mi nombre falso.  

Ella mira a su propia hija, la joven que me ayudó a subir con la niña al camión, que asiente con aire trémulo.

-Supongo… supongo que es lo mejor, dadas las circunstancias. Está bien, señor… -lee la nota que acabo de entregarle- Kovalenko. La cuidaré lo mejor que pueda hasta su vuelta.

-Estoy seguro de ello. Muchas gracias.

Una hora después el camión se detiene y todos comienzan a descender con perezosa lentitud. La mujer me ha proporcionado sus datos de contacto, que yo finjo grabar en mi teléfono móvil. Se llama Halyna no-sé-cuántos. También me presenta a su hija Anna. Un placer en conocerlas, les digo, feliz de poder deshacerme de la niña.

El camión ha estacionado en un arrabal de Kiev, donde aguarda un autobús con el motor en marcha. Imagino que la llegada de refugiados debe ser el pan de cada día y la ciudad ha habilitado transporte para ellos. El conductor me informa que la mayoría serán trasladados a un pabellón deportivo donde se ha organizado una especie de refugio.

-¿Y usted? Dicen que sigue camino hasta la frontera con Polonia.

-Así es. Por esa razón quería pedirle el favor…

-No, no. –El joven parece asustado-. Yo no puedo llevarle más lejos. Debo regresar a Fontanka. Acaban de anunciar nuevos bombardeos en el puerto de Odesa.

-Lo comprendo, pero no me ha entendido. Solo quiero que me lleve al siguiente pueblo, Nyvky. Creo que está a media hora de Kiev. Le pagaré bien, se lo prometo.

El joven vacila durante un breve segundo, pero enseguida veo que su semblante se ha aclarado y en sus ojos ahora brilla el interés. Un dinero fácil, debe estar pensando, que le permitirá comprar ropa y alimentos.

-Pago en euros –le digo para terminar de convencerle.

-Está bien, suba a la cabina antes de que me arrepienta.

-¿Podría ayudarme con mis bártulos? Tengo una herida en la pierna, y todavía me cuesta andar.

-No hay problema –responde con una amplia sonrisa.

Siempre me sorprende la ingenuidad de la gente. De veras.

 

viernes, 12 de abril de 2024

Capítulo 29. Pasajeros de la miseria

 




Tengo que parar. Hemos llegado a las afueras del pueblo, y ahora avanzamos por una carretera secundaria que cruza campo abierto, donde corremos el riesgo ser interceptados por cualquier patrulla del ejército. Mis piernas todavía no están preparadas. Aunque soy capaz de caminar con alguna dificultad, me fatigo enseguida. A ello se suma el peso muerto de la niña que transporto sobre mis hombros.

Me planteo abandonarla allí mismo, junto a la carretera, y adentrarme en el bosque circundante, pero desecho la idea. Sospecho que no llegaría muy lejos. Además, comienzo a intuir que esa niña me ha de ser útil en el futuro, y si en algo confío ahora es en mi propio instinto.

De pronto, llega hasta nosotros el rumor lejano de un vehículo aproximándose. Por el estruendo que produce el motor, debe tratarse de un camión grande. Tomo una decisión rápida, de nuevo, guiado por mi intuición. Me aparto de la carretera para sentarme en el arcén, junto a una roca del camino. Acomodo a la niña entre mis brazos, como si estuviera acunándola, y saco algo de comida y un poco de agua.

Se trata de un camión civil, probablemente cargado de familias que huyen de los bombardeos. Cuando llegan a mi altura, levanto un brazo para pedir ayuda. El conductor reduce la velocidad hasta detenerse del todo al llegar a nuestra altura. Un hombre joven, casi adolescente. Su rostro afilado está cubierto de magulladuras y tiene un ojo amoratado.

-¿Estás solo? –me pregunta, bajando la ventanilla.

-Viajo con mi sobrina enferma.

-No pareces de aquí –me recrimina al escuchar mi acento. 

-Tranquilo, amigo, no soy ningún espía ruso. Nací en Ucrania, pero he vivido en España desde niño. Me alojaba con mi hermana, Herda Kovalenko. –Por fortuna, recuerdo el apellido de la enfermera-. Era la madre de Lisa. Murió durante el bombardeo, junto con el resto de nuestra familia.

Lo he apostado todo a una carta. Si en ese camión viaja algún conocido de Herda, estoy perdido, porque sabrá que no existe el hermano español. Sin embargo, ¿qué salida tengo?

-De acuerdo, podéis subir si queréis. No queda mucho espacio, pero no puedo dejaros aquí. La niña no sobreviviría. Los rusos… no se dedican solo a matar –añade rabioso.

No tengo que pedirle aclaraciones, deduzco que se está refiriendo a las violaciones que suelen cometer la mayoría de los ejércitos cuando invaden un país. Es algo que no ha cambiado con el paso de los siglos.

Alguien me ayuda con la niña. Una chica joven, que afortunadamente no da muestras de reconocerla. Lisa no se inmuta, sus ojos ni siquiera parpadean, y su cuerpo se ha convertido en un trozo de cera flexible, un juguete de plastilina.

-¿Qué le sucede? –me pregunta.

-No lo sé. Está así desde el bombardeo.

-Se le pasará –afirma convencida.

Yo no estoy tan seguro.

En el remolque me toca compartir espacio con otras ocho personas en algo menos de seis metros cuadrados. La mayoría son mujeres con sus hijos pequeños, y veo a un par de ancianos, como los que me encontré en mitad de la calle hace unas horas. Al menos, no pasaré frío.

Hacinado entre esta gente miserable, mientras soporto la pestilencia a sudor y sangre que desprenden, no puedo evitar acordarme de mi lujoso ático en Madrid. Sobre todo, añoro mi cama, mi cama. También me hago preguntas acerca de lo que me espera a mi regreso. Sobre el papel, nada de aquello me pertenece ya. Aunque guardo un as en la manga. Alguien que ha pasado por lo que yo he pasado, sabe que siempre debe haber un plan B. Y yo tengo listo un plan B para mi plan B.

Pero aún queda mucho para llegar a eso.  

-Espero que su hija se recupere –me dice una de las mujeres en tono amable. Debe ser la madre o la hermana mayor de la que me ha ayudado con la niña.

-No es mi hija, sino mi sobrina. Yo también lo espero. Es lo que más preocupa en el mundo en estos momentos.

-Dios velará por ella –me asegura, y esboza una insulsa sonrisa.

En lugar de contestar, cierro los ojos y trato de dormir. Yo también necesito recuperarme.

 

 

jueves, 4 de abril de 2024

Capítulo 28. Catatónica

 



Lo primero que noto es el frío. Por lo que sé, nos hallamos a primeros de marzo, un mes gélido en esta parte de Europa. El calor de la niña, acurrucada sobre mi pecho, proporciona un poco de alivio, pero enseguida me doy cuenta de que tengo que buscar algo de abrigo.

La solución se presenta cuando apenas he recorrido un par de calles. Una pareja de ancianos yace boca arriba en medio de la carretera, todavía cogidos de la mano. Cuando me acerco, descubro que no han muerto a causa del bombardeo; un racimo de orificios de bala recorre ambos cuerpos, desde la cintura hasta la cara. Sus ojos abiertos todavía brillan en mitad de la noche. Por su expresión de sorpresa, deduzco que no han llegado a ver al autor de los disparos.

Por suerte, viajaban abrigados.

Dejo a la niña sobre la acera, y después de echar una ojeada alrededor por si todavía anduviese cerca el autor de los disparos, despojo a los dos viejos de sus anoraks. Aunque perforados, servirán de momento. La niña, Lisa, me contempla en silencio desde una acera cercana, sorbiéndose los mocos. Tiene la mirada perdida. Tanto mejor, si está en shock, no podrá ocasionarme problemas

Después registro sus cuerpos, en los que no encuentro más que papeles sin valor y un puñado de grivnas, la moneda oficial ucraniana. Cuento cuatro billetes de quinientos y dos de mil, al cambio, unos cien euros. En las mochilas, hay comida.

No han sido ladrones comunes, por tanto, sino soldados rusos que probablemente llevaban cierta prisa.

-Toma –le digo a la niña, arrojándole el abrigo de la vieja-. Póntelo.

La niña no responde. Ni siquiera hace ademán de coger la prenda, a pesar de que está tiritando. Solo me observa con sus grandes ojos azules carentes de expresión.

Cuando termino con los ancianos, me acerco a ella y la examino con más atención. Sus pupilas son dos puntos diminutos que parecen dibujados sobre el iris, como los de una muñeca.

Catatónica.

La envuelvo yo mismo en el abrigo y me la echo al hombro, como si fuera un fardo. En estos momentos no deseo perderla, si me tropezara con alguna avanzadilla, esta cría podría serme de gran utilidad. De hecho, su actual estado supone una ventaja. Me permitirá inventar cualquier historia sin miedo a que la niña me desmienta.

Y ahora, ¿qué?

Lo primero, buscar un transporte, el que sea. No llegaremos muy lejos a pie, y no solo por las condiciones atmosféricas. La pareja de ancianos que acabo de desvalijar es la prueba de ello. Por otra parte, la frontera con Polonia está a más de mil trescientos kilómetros de mi posición. Mil trescientos kilómetros de llanura, bosque y pueblos devastados donde podemos encontrarnos tropas de cualquiera de los dos bandos. 

Pero no hay nada a mi alrededor. Las calles permanecen desiertas, ningún vehículo se atreve a aventurarse. Nadie, nada, salvo nosotros, la niña y yo. Echo a andar pegado a las paredes de los edificios que aún se tienen en pie sin dejar de observar a mi alrededor. A causa de mi encierro, no sé mucho sobre los acontecimientos de la guerra, pero sí bastante acerca del comportamiento humano. Por regla general, la gente es estúpida y cobarde. Imagino que, en estos momentos, mientras huimos en mitad de la noche helada, estamos siendo observados por miles de ojos desde las ventanas aparentemente cegadas que nos rodean.

No se atreverán a ayudarnos, y tampoco lo pretendo. Para mí es suficiente que nadie se entrometa.

 

Capítulo 34. El Renacido

  El resto del viaje hasta Polonia transcurrió sin sobresaltos importantes. Tuve que abandonar el camión poco después de dejar Leópolis, a...