martes, 28 de noviembre de 2023

Capítulo 2. Cosas que me relajan

 


Carlos es un tipo eficiente y preciso, un tipo de fiar. De los que no dejan que crezca la hierba bajo sus pies. Creo firmemente en la idea de que para cierta clase de trabajos resulta más útil el propio instinto que un exceso de preparación, y en este sentido las cualidades de Carlos son indiscutibles.

En el pasado se dedicaba a secuestrar y asesinar por encargo. Lo atraparon, como era previsible, pero José María consiguió librarlo de la cárcel gracias a una argucia legal. Sus hazañas habían sido ampliamente ventiladas por los medios de comunicación, que llegaron a tildarlo de enemigo público número uno, así que le pedí al abogado que concertara una reunión con él. En cuanto lo vi, supe que había encontrado a mi hombre. El tipo de persona que nunca me diría que no, que no pondría excusas, que jamás vacilaría en su empeño. En definitiva, Carlos era el hombre que andaba buscando, así que lo recluté. 

Hasta el día de hoy, no he tenido motivo de queja por su trabajo.

Mi teléfono móvil suena en cuanto cierro la puerta de mi despacho. Es Reus.

-Acaban de llamar de Lausana, la doctora Bloch en persona. Se la paso.

Se escucha un tono de llamada, y enseguida la voz áspera de mujer, en holandés:

-¿Kingsman?

-Soy yo.

-Tenemos buenas noticias. Los últimos ensayos han finalizado con éxito, por lo que pasamos a fase II.

-Y eso qué significa.

-Significa que quizá, con suerte, dentro de un año podremos empezar a experimentar con humanos. Será su oportunidad…

-Eso no es aceptable, doctora. Debemos hacerlo inmediatamente.

-Imposible.

De nuevo, respiro hondo. Hoy está resultando un día entretenido.

-No voy a discutir con usted, doctora. La semana que viene viajaré a Suiza, acompañado de mi gente de confianza. Dispóngalo todo. –Hago una pausa. Una pausa larga, pero ella guarda silencio-. Hágalo o perderán mi subvención. Y no será lo único que pierdan, puede estar segura.

-Señor Kingsman… -aunque trata de contener la voz, me resulta fácil detectar su miedo. Eso me alivia-. Debe comprender… tiene que hacerlo… la importancia de este descubrimiento… si no se sigue el protocolo del experimento… las consecuencias...

Cuelgo el teléfono. Después, llamo a Reus.

-Prepara las cosas. La semana que viene salimos para Lausana.

-¿Buenas noticias?

-Excelentes.

Me acerco de nuevo a la ventana y contemplo la ciudad. Me gusta mirarla. Las calles atestadas de humanidad; seres insignificantes que caminan sin rumbo con la cara pegada a un teléfono móvil que parece formar parte de su anatomía. Desde mi altura puedo ver cómo tropiezan, odian, son felices o desgraciados. Pobres miserables. A veces escucho sus gritos en mi cabeza.

Me relaja. Me relaja mucho. 

Imagino que tengo entre mis manos un fusil de precisión, apuntando a la cabeza de cualquiera de ellos, y que aprieto el gatillo. Lo veo a él, a ella, caer al suelo con la cabeza destrozada, manchando la acera de sangre y restos cerebrales. Acabo de detener su reloj en un instante, lo he dejado sin tiempo. Así, puf, de un plumazo.

Los demás corren, como hormigas asustadas por el pisotón de un niño. Tratan de escapar de esa muerte que ha irrumpido de repente en sus vidas. Pero no todos lo consiguen. 

No, no todos.

 

Hace dos años, Elsa Bloch y su equipo lograron lo que hasta entonces parecía imposible. Un tratamiento experimental basado en el trasplante de células madre consiguió que un par de ratas parapléjicas volviera a caminar. De inmediato me puse en contacto con ellos. No lo hice directamente, sino a través de una de mis empresas pantalla especializada en la fabricación de medicamentos. Fueron muy receptivos desde el principio, y su interés se acrecentó cuando sugerí la posibilidad de financiar su investigación.

Qué individuos más ingenuos, estos científicos. Para ellos es legítimo que sean otros quienes paguen sus jueguecitos; al fin y al cabo, trabajan en favor de la Humanidad. No tienen mucha idea de cómo funciona este mundo. El dinero, claro, es lo que mueve todo. El capital es quien forja los ideales, o los destruye si es lo que interesa. Puede aniquilar países, desmembrarlos, reducirlos a cenizas. Las guerras en las que cada día mueren miles de personas tienen por único objeto servir a quienes ostentan el poder económico. Golpes de Estado, sublevaciones nacionales, terrorismo, pandemias… Todo eso y más, mucho más.

Al cabo de un año, había transferido más de diez millones de euros a la clínica donde realizaban sus ensayos. Aunque, en realidad, había hecho mucho más que eso. Elsa Bloch no lo sabe, pero dos de los becarios que integran su equipo están pagados por mí.

Es una pena, lo pienso a veces, que se aboliera la esclavitud. Me hubiera facilitado mucho las cosas poder comprarla a ella también. Qué estupidez. De todas formas, la moralista sociedad moderna ha concebido en su lugar otro tipo de esclavos. Elsa Bloch lo es, sin saberlo, igual que los miles de miserables que pululan por las calles de la ciudad que contemplo en este instante.

Volveré a caminar. La sola idea me vuelve loco. Sentir mis pies, apoyarlos en el suelo y pisar con fuerza.

 

 

Las novedades recibidas me han levantado el ánimo. Me apetece salir un poco a que me dé el aire. Aviso a Reus y me encamino hacia mi ascensor privado. Se trata de un modelo único al que se accede exclusivamente por huella dactilar. Además, está fabricado a prueba de incendios y sabotajes. Rothko, del que espero deshacerme pronto, me ha obligado a extremar mis medidas de protección en los últimos meses.

En el vestíbulo me reciben dos vigilantes. Uno de ellos hace el ademán de sujetar mi silla por detrás con intención de guiarla, pero afortunadamente su compañero le advierte con un gesto. 

-Perdón… -balbucea.

No digo nada, pero grabo en mi mente el nombre que figura en su placa para asegurarme de que sea despedido, tanto él como el imbécil que lo contrató. Mi edificio, huelga decirlo, es el que goza de mayor movilidad laboral de toda la ciudad.

Roberto me aguarda en la salida, con la puerta del Jeep abierta. Lleva dos años trabajando para mí, y eso es decir mucho. Me gusta su aspecto; cejas espesas y ojos negros y turbios, como sin vida. En la práctica es mudo; habla solo cuando le pregunto.

Fue policía en los noventa, pero cometió el error de cargarse a un tipo que maltrataba a su esposa en mitad de la calle. La retenía en el suelo, con una navaja apretando su cuello, y amenazaba con degollarla allí mismo si no aceptaba volver con él. En el juicio, la mujer lo negó todo, hasta la navaja. Lo condenaron por homicidio y fue expulsado del cuerpo. Se sumió en una depresión y comenzó a beber. Entonces su esposa le pidió el divorcio y tuvo que marcharse de casa. Cuando lo encontré, trabajaba de gorila en un puticlub a cambio de techo y comida.

Ahora nunca bebe.

-¿A dónde?

-Me apetece darme una vuelta por las fábricas. No es necesario que informes a nadie. Prefiero que sea una sorpresa.

Roberto asiente de forma muy leve. Tanto, que resulta imperceptible para cualquiera que no sea yo. Nos vamos conociendo.

Llamo fábricas a los negocios que mantengo en la ciudad. Un par de casas de apuestas, varios clubs nocturnos, un edificio abandonado en las afueras donde blanqueo parte de mi dinero. Y la Bolsa de Madrid, claro. La alcancía gorda, como yo la llamo. Ahí es donde se encuentra el auténtico capital, donde he amasado la mayor parte mi fortuna. Podría decir que el resto es accesorio. Pura diversión. Me gusta mantenerme en contacto con estos ambientes turbios, donde todo es tan primitivo y  sucio. Me recuerda quién soy, de dónde vengo.

Aquí, entre esta gente que no dudaría en meterte una bala en la cabeza por una ofensa, encuentro más verdad que en cualquiera de los despachos de ladrones vestidos de pingüino en los que me muevo habitualmente. Además, me proporciona ciertas “satisfacciones”.

 

domingo, 26 de noviembre de 2023

BREVE DESCRIPCIÓN DEL BLOG



Este blog nace con el propósito de publicar en formato abierto y gratuito la novela titulada "Yo soy Ángel Salazar". 


Ángel es el protagonista de la Trilogía del Psicópata, compuesta de los títulos: Confesiones de un psicópata adolescente, El rostro de la locura y No mires atrás. En la historia que os presento han transcurrido diez años desde su última aparición, pero no es imprescindible haber leído ninguna de ellas para seguir la trama que os presento ahora. 


Todos los miércoles, a la hora del café, publicaré un nuevo capítulo que podréis leer de forma gratuita exclusivamente en este blog, ya que de momento no hay planes para editar la novela en un formato tradicional. Se agradecerá cualquier comentario, incluso crítico. Con esta experiencia busco precisamente esa interacción con el lector que resulta imposible mantener en los libros tradicionales.


Una última advertencia, MUY IMPORTANTE: No leas esta historia si te consideras una persona impresionable. La historia que aquí narro incluye escenas truculentas, algunas de gran violencia, y no me hago responsable si en algún momento resulta herida tu sensibilidad. Hay otros autores, otros libros, otras historias que podrían convenirte más que las andanzas de este malnacido llamado Ángel Salazar. 

miércoles, 22 de noviembre de 2023

Capítulo 1. Mi equipo

 


1

No tengo más que acariciar el teclado de mi silla de ruedas para situarme frente a la ventana de mi despacho. Un cristal azul templado, transparente solo desde este lado, que me proporciona una panorámica completa de la ciudad.

Soy consciente de que muchos matarían por tener lo que yo tengo. De hecho, ese es el problema. Probablemente acabarían consiguiéndolo, si no me hubiese preocupado de matarlos yo primero. Es curioso. Al parecer, he luchado toda mi vida para escalar hasta este lujoso ático construido en el mejor rascacielos de la ciudad más importante del país y, sin embargo, ahora que lo he conseguido me doy cuenta de que no es más que el primer peldaño de una larga escalera. Una escalera mecánica, de esas que te conducen hacia arriba, indefectiblemente, siempre hacia arriba…

Eso es, ahí está la imagen, la de una escalera infinita, eterna, una de la que no podré apearme nunca. Y, en el fondo, eso está bien, ¿verdad?

No sé, a veces me asalta la duda.

Rothko, Simon. Es él quien espera arriba, apenas dos escalones por encima de mí. Ha situado una montaña de maletas entre ambos, a modo de barrera. Cree que así logrará mantenerse a salvo en su lujoso rellano. Infeliz.

He segado muchas vidas (me gusta esa forma de decirlo: segar, como si un muerto no fuera más que un tallo de espiga). No es que me sienta orgulloso de ello, tan solo constato un hecho. Tampoco me culpo, entendámonos. ¿Por qué habría de hacerlo? Se trata de una mera cuestión de supervivencia. En la vida, unos ganan y otros pierden, no hay más. Y Rothko va a perder, aunque él todavía no lo sabe.

Mi mayor ventaja; que no existo. Existí hace años. El nombre con el que se me conoció ya no es más que un recuerdo. Ahora soy Hugo Kingsman. También Mauro Castillo, y Umberto Jorio, Markus Mogilevic… Todos ellos falsos y, a pesar de todo, perfectamente vivos. Hugo, por ejemplo, es un abogado de prestigio. Mauro, un bibliotecario millonario. Umberto, un corredor de bolsa bastante exitoso, y Markus Mogilevic un oligarca ruso caído en desgracia.

Todos ellos soy yo, o mejor dicho, yo soy cada uno de ellos cuando necesito serlo.

Vuelvo a acariciar mi teclado y ordeno a la silla deslizarse hasta la puerta de mi despacho, que se abre silenciosamente a mi paso.

Esta silla, que ha costado varios millones de euros, diseñada expresamente para mí, dotada de los mayores avances tecnológicos… Esta silla, como decía, el único medio de que dispongo para desplazarme, es también mi prisión. Es lo que me recuerda constantemente quién soy, quién fui una vez: la persona que murió hace diez años de un preciso disparo ante cientos de testigos, en el transcurso de un torneo de ajedrez.

Esta jodida silla, es la herencia que recibí de Ángel Salazar.

 

 

El pasillo es ancho y diáfano, adaptado con precisión a las dimensiones de mi silla de ruedas motorizada. No tengo temor de encontrarme con nadie, ya que el tránsito en esta planta está diseñado para que solo se pueda circular en una dirección. Tampoco es que haya demasiado personal por aquí. Reus, mi secretaria, José María Espronceda, y yo mismo. El resto de mi equipo, unos ciento y pico de empleados aproximadamente, trabajan desde casa. Por descontado, ninguno me conoce. Para ellos solo soy un nombre, Kingsman, y una firma estampada en el logotipo de la empresa.  

Sitúo mi silla frente a la puerta de cristal laminado y esta se abre eficiente, silenciosamente. Reus levanta la mirada de su ordenador, sobresaltada. Eso me agrada, no sé por qué razón. Descubrir el miedo en los ojos de los demás es algo que siempre me ha causado satisfacción. Le sonrío y ella finge alegrarse al verme.

-Hola… Hugo –dice, comenzando a incorporarse.

Ha dudado al escoger mi nombre. Es la única persona en el mundo que conoce mis otras identidades, descontando, claro está, a José María. Probablemente haya descubierto también lo de Ángel. No es estúpida, debe haber atado cabos. Aun así, tengo absoluta confianza en ella. Nunca me traicionaría.

La adquirí en 2020, en plena crisis de pandemia. Por casualidad, podría decirse, aunque no sea yo muy dado a creer en casualidades. Viuda de un alto cargo de la embajada española en Suiza, tras su muerte descubrió que toda la herencia que le había dejado su amado esposo consistía básicamente en un montón de trampas. Acudió bastante agobiada a una de mis empresas pantalla en Berna en busca de trabajo, en el transcurso de una de mis visitas. Su expediente me convenció: dominio de cinco idiomas, licenciatura en Economía y Derecho, Máster en Dirección de Empresas… y, sobre todo, tres hijos menores de edad a su cargo. Supe de inmediato que era la persona idónea. Intuición, nada más que intuición, pero he aprendido a fiarme de estas cosas.

La rechazaron por estar demasiado cualificada para el puesto, pero yo la estaba esperando en la puerta con el objetivo de ofrecerle algo mejor. Hablé con ella, le expuse mis condiciones, y la pobre mujer aceptó sin titubeos. Fue lo suficientemente lista para darse cuenta de que no tenía alternativa.

-No es necesario que te levantes. Será una visita rápida.

Ella obedece. Se sienta muy recta, más rígida que un palo. Dibuja una especie de sonrisa que afea aún más su rostro, y guarda silencio.

-¿Ha llegado el informe de Lausana?

-Aún no, pero es muy temprano todavía. De todas formas, si quieres, llamo yo.

-No será necesario… -dudo un momento-. Espero que no haya más errores con esto.

-No debería haberlos. El último informe que recibimos era muy prometedor.

-Sí, lo sé –la miro a los ojos y sonrío. Es algo que se me da muy bien-. ¿Qué tal tus hijos?

-¿Mis hijos? –Traga saliva-. Como siempre, ya sabes…

Abro mi sonrisa, enseño los dientes.

-Cuida de tus hijos, Reus, Cuídalos bien –le digo. Y sin dar tiempo a que me responda, salgo de su despacho.

Como ya he dicho, estoy seguro de que nunca me traicionaría.

 

 

Sin perder el tiempo, dirijo mi silla hacia el despacho de Espronceda, mi abogado, además de otras cosas. Lo conozco desde niño. La primera vez que contraté sus servicios, acababa de cumplir catorce años. Había sido detenido bajo la acusación de narcotráfico y organización criminal. José María no pudo hacer mucho, ya que la policía halló la droga en mi casa, junto con mi revólver y la libreta donde anotaba los pedidos. Me cayeron dos años en un centro de menores, seguidos de una breve estancia en una planta de psiquiatría. No me gusta pensar en ello.

Por cierto, fue mi propio padre quien me delató.  Me hubiera gustado encargarme de él con mis propias manos, pero él se me adelantó, quizá previendo lo que iba a suceder. Se ahorcó en la ducha, el muy hijo de perra. Sus huesos se pudren junto a los de mi madre, que murió años después, asesinada por la misma persona que me dejó postrado en esta silla de ruedas.

-Ángel… -me saluda sin levantar la vista del ordenador. En la intimidad, me llama por mi verdadero nombre. Es una petición mía. Me gusta oírlo de vez en cuando para no olvidarme de quién soy.

-Hola. ¿Alguna novedad?

-Me temo que sí.

Me animo un poco. Por regla general, todo funciona como la seda, y eso me aburre. Es lo que tiene contar con una buena organización. A ello contribuye, por supuesto, el hecho de que la mayoría de mis “competidores” (me hace hasta gracia hablar así de ellos) sean estúpidos y predecibles. Todos salvo Rothko, claro. Pero de él me ocuparé pronto.

-¿Qué ocurre?

-No es nada grave. Se ha fugado una de las putas de Getafe. Una ucraniana.

-¿Cómo ha sucedido?

Espronceda mira de reojo su ordenador antes de contestar:

-No lo sé con seguridad aún, pero me lo puedo imaginar. Un despiste de nuestra gente. La mayoría de ellos consume algún tipo de droga y eso pasa factura antes o después.

Respiro hondo.

-¿Podría causarnos problemas?

-Potencialmente. Si va a la policía y cuenta lo que sabe… Tendríamos que cerrar Getafe.

-Comprendo. Hazlo ya, ciérralo todo. Que se lleven a las demás chicas a Galicia. Y avisa a Carlos.

Espronceda no pestañea al escuchar su nombre. Si le ha afectado no lo refleja en su rostro. Eso es lo que siempre me ha gustado de él.

-¿Limpieza?

-Todo. Esa puta y los imbéciles que la han dejado escapar.

-De acuerdo.

-¿Algo más? –Pregunto, deseando que me diga que sí, pero él mueve la cabeza en sentido negativo. Lástima. Reconozco que me ha alegrado un poco la mañana, que ha comenzado algo mustia.

Hoy espero una noticia importante que tarda en llegar.

Odio esperar.

 

 


martes, 21 de noviembre de 2023

Yo soy Ángel Salazar. Preámbulo


 

PREÁMBULO

Los bisbiseos resultan cada vez más audibles desde donde me encuentro. Y Olsen ya no solo se mueve inquieto en la silla. Está a punto de saltar. ¿A qué esperas, Ventura?

De nuevo me giro hacia el público y esta vez clavo una mirada colérica, provocadora, en un punto indeterminado de la turba. Estoy retándolo abiertamente, pero él sigue sin mostrarse.

Lo veo claro. Quiere hacerlo al final. Durante los últimos compases de la partida. Bien. Si eso es lo que busca, eso es lo que le daré. Adelante.

Inicio el ataque final. Caballo-seis-Caballo…

 Olsen se lleva la mano a su cabello rojizo cortado al estilo militar, consciente de que ha perdido. Tendría rendir el Rey, pero no lo hace. Debe estar en shock. Vuelvo a mirar a la platea y ahora sí que percibo un movimiento extraño entre el público.

Alguien se levanta de su asiento. Es el periodista que ha llegado tarde, el que ha ocupado la butaca que quedaba libre delante de Santiago. En ese momento me doy cuenta. A través de los gruesos y deformantes cristales de sus gafas reconozco sus ojos de asesino. Levanta una cámara y me enfoca con ella, directamente a la cabeza. Yo introduzco la mano en el bolsillo. No tendré más que una oportunidad porque sé que él no va a fallar el tiro.

Fijo las miras un instante y aprieto el gatillo.

 

 

 

 

 

Capítulo 34. El Renacido

  El resto del viaje hasta Polonia transcurrió sin sobresaltos importantes. Tuve que abandonar el camión poco después de dejar Leópolis, a...